Autor: Juan Ignacio Culla
18 de junio de 2006
Valencia
He
sido un fiel espectador –como todos– de la polémica suscitada a nivel nacional
a raíz de la modificación de los estatutos de autonomía, y la inclusión en los
mismos del término “nación” o “realidad nacional”.
El uso partidista empleado tanto por los partidos mayoritarios, como por determinados medios de comunicación, afines a unos y otros, ha distorsionado desde mi punto de vista la realidad. Unos porque aducen que “desmembraría la unidad nacional” y otros porque, tras esa concesión, esconden en realidad perpetuarse en el poder.
Ambos sectores nos han querido envolver en una falsa polémica ya que, si nos atenemos a la definición de nacionalidad que aporta el diccionario de la Academia –“la condición o carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación”–, nadie se rasgaría las vestiduras.
Es imprescindible asimilar la definición completa y precisa para no caer en errores o manipulaciones, ya que la bondad o maldad de la misma no depende del concepto, sino de los fines o usos que se pretendan dar al mismo.
Antes de entrar en si el Reino de Valencia es o no una nación –indistintamente de las otras comunidades–, tendríamos que aclarar, de ahí lo de falsa polémica, que este debate quedó zanjado en la Constitución española de 1978, cuando después de proclamar –artículo primero– que España queda constituida en un Estado, indica en el segundo que garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y otorga “el ejercicio al derecho de autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad”. Es decir, que es la propia Constitución la que, al admitir el título de nacionalidades, da juego a la aceptación de nación.
Aclarado este concepto, habría que preguntarse si el PP se hubiese opuesto tan enérgicamente a los términos “nación” y “realidad nacional” para designar a las autonomías si, por ejemplo, hubiese necesitado del respaldo de los “nacionalistas” de CIU para gobernar en coalición el Estado o Cataluña. Por supuesto que no. Es de sobra conocido que cuando las circunstancias lo requieren se cambian las ideologías y los sentimientos por votos, como lo demostró Zaplana al garantizar la mayoría de académicos catalanistas –se había pactado la superioridad numérica de valencianistas– en la AVL a Jordi Pujol a cambio de que su grupo aprobase los presupuestos del gobierno de Aznar. ¿No sería más lógico que el PP hubiese centrado su denuncia en las contraprestaciones injustas e insolidarias que ha concedido el PSOE para mantener el poder a toda costa, además de silenciar escándalos como el Carmel, en lugar de poner el énfasis en el término nación?
Y por lo que respecta a nosotros los valencianos (aunque no se lo crean nuestros políticos), el Reino de Valencia, por razones culturales, históricas, lingüísticas, etc., es una nación, como también lo es por razones legales, al ser reconocida nuestra Comunitat en el Estatuto de Autonomía como nacionalidad histórica. Y así lo ha sido a lo largo de la historia, ya que hemos sido un pueblo definido y organizado según unas leyes propias: els Furs –mucho antes que otros tuviesen Carta Magna–, i con unas instituciones de autogobierno completamente soberanas. Una realidad político-histórica que se rompió –no hay que olvidarlo– violentamente i por represión de un ejército extranjero, convirtiendo a nuestra tierra en una sucursal política i cultural del centro de poder absoluto de Felipe V.
El uso partidista empleado tanto por los partidos mayoritarios, como por determinados medios de comunicación, afines a unos y otros, ha distorsionado desde mi punto de vista la realidad. Unos porque aducen que “desmembraría la unidad nacional” y otros porque, tras esa concesión, esconden en realidad perpetuarse en el poder.
Ambos sectores nos han querido envolver en una falsa polémica ya que, si nos atenemos a la definición de nacionalidad que aporta el diccionario de la Academia –“la condición o carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación”–, nadie se rasgaría las vestiduras.
Es imprescindible asimilar la definición completa y precisa para no caer en errores o manipulaciones, ya que la bondad o maldad de la misma no depende del concepto, sino de los fines o usos que se pretendan dar al mismo.
Antes de entrar en si el Reino de Valencia es o no una nación –indistintamente de las otras comunidades–, tendríamos que aclarar, de ahí lo de falsa polémica, que este debate quedó zanjado en la Constitución española de 1978, cuando después de proclamar –artículo primero– que España queda constituida en un Estado, indica en el segundo que garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y otorga “el ejercicio al derecho de autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad”. Es decir, que es la propia Constitución la que, al admitir el título de nacionalidades, da juego a la aceptación de nación.
Aclarado este concepto, habría que preguntarse si el PP se hubiese opuesto tan enérgicamente a los términos “nación” y “realidad nacional” para designar a las autonomías si, por ejemplo, hubiese necesitado del respaldo de los “nacionalistas” de CIU para gobernar en coalición el Estado o Cataluña. Por supuesto que no. Es de sobra conocido que cuando las circunstancias lo requieren se cambian las ideologías y los sentimientos por votos, como lo demostró Zaplana al garantizar la mayoría de académicos catalanistas –se había pactado la superioridad numérica de valencianistas– en la AVL a Jordi Pujol a cambio de que su grupo aprobase los presupuestos del gobierno de Aznar. ¿No sería más lógico que el PP hubiese centrado su denuncia en las contraprestaciones injustas e insolidarias que ha concedido el PSOE para mantener el poder a toda costa, además de silenciar escándalos como el Carmel, en lugar de poner el énfasis en el término nación?
Y por lo que respecta a nosotros los valencianos (aunque no se lo crean nuestros políticos), el Reino de Valencia, por razones culturales, históricas, lingüísticas, etc., es una nación, como también lo es por razones legales, al ser reconocida nuestra Comunitat en el Estatuto de Autonomía como nacionalidad histórica. Y así lo ha sido a lo largo de la historia, ya que hemos sido un pueblo definido y organizado según unas leyes propias: els Furs –mucho antes que otros tuviesen Carta Magna–, i con unas instituciones de autogobierno completamente soberanas. Una realidad político-histórica que se rompió –no hay que olvidarlo– violentamente i por represión de un ejército extranjero, convirtiendo a nuestra tierra en una sucursal política i cultural del centro de poder absoluto de Felipe V.
No hay
que tener miedo a la realidad. Por ser nación –me refiero a los valencianos–,
no vamos a establecer fronteras ni a fomentar la división entre pueblos. Porque
nacionalismo no tiene por qué ser igual a independentismo. Los valencianos,
ante este debate, no deberíamos hacer oportunismo político y abrir heridas
innecesarias. Eso se lo dejamos a otros. Pero también es cierto que esta
polémica la ha aprovechado el centralismo para llevar adelante sus proyectos
uniformistas, más próximos a crear “la Gran Madrid” que una España.
Como también es cierto que determinados políticos valencianos tienen su sentimiento fijado en Madrid más que en su tierra, como compendio de una mala entendida “españolidad”, ya que sus actuaciones están guiadas por otros para establecer las hojas de ruta de los demás, que no las nuestras. Y otros, despreciando lo propio, a la consecución de los quiméricos països catalans.
Hay también quienes consideran que el concepto de Estado se tiene que aplicar desde la imposición, como en tiempos pasados, y no desde el respeto y la reciprocidad.
El pueblo valenciano ha demostrado –supongo que a nadie le cabe duda– su generosidad y solidaridad con el resto de las comunidades. Así, hemos contribuido al impuesto-revolucionario-político del PER, a los faustos de Barcelona, Madrid, Sevilla, etc., a los AVES y autopistas ideados para acceder a los lugares de origen de determinados ministros, que no a las necesidades reales. Pero sí es verdad que, no siendo como no ha sido ni es independentista la sociedad valenciana, se está planteando el porqué seguir cantando nuestra primera estrofa del himno, cuando a nosotros nos niegan hasta el agua.
Como también es cierto que determinados políticos valencianos tienen su sentimiento fijado en Madrid más que en su tierra, como compendio de una mala entendida “españolidad”, ya que sus actuaciones están guiadas por otros para establecer las hojas de ruta de los demás, que no las nuestras. Y otros, despreciando lo propio, a la consecución de los quiméricos països catalans.
Hay también quienes consideran que el concepto de Estado se tiene que aplicar desde la imposición, como en tiempos pasados, y no desde el respeto y la reciprocidad.
El pueblo valenciano ha demostrado –supongo que a nadie le cabe duda– su generosidad y solidaridad con el resto de las comunidades. Así, hemos contribuido al impuesto-revolucionario-político del PER, a los faustos de Barcelona, Madrid, Sevilla, etc., a los AVES y autopistas ideados para acceder a los lugares de origen de determinados ministros, que no a las necesidades reales. Pero sí es verdad que, no siendo como no ha sido ni es independentista la sociedad valenciana, se está planteando el porqué seguir cantando nuestra primera estrofa del himno, cuando a nosotros nos niegan hasta el agua.
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