Autor: José Luis Villacañas Berlanga
Universidad de Murcia
Universidad de Murcia
Extraído de Internet
4.- Una
vida plena
¿Tenía razón el rey al idealizar su vida o era mera
propaganda, la proyección de una imagen que venía a cubrir lo que no podía
ignorarse, a saber, que el reino en el momento de la muerte de Jaume estaba en
llamas, que Pere tenía que luchar contra los sarracenos de Montesa, contra los
magistrados valencianos, contra los ricos hombres aragoneses, contra algunos
nobles catalanes, y luego contra los franceses y contra el Papa? Es verdad: el
reino estaba en dificultades a la muerte. Pero eran las dificultades anteriores
a la estabilidad, la víspera de una grandeza que a él más que a nadie era
debida y que sería reconocida por Europa entera. Para comprenderlo sólo debemos
hacernos esta pregunta: ¿qué era esa misma Corona a la muerte de su padre, Pere
II, en Muret? Con franqueza, tras Muret todo era posible, incluso la disolución
de los vínculos de la corona. ¿Acaso habían acudido a la cita contra Simon de
Monfort los nobles aragoneses? Pere entabló batalla aquel día de septiembre de
1213 porque un caballero como él, que había destruido a los benimerines de Las
Navas, no retrocedía ante nada. Pero sabía que estaba solo. Militar arrojado,
hombre gentil, Pere era un gobernante imprevisible y variable que no supo
dominar la situación del Mediodía, ni mantener una política coherente con la
Iglesia, ni embridar el principio de dispersión feudal de los nobles vinculados
a la casa de Barcelona, fueran los tolosanos o los provenzales. Al final de su
carrera veía a su reino feudatario de Roma, sus ricos hombres posesionados de
la administración de las grandes ciudades aragonesas, su fisco arruinado, su
influencia al norte de los Pirineos anulada, sus nobles asentados en el
principio del señorío. Entonces, Aragón fue una Corona por la decisión de un
hombre central en la historia de Europa, Inocencio III. Roma mandó a su legado,
Pedro de Benevento, quien reunió cortes unitarias de catalanes y aragoneses por
primera vez en Lleida, logró paces y treguas en Cataluña, mucho más cohesionada
por obra del prestigio espiritual de Tarragona y de Espàrrec, presionó a Sans
para que abandonara la política de venganza contra Simon de Monfort y retirara
su apoyo a los restos de la herejía cátara, separó al joven Jaume de este tío
abuelo, lo entregó al Temple, de precisa obediencia papal, y garantizó que
Francia no extendería su influencia por la Península ibérica.
Este fue el terreno de juego que se encontró Jaume
cuando obtuvo conciencia de su realeza. Si llegaba a usar su potestas, si quería conseguir una auctoritas, tenía que aceptar aquellas reglas de juego que los
grandes poderes de la época habían diseñado en el momento de la máxima
debilidad de su reino. Pero las reglas en sí mismas no podían ponerse en
cuestión. La decisión por el sur hispano es el resultado de un cristalizado de
fuerzas en el que estaba implicada Europa entera. El rey Jaume lo aceptó como
un hecho inapelable del destino. A fin de cuentas, él era rey por ese mismo
cristalizado de elementos. Así que no podía luchar contra las propias bases de
su poder. Desde entonces resultó muy evidente, al menos para los dirigentes del
reino, que la clave del reinado estaría en la capacidad de impulsar una
expansión política hacia el sur que permitiera neutralizar la hegemonía
castellana. La recuperación del protagonismo en el sur de Francia sólo podría
emprenderse si las espaldas castellanas estaban cubiertas, de uno u otro modo.
Aquí, Jaume lo intentó todo. Primero atraerse la benevolencia de Castilla, que
ya había dado sus frutos en tiempos de Alfons II. Luego, al fracasar su boda
con Leonor, los intentos de reunificar Aragón y Navarra, con su tratado de
mutuo ahijamiento con Sancho el fuerte, el compañero de su padre en la batalla
de Úbeda. Después, los intentos de casarse con la hija de Alfonso IX de León,
exigiendo como dote el reino entero que, así, no habría pasado a Fernando III,
reunificando los dos reinos hispano-occidentales. Ambos intentos eran más bien
extremos y mostraban más una voluntad que un método. En realidad, lo único que
quedaba por ensayar, y lo único que dependía de las propias fuerzas, era la
expansión de conquista sobre los territorios sarracenos del sur, ya incapaces
de oponer una gran resistencia militar.
Sin embargo, sólo un reino unido podría iniciar
aquella ofensiva hacia el sur, capaz de dar a la corona un poder suficiente que
Castilla respetase. ¿Pero era el suyo ese reino unido? Desde luego, no lo era.
La decisión y la ambición de Jaume era, desde luego, aprovechar cualquier base
unitaria para multiplicar esa misma unidad, ampliarla, extenderla. Cuando Jaume
resolvió el problema de Urgell, apenas con veinte años, se encontró al frente
de una mesnada suficiente, con prestigio, en un instante de paz, con una
Cataluña unida. No se ha señalado lo suficiente, pero entre la solución del
primer conflicto de Urgell de su reinado y el inicio de la empresa de Mallorca
apenas pasan unos meses. La inercia del prestigio logrado en Urgell llevó a
confiar en aquel rey que, contra todo pronóstico, se había hecho con la
situación. Las cortes de Barcelona de 1228 lo confirmaron. Desde entonces,
desde la conquista de Mallorca, de Borriana, de Valencia, y al fin la de
Xàtiva, y prácticamente hasta la insurrección de Al-Azrach, en 1253-4, el rey
no se quitaría la espada del cinto. Fueron veinticinco años y en ellos sus
fronteras ya habían alcanzado las líneas previstas en los viejos tratados de
Tudilén y Cazola. La Corona de Aragón quedaba constituida en sus territorios
hispánicos. Y no sólo en ellos. La política de intervención en Sicilia quedó
asegurada, la paz con Francia firme, las relaciones con el Papado asentadas,
las primeras rutas hacia el Este abiertas con la cruzada que el rey impulsó y
que ultimó su hijo Sánchez de Castro.
Cuando vemos la corona a punto de disolverse en Muret,
en manos del principio de dispersión feudal, y la comparamos con esta corona
consolidada, reconocida, respetada en Europa, sin la que Castilla no puede
detener las continuas invasiones benimerines, nos damos cuenta de la obra
ingente de este rey, que en el curso de su vida había constituido un territorio
político de formidables posibilidades. Es verdad que nadie había conocido un
rey de Aragón tan poderoso y esto no podían aceptarlo sin resistencias sus
ricos hombres aragoneses y sus barones catalanes. Pero el principio real no se
imponía con pretensiones informes, desmedidas. Al contrario: se hacía fuerte,
él y sus ciudades aliadas, de la mano de un derecho moderno, racional, capaz de
dar garantías a los procesos y a las magistraturas electivas. Así, el rey
codificó los Fueros de Aragón en 1247, fortaleciendo luego la
impresionante figura del Justicia en las cortes de Ejea, una institución única
en Europa y admirada todavía por Spinoza en el siglo XVII. Así, estableció una
interpretación de los Usatges que
disminuían las pretensiones señoriales de la nobleza, disciplinaban su
inclinación perenne a la violencia y canalizaban su transformación en
administración militar del reino. Igualmente, garantizó fueros anti-señoriales
a los mallorquines, tan avanzados que Álvaro Santamaría ha podido hablar de
ellos como inspirados en un espíritu casi democrático. Por fin, entregó a
Valencia la condición de universitas valentina con fuero
propio, de vigencia territorial y no personal, pactado a perpetuidad entre el
rey y los representantes de sus ciudades mediante un contrato expreso. De esa
manera, garantizó el principio de autonomía de sus territorios, mantuvo una
política de equilibrio entre ellos, impidió que los ricos hombres expandieran
su poder señorial y colonizaran la costa valenciana a la manera del alto
Aragón. Sin duda, eso hubiera sido un desastre político y social. Para detener
estos intereses, ya en ese tiempo representativos de un modelo arcaico de
reino, el rey insistió en mantener Valencia bajo la influencia catalana que,
por lo demás, había sido radicalmente necesaria para su conquista. Pero las
ciudades aragonesas y sus hombres, desde Zaragoza hasta Teruel, pasando por
Daroca y Calatayud, fieles a Jaume en toda situación, siempre gozaron de una
presencia clara en el suelo de Valencia, un territorio en el que se hermanaban
las dos culturas de los territorios de la corona, aunque bajo la hegemonía de
la influencia catalana. Sin embargo, la política del rey era una verdadera
política de corona, no de territorios. La prueba es que tuvo enfrente varias
veces, igual que su hijo Pere el Gran, conjuras conjuntas de la alta
nobleza aragonesa y catalana.
Que la suya era una política consciente, se puede ver
en la famosa conversación con Alfonso X, de regreso de la boda de su hija
Violante con Fernando de la Cerda, en la frontera de Tarazona, en aquella
semana en la que Jaume le dio los famosos siete consejos a su yerno, a los pies
del Moncayo. Que su apuesta por una política de equilibrio y colaboración con
Castilla estaba diseñada desde una clara conciencia de las necesidades
expansivas de su propia corona por el Mediterráneo, se vio claro en el asunto
de Sicilia, en el desafío a la casa de Anjou, contra Francia y contra el Papa.
Esa cooperación, mantenida en la época de Sancho IV, permitió que Pere el
Gran pudiera enfrentarse a la peor constelación de fuerzas políticas
internacionales sin que Castilla pusiera la mano en un solo castillo de
frontera. Al tener las espaldas cubiertas, Pere salió triunfante. En realidad,
con cierto sentido, podemos decir que el sistema de fuerzas y de objetivos
políticos vigente en la época de Jaume-Pere y Sancho IV ya será el constitutivo
de la monarquía hispánica en la época de Fernando II. El caos de la monarquía
castellana impidió avanzar por este camino histórico de manera inmediata,
mientras las casa de Barcelona se ordenaba como un gran monarquía pre-moderna
de fuerte influencia europea. Pero la historia jamás hace su recorrido en vano.
Las sendas perdidas siempre se acaban reencontrando.
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