Por Pío Moa
Pío Moa publicará próximamente un nuevo libro, titulado Los nacionalismos catalán y vasco en la historia de España, como adelanto editorial del cual, Libertad Digital ofrece esta semana la duodécima entrega. El libro aparecerá en Ediciones Encuentro, el mismo sello que publicó su trilogía sobre la segunda república y los orígenes de la guerra civil española.
El tono del nacionalismo se manifestaba en editoriales como éste, de La veu de Catalunya del 24 enero de 1898, titulado “¡Pobre Cataluña!”, en que, sacando partido de unas graves inundaciones en Rosellón, Cataluña y Valencia, “como si el cielo quisiera hacer a las tierras de lengua catalana objeto de un castigo terriblemente significativo”, se preguntaba dramáticamente: “¿Qué pecados han cometido los pobres catalanes?”. Pobres no sólo por víctimas de incontables males históricos y ahora de las lluvias, sino porque la prosperidad regional tenía mucho de engañosa: “desde fuera, Cataluña es rica. En Cataluña se trabaja; y de Cataluña van a Madrid riadas de dineros. Pero a quien ve Cataluña por dentro, se le rompe el corazón: los restos que dejan aquí las riadas de dineros que van a Madrid los llenan de lágrimas. ¡Cuántos cientos de propietarios lloran mirando las tierras que no pueden cultivar porque han de enviar a Madrid los escasos medios que podían destinarles! (…) La industria, única cosa por ahora atendida por el gobierno, paga culpas de éste, debiendo arrinconar en los almacenes piezas que antes iban a los mercados de las colonias hoy en rebeldía, y en parte medio estropeadas (…) Mirar al porvenir daría escalofríos si no tuviésemos confianza en que (…) se aclarará el buen sentido y reaccionarán las energías prácticas de la raza”. Cataluña era rica no con España y gracias a ella, sino a pesar de ella.
Pero los catalanes, lamentablemente, no acababan de ver esa obviedad, debido a “las desgracias morales que anulan a nuestro temperamento y nos rebajan ante quien nos observa”. Ahí radicaba el significativo castigo de Dios por los “pecados” de Cataluña, de los cuales “he aquí uno, de los más gruesos: haberse dejado esclavizar la voluntad y desposeer de la administración de los medios de buscar el bien y rehuir el mal”. Si tan insufrible esclavitud fuese abolida, y los catalanes cobraran plena conciencia de su superioridad, como exigían los nacionalistas, males como el de las riadas serían prevenidos o superados fácilmente.
La explicación racial dio mucho juego por aquellos años. Percatados de la superioridad catalana, revelada con claridad en su pujanza económica —a la que los nacionalistas no habían contribuido nada—, debían encontrarle una base material, física, en la raza, según la moda extendida entonces por casi toda Europa.
Desgraciadamente, los catalanes corrientes no difieren en su aspecto físico de los demás españoles, pero ello no fue óbice para persistentes intentos de diferenciación. Así, el doctor Robert, un médico y político que hacia finales del siglo se pasó al nacionalismo, centró sus esfuerzos diferenciadores en la medición de cráneos, encontrando ahí la prueba tangible de la peculiaridad catalana con respecto a “Castilla”. A los sarcasmos que sus hallazgos provocaban en Madrid y en la misma Barcelona, respondía el entusiasta Rovira i Virgili: “El doctor Robert, en su conferencia, se limitó a hacer un estudio rigurosamente científico” Y concluía, muy razonable: “Si en el noreste de la península predomina un tipo craneano diferenciado, los catalanes no vamos a deformarnos el cráneo en aras de la unidad española”. Habría sido el colmo de la complacencia con el centralismo, desde luego. O bien contraatacaba “No se nos tolera a nosotros hablar de raza catalana (nadie se lo impedía) y se celebra mientras tanto (…) esa reciente, artificial y envarada Fiesta de la raza”, en referencia al 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América, conmemoración de la que deseaban desvincular, con gesto despectivo, a los catalanes.
Un personaje típico de la época fue el escritor Pompeu Gener, para quien la raza catalana, “fuerte e inteligente”, había tenido escaso contacto con los musulmanes, siéndole por eso ajena la pereza propia de otras razas peninsulares. Por entonces se divulgaban en los círculos intelectuales españoles las ideas nietzscheanas, que combinaban bastante bien con las racistas. Según Gener, los catalanes superaban al resto de los españoles, pero se sentían inferiores a los europeos del norte, a causa de los siglos de dominación castellana, y también de la actividad comercial, señal de inferioridad heredada de los fenicios y otros semitas, y “así esa función que constituye el fondo del pueblo judaico pasó a constituir el suyo (el catalán). El escaso fondo de semitismo que hubiera en el pueblo catalán triunfó del Ario y se sobrepuso”.
Bajo las exaltaciones, arrebatos e imprecaciones del nacionalismo catalán asoma a menudo una actitud forzada. Exhortaciones como ésta, muy posterior, pueden dar una idea: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos.” O bien: “No hay progreso en el derecho si no hay violencia. El derecho de las minorías podrá progresar mientras haya violencia (…) La apelación al sentimiento es inútil: hay que apelar al interés”. Apelaciones que toman un cariz cómico al provenir de un intelectual burgués y en general poco extremista, Joan Estelrich (1)*. Sin embargo sería un error creer que sólo las convicciones sinceras mueven a las personas. A veces lo hacen más todavía las insinceras, por la compulsión de mantener la postura.
Las ideas de Prat dieron al nacionalismo catalán una proyección distinta del vasco, pese a sus similitudes de base. El plan de Arana consistía en el aislamiento para salvaguardar la preciada raza vasca de toda contaminación; el de Prat, en asegurar la soberanía catalana en interacción, o más bien dirección sobre el resto de España, e incluso con proyección ejemplarizante hacia el resto del mundo. En lo sucesivo, el nacionalismo catalán padecería la atracción contradictoria de tres focos de interés: un particularismo catalán, en el fondo separatista; la influencia sobre el conjunto de España; y el expansionismo hacia los que llamaba “países catalanes” (denominación que éstos, es decir, Valencia y Baleares no aceptaban), no estando claro si Cataluña debía limitarse a la región de ese nombre, o debería abarcar a todo el levante peninsular.
En las versiones nacionalistas, la historia de Vasconia y la de Cataluña quedaban en poca cosa, como una especie de oscura e indiferenciada “intrahistoria”, por usar la expresión de Unamuno, una vez marginadas de la historia general de la nación cuya influencia y legado se manifestaba en su expansión cultural por otras veinte naciones, y en su presencia en gran parte del mundo. Al condenar esta realidad, los nacionalistas despojaban a vascos y catalanes de su parte, a cambio de confusas idealizaciones de pasados remotos o de promesas de portentos futuros.
Otra incoherencia chocante de aquellos nacionalismos consistía en que, al exaltar sin límites las virtudes de sus paisanos, llamándoles a rebelarse contra la supuesta sumisión a una “raza” tan netamente inferior como la castellana o la española, los pintaban como efectivamente inferiores, por haber aceptado tan prolongada “esclavitud”. Más deprimente resultaba que, pese a todas las encendidas prédicas y denuncias, los vascos y catalanes persistieran en no percatarse de tan insoportable opresión ni de su propia y completa superioridad sobre los demás españoles, fuera de las rencillas y rivalidades regionales de siempre (2)*.
Irónicamente, las versiones nacionalistas implicaban la descalificación de los vascos y catalanes reales e históricos como traidores o serviles durante generaciones y siglos enteros, como lo bastante estúpidos para no entender la radical oposición de sus esencias e intereses con los intereses y esencias españoles. En verdad, cabría dudar de la posibilidad de regeneración de unas gentes tan largamente complacidas en su propia servidumbre. En todo caso, sacarlos de tales abismos de abyección exigiría auténticos mesías, hombres de una altura ética e intelectual muy fuera de lo común, y una persona escéptica podía albergar alguna duda sobre si Arana, Prat u otros líderes nacionalistas cumplían realmente tal exigencia.
Salta a la vista que, en el fondo, ni Prat ni Arana se apoyaban realmente en una tradición ni en una historia catalana o vasca, tan deleznables desde su propio punto de vista. Su base auténtica consistía en la promesa de un resplandeciente futuro, en que los vascos y catalanes, redimidos por las ideas nacionalistas, y libres de los causantes de sus males, desplegarían unas cualidades fantásticas, (aun si difíciles de creer, vistos los largos precedentes históricos). De ahí, también, que la crítica a sus interpretaciones históricas apenas les haya hecho nunca mella, para desesperación de quienes han tomado tales interpretaciones por bases de su doctrina, creyendo poder tirar ésta abajo al mostrar sus puntos débiles. La clave radicaba, insistamos, en su proyecto de futuro.
Tales ideas proyectaban sobre el pasado y el presente una mentalidad victimista, arma de doble filo, pues si por una parte fomentaba el rencor hacia los culpables designados de las desdichas reales o imaginarias, por otra generaba amargura y desencanto. Cambó lo observó pronto. Aquellas prédicas eran “una pura exaltación lírica de las virtudes del pueblo catalán y de las glorias de su historia y un desprecio constante del Estado español y de las glorias y virtudes de Castilla. Me di cuenta de que esa propaganda destinada a convencer a los catalanes de sus propios méritos los tenía que llevar, por el contrario, a la convicción de que un hado inexorable los perseguía, y que todas sus empresas, hasta las más justas y mejor preparadas y conducidas, estaban condenadas al fracaso”.
(1)* Véanse estas expresiones de Josep Pla, él mismo muy pratista, refiriéndose al nacionalismo de izquierda: “En este país hay una manera cómoda de llevar una vida suave, tranquila y regalada: consiste en afiliarse al extremismo (…) En todo el mundo, las posiciones extremas de la política se mantienen por la gente más abnegada, más idealista, más romántica. En nuestra casa, el cercado extremista está poblado de escépticos, individualistas, pedantes y despistados”. En otra ocasión escribió: “A muchos catalanes les interesa Cataluña, pero no creen en ella. Les pasa exactamente lo contrario que con la religión y la otra vida: creen en ello, pero no les interesa”. O bien: “El catalán, genéricamente hablando, tiende al estado agradabilísimo de ser víctima”. Sustituyendo “catalán” o “catalanes” por “nacionalistas”, las frases cobran, quizá, más sentido. (Luis Bonada, Diccionari d´idees planianes, en La Vanguardia, 7-3-1997)
(2)* Pero existía una tradición en Vascongadas, una corriente con pretensiones de superioridad. De origen eclesiástico, como expone M. Azurmendi en Y se limpie aquella tierra.
Pío Moa publicará próximamente un nuevo libro, titulado Los nacionalismos catalán y vasco en la historia de España, como adelanto editorial del cual, Libertad Digital ofrece esta semana la duodécima entrega. El libro aparecerá en Ediciones Encuentro, el mismo sello que publicó su trilogía sobre la segunda república y los orígenes de la guerra civil española.
El tono del nacionalismo se manifestaba en editoriales como éste, de La veu de Catalunya del 24 enero de 1898, titulado “¡Pobre Cataluña!”, en que, sacando partido de unas graves inundaciones en Rosellón, Cataluña y Valencia, “como si el cielo quisiera hacer a las tierras de lengua catalana objeto de un castigo terriblemente significativo”, se preguntaba dramáticamente: “¿Qué pecados han cometido los pobres catalanes?”. Pobres no sólo por víctimas de incontables males históricos y ahora de las lluvias, sino porque la prosperidad regional tenía mucho de engañosa: “desde fuera, Cataluña es rica. En Cataluña se trabaja; y de Cataluña van a Madrid riadas de dineros. Pero a quien ve Cataluña por dentro, se le rompe el corazón: los restos que dejan aquí las riadas de dineros que van a Madrid los llenan de lágrimas. ¡Cuántos cientos de propietarios lloran mirando las tierras que no pueden cultivar porque han de enviar a Madrid los escasos medios que podían destinarles! (…) La industria, única cosa por ahora atendida por el gobierno, paga culpas de éste, debiendo arrinconar en los almacenes piezas que antes iban a los mercados de las colonias hoy en rebeldía, y en parte medio estropeadas (…) Mirar al porvenir daría escalofríos si no tuviésemos confianza en que (…) se aclarará el buen sentido y reaccionarán las energías prácticas de la raza”. Cataluña era rica no con España y gracias a ella, sino a pesar de ella.
Pero los catalanes, lamentablemente, no acababan de ver esa obviedad, debido a “las desgracias morales que anulan a nuestro temperamento y nos rebajan ante quien nos observa”. Ahí radicaba el significativo castigo de Dios por los “pecados” de Cataluña, de los cuales “he aquí uno, de los más gruesos: haberse dejado esclavizar la voluntad y desposeer de la administración de los medios de buscar el bien y rehuir el mal”. Si tan insufrible esclavitud fuese abolida, y los catalanes cobraran plena conciencia de su superioridad, como exigían los nacionalistas, males como el de las riadas serían prevenidos o superados fácilmente.
La explicación racial dio mucho juego por aquellos años. Percatados de la superioridad catalana, revelada con claridad en su pujanza económica —a la que los nacionalistas no habían contribuido nada—, debían encontrarle una base material, física, en la raza, según la moda extendida entonces por casi toda Europa.
Desgraciadamente, los catalanes corrientes no difieren en su aspecto físico de los demás españoles, pero ello no fue óbice para persistentes intentos de diferenciación. Así, el doctor Robert, un médico y político que hacia finales del siglo se pasó al nacionalismo, centró sus esfuerzos diferenciadores en la medición de cráneos, encontrando ahí la prueba tangible de la peculiaridad catalana con respecto a “Castilla”. A los sarcasmos que sus hallazgos provocaban en Madrid y en la misma Barcelona, respondía el entusiasta Rovira i Virgili: “El doctor Robert, en su conferencia, se limitó a hacer un estudio rigurosamente científico” Y concluía, muy razonable: “Si en el noreste de la península predomina un tipo craneano diferenciado, los catalanes no vamos a deformarnos el cráneo en aras de la unidad española”. Habría sido el colmo de la complacencia con el centralismo, desde luego. O bien contraatacaba “No se nos tolera a nosotros hablar de raza catalana (nadie se lo impedía) y se celebra mientras tanto (…) esa reciente, artificial y envarada Fiesta de la raza”, en referencia al 12 de octubre, aniversario del descubrimiento de América, conmemoración de la que deseaban desvincular, con gesto despectivo, a los catalanes.
Un personaje típico de la época fue el escritor Pompeu Gener, para quien la raza catalana, “fuerte e inteligente”, había tenido escaso contacto con los musulmanes, siéndole por eso ajena la pereza propia de otras razas peninsulares. Por entonces se divulgaban en los círculos intelectuales españoles las ideas nietzscheanas, que combinaban bastante bien con las racistas. Según Gener, los catalanes superaban al resto de los españoles, pero se sentían inferiores a los europeos del norte, a causa de los siglos de dominación castellana, y también de la actividad comercial, señal de inferioridad heredada de los fenicios y otros semitas, y “así esa función que constituye el fondo del pueblo judaico pasó a constituir el suyo (el catalán). El escaso fondo de semitismo que hubiera en el pueblo catalán triunfó del Ario y se sobrepuso”.
Bajo las exaltaciones, arrebatos e imprecaciones del nacionalismo catalán asoma a menudo una actitud forzada. Exhortaciones como ésta, muy posterior, pueden dar una idea: “Catalán, por mucho que te cueste, algún día tendrás que ser insensible, duro y vengativo. Si no sientes la venganza —la venganza depurada del odio, que restablezca el equilibrio roto—, si no sientes la misión de castigar, estás perdido para siempre. No lo olvides —confían en tu falta de memoria—. No te enternezcas —confían en tu sentimentalismo fácil—. No te apiades —confían en tu compasión ellos, los verdugos.” O bien: “No hay progreso en el derecho si no hay violencia. El derecho de las minorías podrá progresar mientras haya violencia (…) La apelación al sentimiento es inútil: hay que apelar al interés”. Apelaciones que toman un cariz cómico al provenir de un intelectual burgués y en general poco extremista, Joan Estelrich (1)*. Sin embargo sería un error creer que sólo las convicciones sinceras mueven a las personas. A veces lo hacen más todavía las insinceras, por la compulsión de mantener la postura.
Las ideas de Prat dieron al nacionalismo catalán una proyección distinta del vasco, pese a sus similitudes de base. El plan de Arana consistía en el aislamiento para salvaguardar la preciada raza vasca de toda contaminación; el de Prat, en asegurar la soberanía catalana en interacción, o más bien dirección sobre el resto de España, e incluso con proyección ejemplarizante hacia el resto del mundo. En lo sucesivo, el nacionalismo catalán padecería la atracción contradictoria de tres focos de interés: un particularismo catalán, en el fondo separatista; la influencia sobre el conjunto de España; y el expansionismo hacia los que llamaba “países catalanes” (denominación que éstos, es decir, Valencia y Baleares no aceptaban), no estando claro si Cataluña debía limitarse a la región de ese nombre, o debería abarcar a todo el levante peninsular.
En las versiones nacionalistas, la historia de Vasconia y la de Cataluña quedaban en poca cosa, como una especie de oscura e indiferenciada “intrahistoria”, por usar la expresión de Unamuno, una vez marginadas de la historia general de la nación cuya influencia y legado se manifestaba en su expansión cultural por otras veinte naciones, y en su presencia en gran parte del mundo. Al condenar esta realidad, los nacionalistas despojaban a vascos y catalanes de su parte, a cambio de confusas idealizaciones de pasados remotos o de promesas de portentos futuros.
Otra incoherencia chocante de aquellos nacionalismos consistía en que, al exaltar sin límites las virtudes de sus paisanos, llamándoles a rebelarse contra la supuesta sumisión a una “raza” tan netamente inferior como la castellana o la española, los pintaban como efectivamente inferiores, por haber aceptado tan prolongada “esclavitud”. Más deprimente resultaba que, pese a todas las encendidas prédicas y denuncias, los vascos y catalanes persistieran en no percatarse de tan insoportable opresión ni de su propia y completa superioridad sobre los demás españoles, fuera de las rencillas y rivalidades regionales de siempre (2)*.
Irónicamente, las versiones nacionalistas implicaban la descalificación de los vascos y catalanes reales e históricos como traidores o serviles durante generaciones y siglos enteros, como lo bastante estúpidos para no entender la radical oposición de sus esencias e intereses con los intereses y esencias españoles. En verdad, cabría dudar de la posibilidad de regeneración de unas gentes tan largamente complacidas en su propia servidumbre. En todo caso, sacarlos de tales abismos de abyección exigiría auténticos mesías, hombres de una altura ética e intelectual muy fuera de lo común, y una persona escéptica podía albergar alguna duda sobre si Arana, Prat u otros líderes nacionalistas cumplían realmente tal exigencia.
Salta a la vista que, en el fondo, ni Prat ni Arana se apoyaban realmente en una tradición ni en una historia catalana o vasca, tan deleznables desde su propio punto de vista. Su base auténtica consistía en la promesa de un resplandeciente futuro, en que los vascos y catalanes, redimidos por las ideas nacionalistas, y libres de los causantes de sus males, desplegarían unas cualidades fantásticas, (aun si difíciles de creer, vistos los largos precedentes históricos). De ahí, también, que la crítica a sus interpretaciones históricas apenas les haya hecho nunca mella, para desesperación de quienes han tomado tales interpretaciones por bases de su doctrina, creyendo poder tirar ésta abajo al mostrar sus puntos débiles. La clave radicaba, insistamos, en su proyecto de futuro.
Tales ideas proyectaban sobre el pasado y el presente una mentalidad victimista, arma de doble filo, pues si por una parte fomentaba el rencor hacia los culpables designados de las desdichas reales o imaginarias, por otra generaba amargura y desencanto. Cambó lo observó pronto. Aquellas prédicas eran “una pura exaltación lírica de las virtudes del pueblo catalán y de las glorias de su historia y un desprecio constante del Estado español y de las glorias y virtudes de Castilla. Me di cuenta de que esa propaganda destinada a convencer a los catalanes de sus propios méritos los tenía que llevar, por el contrario, a la convicción de que un hado inexorable los perseguía, y que todas sus empresas, hasta las más justas y mejor preparadas y conducidas, estaban condenadas al fracaso”.
(1)* Véanse estas expresiones de Josep Pla, él mismo muy pratista, refiriéndose al nacionalismo de izquierda: “En este país hay una manera cómoda de llevar una vida suave, tranquila y regalada: consiste en afiliarse al extremismo (…) En todo el mundo, las posiciones extremas de la política se mantienen por la gente más abnegada, más idealista, más romántica. En nuestra casa, el cercado extremista está poblado de escépticos, individualistas, pedantes y despistados”. En otra ocasión escribió: “A muchos catalanes les interesa Cataluña, pero no creen en ella. Les pasa exactamente lo contrario que con la religión y la otra vida: creen en ello, pero no les interesa”. O bien: “El catalán, genéricamente hablando, tiende al estado agradabilísimo de ser víctima”. Sustituyendo “catalán” o “catalanes” por “nacionalistas”, las frases cobran, quizá, más sentido. (Luis Bonada, Diccionari d´idees planianes, en La Vanguardia, 7-3-1997)
(2)* Pero existía una tradición en Vascongadas, una corriente con pretensiones de superioridad. De origen eclesiástico, como expone M. Azurmendi en Y se limpie aquella tierra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario