lunes, 20 de diciembre de 2010

EL CANT DE LA PARDALA (II)


Contaba con algunas inteligencias en Valencia y ordenó al general Suchet, que mandaba el Ejército de Aragón, fuerte de unos 30.000 hombres, se dirigiese sobre ella, esperando que la sola presencia de sus tropas bastaría para que se entregase. El general enemigo dejó en Aragón fuerzas suficientes para oponerse y tener a raya a las divisiones españolas de Villacampa. García Navarro y Perenna, que reunirían entre todas unos 13.000 hombres, y en este día emprendió la marcha con 14.000 soldados, divididos en dos columnas; una, a cargo del general Habert, se dirigió a Murviedro por Morella, de cuya villa y castillo quería apoderarse y la otra, mandada por el mismo Suchet, partió de Teruel, ahuyentó en Alventosa la vanguardia del ejército valenciano que se replegó sobre la capital, después de abandonar cuatro cañones al enemigo, y entró en Segorbe.
Desde Alcañiz la columna de franceses se dirigía a Morella por los viejos caminos de la montaña. Relucían los morriones. La luz arrancaba destellos de hielo en las afiladas espadas de las bayonetas. Eran muchos… Y cuando lo supimos, todos los ricos y eclesiásticos abandonaron la población. En las casas solo quedamos los pobres. Los que no teníamos recursos para poder marchar. Los que creíamos que aun era posible al defensa… El día 21 de aquel mes, entraron en Morella los franceses.

Impusieron tributo de cien onzas de oro. Saquearon nuestros hospitales. Equiparon generosamente a su tropa--- Y se marcharon.

Tales exigencias tuvimos que aportarlas los desgraciados que nos quedamos. Había una promesa; las autoridades juraron que al regresar los vecinos “pudientes” se haría el correspondiente reparto, pero lo cierto es que a su vuelta no se hizo la derrama. Los miserables aun lo fuimos más y los ricos… Habían puesto a buen recaudo sus joyas y dineros. El tesoro de la Arciprestal estaba oculto –y aun debe de estarlo- en casa de Don Antonio Gabaldá. No pudieron hallarlo los gabachos ni tampoco la halló la gloriosa “Junta de Resistencia”, que antes de huir en cuanto barruntó el aliento del Corso en el cogote, el rabo entre las piernas, había ordenado recoger todo el oro y la plata de las Iglesias, para sufragar la “defensa de la Villa” que abandonaron vergonzosamente a su suerte. ¡Ah, que buenos vasallos si hubiera buen Señor!. Los morellanos pensamos entonces que “ya habíamos sufragado bastante” pero nos equivocábamos.

Fueron otras seis veces. Otras seis ocupaciones las que sufrimos. Llegaban, arrasaban y se volvían a marchar sin que nadie pudiera oponerles resistencia. A pesar de todo, el deseo de rebelión continuaba acunando nuestras noches. El sueño de la guerra contra el invasor era la letra de todas las nanas.
Debe conocer, Señor, que los nuestros a las órdenes del General Odeneju, eran pocos y estaban mal amados, pero cuando en la primavera de 1810 los franceses ocuparon Morella de manera definitiva, Odeneju desplegó sus fuerzas por la Sierra del Aguila. Casi todos los hombres escaparon a los montes. Algunos para salvar la vida. Otros, los más, para combatir contra El Francés.

El 24 de Junio, se libró frente al Fuerte una encarnizada batalla. Desde la muralla que guarda el Portón de San Miquel, impotentes veíamos caer a nuestros maridos, padres, hermanos, Caían bajo el empuje de los gabachos que, apoyados por su artillería bien dispuesta en las aspilleras, habían salido a la carga en descubierta sobre aquel grupo de guerrilleros descalzos y famélicos, dejando la tierra sembrada de muertos y heridos que iban rematando a culatazos. Sólo unos pocos escaparon a la matanza y regresaron a las montañas. La derrota fue total y los franceses quedaron dueños del terreno.

Poco podía ofrecerles Morella después de tanta ocupación y tan graves asedios. Nada nos quedaba. Los silos, vacios de grano. Los corrales y establos, vacios de animales que fueron sacrificados para alimentar a las tropas francesas –a la fuerza- y a los nuestros por propia voluntad.

La lana ardió en los almacenes y el paño que antaño guardaban las arcas, también fue requisado. Los humildes telares de las tejedoras, encendieron hogueras en las cuadras de las caballerías militares. Nada teníamos. Sólo hambre.

Las mujeres aguantábamos sacando fuerzas de la rabia y el dolor, que alimentaban al menos nuestros corazones- Allí fuera, en los campos baldíos por falta de manos que los cultivasen, escondidos en las molas al refugio de les casetes de volta, sin fuego que delatara su presencia, los nuestros rumiaban el regreso.

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