Autor: Joan Ignaci Culla
No
hace mucho nos enterábamos de que el presidente de Estados Unidos, George Bush,
otorgaba al pueblo norteamericano la propiedad del espacio aéreo. Sólo él
decidiría sobre el universo. Sólo él y debido a sus grandes conocimientos en la
materia, así como su demostrada capacidad para discernir entre el bien y el mal
–de sobra contrastada–, lo convierten en la persona adecuada para administrar
la patente espacial.
Para
tomar dicha decisión, no le han hecho falta criterios técnicos, científicos,
políticos o incluso jurisdiccionales, ya que Bush está por encima de esas
insignificancias. Además, ¿no fue EE. UU. la primera en pisar la Luna, aunque
ahora algunos incrédulos se planteen la veracidad de los hechos y se sorprendan
cómo después de 30 años, y con los avances tecnológicos actuales, no hayan sido
capaces de reeditar dicha hazaña, para darle esa potestad?
Por
otra parte, si él se erige dueño absoluto del espacio, sólo él garantizará que
se hagan las cosas como corresponden a la categoría del presidente de la nación
de naciones. El poder económico y político de la primera potencia mundial
quedaría garantizado y salvaguardado de influencias foráneas. Y si alguna
nación osara cuestionar la decisión, por ilegítima o contranatural, de forma
inmediata se pondría en marcha la maquinaria del chantaje, invasión o incluso
negarles el agua si hiciese falta.
A
estas alturas, a nadie sorprende que Bush pueda adoptar una decisión como esta,
por descabellada que sea. Lo que sí parece es que, como todos los personajes
que han querido estar por encima de la realidad, legalidad o del sentido común,
se haya podido inspirar en otro, caso por ejemplo de Hitler con Napoleón. En
este caso, no es de extrañar que el primer mandatario americano haya querido
emular –dados sus buenos resultados–a algún personaje catalanista.
De
todos es conocido el arte para apropiarse de las cosas de los catalanistas, de
ahí que posiblemente Bush haya aprendido de ellos. El ejemplo más claro, y por
lo que concierne a los valencianos, es el de la lengua valenciana. Los
catalanes se han erigido como auténticos guardianes de la llave de la cultura,
independientemente que la puerta no sea la suya.
No
les ha importado apropiarse de una historia y literatura que no les pertenece,
ya que ahora ostentan el poder. Con esa decisión, ellos –los catalanes– y sólo
ellos decidirán qué es lengua y qué un simple dialecto. No necesitan razones ni
históricas ni científicas para legitimar un fraude, cuentan con el chantaje del
poder. Y si por alguna razón, alguien les pidiese explicaciones, cuentan con un
rosario de incondicionales adictos a la nómina que, por no perder esta,
afirmarían en cualquier foro mundial que el sonido que emitían los hombres de
las cavernas era catalán, ya que tienen grabaciones sonoras que lo autentifica.
Es lo que tiene el poder político y económico, que puede cambiar la realidad y
adaptarla a los intereses particulares de quien lo ejerce, sean legítimos o no.
Hasta tal punto, que son capaces de transformar un concurso de chistes malos de
humoristas en paro en un congreso científico de romanística internacional.
Luego con toda su maquinaria mediática ya le darán visos de autenticidad y
rigor a las conclusiones partidistas que aprueben. Y sus editoriales los
convertirán en manuales pedagógicos obligatorios, con los que seguir lavando de
acientifismo dogmático a los alumnos.
Por eso no es de extrañar que Bush,
copiando a los catalanistas, pero con más poder, pueda decidir qué es suyo, y
qué no, aunque sea algo tan etéreo como la galaxia. Y si en un momento
determinado necesita legitimar su decisión, siempre le quedará el recurso de
constituir una academia tipo AVL, para garantizarse el éxito de que las
decisiones se ajustarán a sus postulados, científicos, claro.
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