martes, 29 de mayo de 2012

LA EXPULSION DE LOS MORISCOS, SUS RAZONES JURIDICAS Y CONSECUENCIAS ECONOMICAS PARA LA REGION VALENCIANA (V)



Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498


A la muerte del Cardenal Cisneros se desataron los odios populares, contenidos, hasta entonces, por la indomable energía de aquel gran prelado. La ocasión fue el abandono en que –con motivo de una serie de calamidades (peste, inundaciones, terremotos, etc.)- las autoridades y personas pudientes dejaron la ciudad de Valencia, culpando el pueblo de todo aquello a los nobles y llegando hasta señalar a alguno de ellos. Como los gemios de la clase plebeya de Valencia estaban organizados militarmente se unieron y agermanaron, clamando justicia contra los atropellos de la nobleza y dispuesto a tomársela por su propia mano. Un cardador, llamado Juan Llorens, se puso al frente de los amotinados y formó una Junta de Trece artesanos, en memoria de Cristo y sus doce Apóstoles, para presidir la germanía popular.

Dos años, desde 1519 a 1521 durara aquellas revueltas, ahogadas, al fin, en sangre plebeya, después de incontables atropellos cometidos por los agermanados y sus enemigos, rindiéndose, al fin, la capital al Virrey, don Diego Hurtado de Mendoza.

Carlos I que se había inclinado alternativamente a unos y a otros, hizo incluso escarmiento en los agermanados, ajusticiando a sus principales promovedores e imponiendo a los gremios fuertes contribuciones.

En esta cruenta lucha civil los nobles y señores contaron, contra los agermanados o plebeyos, con la ayuda y cooperación de sus vasallos mudéjares, impropiamente denominados también moriscos, por ser estos los moros conversos. Por su parte, no pocos elementos del bajo clero intervinieron a favor de las Germanías, proclamando la Guerra Santa contra el mahometismo  y acusando a los nobles con simpatizar con la religión de Mahoma. A muchos de los mudéjares se les impuso el bautismo por la fuerza, sin otra alternativa que la muerte, por lo que, terminada la lucha,  muchos de ellos renunciaron a la religión que se les había obligado mediante la violencia, volviendo a sus ritos y creencias musulmanas.

Convocada una junta de teólogos, en Madrid, para que, en unión de los consejeros de la Inquisición de Castilla, declarase si eran válidos aquellos bautismos a la fuerza y si debían ser considerados como apóstatas los mudéjares valencianos, dicha junta, después de tres semanas de deliberaciones, concluyó en sentido afirmativo, siendo sancionada esta opinión –que no dejó de tener contradictores-  por el Emperador, por Real Cédula (de 4 de abril de 1525), en que declaró válidos los bautismos, mandó que los hijos de los bautizados durante las Germanías también lo fuesen, y ordenó que toda mezquita en que se hubiese celebrado una misa fuese reconocida como templo católico.

Comenzó –como consecuencia de todo ello- a generalizarse la idea de expulsar a los moros de nuestro Reino. Se opusieron, naturalmente, los nobles, pero menudeaban las órdenes restrictivas para con aquellos mudéjares y, finalmente, el Rey Carlos I, decidiose a firmar un decreto –dando con ello satisfacción al sentimiento religioso de la nación- ordenando fuesen embarcados en La Coruña todos los moros que no aceptasen el bautismo. No todos acataron aquella disposición real y los mas exaltados y fanáticos se opusieron al bautismo y a la expatriación, refugiándose en la áspera sierra de Espadán, cerca de Segorbe, donde se fortificaron y eligieron a un reyezuelo, llamado Zelim Almanzor. El Duque de Segorbe  marchó, inútilmente, contra ellos con dos mil hombres (abril de 1526), hasta que un ejército hispano-alemán, de mas de 10.000 soldados, acabó con los insurrectos

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