El Papa Urbano II estaba ganando el pulso al Emperador Enrique IV de Alemania. Seguía contando con el apoyo de su hijo Conrado, que en 1095 contrajo matrimonio con Constanza, hija del conde Roger I de Sicilia. Urbano II convocó un concilio en Piacenza en el que, además de tratar asuntos relacionados con la reforma y con la oposición del Emperador, se excomulgó al rey Felipe I de Francia por adulterio, por simonía (pues había comprado obispos para que anularan su matrimonio y el de Bertrade de Montfort) y por usurpar los bienes de la Iglesia.
Pero la intervención estrella del concilio fue la de un embajador enviado nada menos que por Alejo I. El Emperador Bizantino estaba contemplando cómo el Imperio Selúcida se fragmentaba mientras sus gobernantes se destruían los unos a los otros. (Ese mismo año Barkyaruq derrotó a su tío Tutus y luego marchó al este a enfrentarse a su hermano Muhammad sin lograr el dominio de Siria.) Era la situación idónea para recuperar Asia Menor, pero no podía hacer nada porque no tenía suficientes soldados. Su ejército no tenía más de 50.000 hombres, la mayoría mercenarios, que no podían ser enviados al este sin dejar indefensas las otras fronteras del Imperio. La situación era frustrante, pero Alejo I encontró la solución: igual que había empleado a los cumanos contra los pechenegos o a mercenarios turcos contra los normandos, ahora emplearía normandos contra los turcos. Su embajador recordó a los obispos que los turcos habían conquistado la Tierra Santa, y que Alejo I no estaba en condiciones de liberarla. Pidió que fuesen voluntarios a Constantinopla para unirse a la lucha contra los turcos. Además insinuó que si Urbano II colaboraba, tal vez podría resolverse el cisma de Oriente y el Papa podría ser reconocido como superior al Patriarca de Constantinopla.
Urbano II estaba encantado. Hacía ya tiempo que a occidente iban llegando malas noticias sobre Tierra Santa. Casi un siglo antes, el Califa Fatimí al-Halim había demolido la Iglesia del Santo Sepulcro. No obstante, los fatimíes dejaban que los occidentales peregrinaran tranquilamente a Tierra Santa, mientras que los selyúcidas eran más fundamentalistas y cada vez ponían más trabas a los peregrinos. Éstos volvían narrando cuentos exagerados sobre las crueldades de los turcos, que ensalzaban su heroísmo al tiempo que horrorizaban a su audiencia. Por otra parte, si Urbano II lograba ponerse al frente de una empresa de tal magnitud como conquistar Tierra Santa, la supremacía papal en occidente sería indiscutible, y tal vez incluso en oriente. A la salida del concilio hizo el llamamiento que pedía Alejo I.
En noviembre convocó otro concilio en Francia, en la ciudad de Clermont. No sólo asistió el clero, sino también la nobleza francesa. Urbano II era francés, tenía de su parte al clero francés frente al Papa alemán Clemente III, los caballeros más importantes a los que esperaba apelar también eran franceses. Empezó su discurso exaltando la reforma, renovando la tregua de Dios y predicando la paz entre la nobleza. Luego se levantó para dirigirse a la enorme multitud que había acudido para oírlo. Era un buen orador, y describió conmovedoramente la ciudad de Jerusalén sometida a los infieles, los sufrimientos de los peregrinos, ... hasta que finalmente urgió a los caballeros de Europa a liberar la Tierra Santa. El auditorio quedó sobrecogido y entre ellos se extendió el grito: "¡Dios lo quiere!, ¡Dios lo quiere!" Entonces, el obispo de Clermont, Adhémar de la Puy, se inclinó ante el Papa y le pidió que lo reconociera como el primer voluntario. Urbano II tomó un trozo de tela roja y formó con él una cruz que le dio para que la cosiera en su ropa como símbolo de su misión. El resto de los presentes corrió por trozos de tela similares para prenderlos en su ropa. La cruz iba a ser la señal de los guerreros, por lo que la campaña fue conocida como la Cruzada. Más adelante habría otras, así que ésta sería concretamente la Primera Cruzada.
Entre las personalidades más destacadas que se adhirieron a la Primera Cruzada estaba el duque de Normandía, Roberto II Courteheuse. De acuerdo con las palabras del Papa, pidió una tregua a su hermano el rey Guillermo II de Inglaterra, que seguía
tratando de hacerse con el ducado. Le ofreció la custodia de Normandía durante su ausencia a cambio de una elevada suma de dinero para financiar su expedición. Guillermo II aceptó encantado. Por supuesto, la suma no salió de sus arcas privadas, sino de nuevos impuestos que ningún buen cristiano podía negarse a pagar, dada su noble finalidad.
Uno de los primeros en partir fue Bohemundo, el hijo de Roberto Guiscardo, que no había logrado como herencia más que un pequeño territorio en Tarento y (al igual que muchos nobles menores) vio la cruzada como una forma de mejorar su situación. Partió con su sobrino Tancredo de Hauteville, hijo del duque de Apulia y Calabria Roger I Borsa. Entre ambos dirigieron un ejército normando procedente mayoritariamente de Sicilia.
Pero mientras los nobles calculaban prudentemente la expedición, un flamenco llamado Pedro el Ermitaño, que, al parecer, había sido peregrino y contaba las historias más horripilantes sobre los turcos, predicó por su cuenta a las gentes humildes y logró agrupar una muchedumbre de campesinos que partió inmediatamente hacia oriente sin ninguna clase de organización, dirigida por él mismo, por un tal Gualterio sin Haber, y por algunos barones renanos.
Pero la intervención estrella del concilio fue la de un embajador enviado nada menos que por Alejo I. El Emperador Bizantino estaba contemplando cómo el Imperio Selúcida se fragmentaba mientras sus gobernantes se destruían los unos a los otros. (Ese mismo año Barkyaruq derrotó a su tío Tutus y luego marchó al este a enfrentarse a su hermano Muhammad sin lograr el dominio de Siria.) Era la situación idónea para recuperar Asia Menor, pero no podía hacer nada porque no tenía suficientes soldados. Su ejército no tenía más de 50.000 hombres, la mayoría mercenarios, que no podían ser enviados al este sin dejar indefensas las otras fronteras del Imperio. La situación era frustrante, pero Alejo I encontró la solución: igual que había empleado a los cumanos contra los pechenegos o a mercenarios turcos contra los normandos, ahora emplearía normandos contra los turcos. Su embajador recordó a los obispos que los turcos habían conquistado la Tierra Santa, y que Alejo I no estaba en condiciones de liberarla. Pidió que fuesen voluntarios a Constantinopla para unirse a la lucha contra los turcos. Además insinuó que si Urbano II colaboraba, tal vez podría resolverse el cisma de Oriente y el Papa podría ser reconocido como superior al Patriarca de Constantinopla.
Urbano II estaba encantado. Hacía ya tiempo que a occidente iban llegando malas noticias sobre Tierra Santa. Casi un siglo antes, el Califa Fatimí al-Halim había demolido la Iglesia del Santo Sepulcro. No obstante, los fatimíes dejaban que los occidentales peregrinaran tranquilamente a Tierra Santa, mientras que los selyúcidas eran más fundamentalistas y cada vez ponían más trabas a los peregrinos. Éstos volvían narrando cuentos exagerados sobre las crueldades de los turcos, que ensalzaban su heroísmo al tiempo que horrorizaban a su audiencia. Por otra parte, si Urbano II lograba ponerse al frente de una empresa de tal magnitud como conquistar Tierra Santa, la supremacía papal en occidente sería indiscutible, y tal vez incluso en oriente. A la salida del concilio hizo el llamamiento que pedía Alejo I.
En noviembre convocó otro concilio en Francia, en la ciudad de Clermont. No sólo asistió el clero, sino también la nobleza francesa. Urbano II era francés, tenía de su parte al clero francés frente al Papa alemán Clemente III, los caballeros más importantes a los que esperaba apelar también eran franceses. Empezó su discurso exaltando la reforma, renovando la tregua de Dios y predicando la paz entre la nobleza. Luego se levantó para dirigirse a la enorme multitud que había acudido para oírlo. Era un buen orador, y describió conmovedoramente la ciudad de Jerusalén sometida a los infieles, los sufrimientos de los peregrinos, ... hasta que finalmente urgió a los caballeros de Europa a liberar la Tierra Santa. El auditorio quedó sobrecogido y entre ellos se extendió el grito: "¡Dios lo quiere!, ¡Dios lo quiere!" Entonces, el obispo de Clermont, Adhémar de la Puy, se inclinó ante el Papa y le pidió que lo reconociera como el primer voluntario. Urbano II tomó un trozo de tela roja y formó con él una cruz que le dio para que la cosiera en su ropa como símbolo de su misión. El resto de los presentes corrió por trozos de tela similares para prenderlos en su ropa. La cruz iba a ser la señal de los guerreros, por lo que la campaña fue conocida como la Cruzada. Más adelante habría otras, así que ésta sería concretamente la Primera Cruzada.
Entre las personalidades más destacadas que se adhirieron a la Primera Cruzada estaba el duque de Normandía, Roberto II Courteheuse. De acuerdo con las palabras del Papa, pidió una tregua a su hermano el rey Guillermo II de Inglaterra, que seguía
tratando de hacerse con el ducado. Le ofreció la custodia de Normandía durante su ausencia a cambio de una elevada suma de dinero para financiar su expedición. Guillermo II aceptó encantado. Por supuesto, la suma no salió de sus arcas privadas, sino de nuevos impuestos que ningún buen cristiano podía negarse a pagar, dada su noble finalidad.
Uno de los primeros en partir fue Bohemundo, el hijo de Roberto Guiscardo, que no había logrado como herencia más que un pequeño territorio en Tarento y (al igual que muchos nobles menores) vio la cruzada como una forma de mejorar su situación. Partió con su sobrino Tancredo de Hauteville, hijo del duque de Apulia y Calabria Roger I Borsa. Entre ambos dirigieron un ejército normando procedente mayoritariamente de Sicilia.
Pero mientras los nobles calculaban prudentemente la expedición, un flamenco llamado Pedro el Ermitaño, que, al parecer, había sido peregrino y contaba las historias más horripilantes sobre los turcos, predicó por su cuenta a las gentes humildes y logró agrupar una muchedumbre de campesinos que partió inmediatamente hacia oriente sin ninguna clase de organización, dirigida por él mismo, por un tal Gualterio sin Haber, y por algunos barones renanos.