Por Ricardo García Moya
Las Provincias 23 de Junio de
1996
Hacia 1860, en el romanticismo violetero del Principado sin
príncipe bullía la inquietud filológica en tertulias vespertinas. Entre
sombreros de copa y vapores de absenta, unos señores con perilla de Landrú
soñaban con la Gran Cataluña y un idioma vehicular y literario equiparable al
español; pero la realidad era amarga. Hasta el tabaco que fumaban pregonaba que
la lengua cervantina se oía desde el Caribe a las Marianas.
El seguimiento de polisones no paliaba el desasosiego: Era
insoportable que el erudito Hartzenbusch-
traductor de Schiller y dramaturgo
triunfante con “Los amantes de Teruel”- prologara la reedición de “Orígenes de
la lengua española”, donde el valenciano Mayans y Siscar repetía aquello que
todos los filólogos y universidades del mundo sabían: “el catalán es un dialecto de la lengua lemosina” (Mayans, Orígenes.
Madrid 1873, p.343).
Además, Mayans puntualizaba que “la lengua valenciana es más suave
y agraciada que la catalana”. En el cafetín literario de las Ramblas, carraspeos y toses del coro de
tísicos mostraban enojo por la insistencia de los filólogos en dar más
importancia al idioma vecino. Deseaban un estratega que conquistara lo que
Cataluña jamás tuvo: el Siglo de Oro valenciano, con novelistas y poetas que
superaron el primitivismo del romance jaimino y la dependencia del provenzal o
“lemosino”. Pero, previamente ¿cómo eliminarían la clásica denominación de
“lengua valenciana”?.
El truco lo inventó Manuel
Milá i Fontanals en 1861, el mismo año en que se incendiaba misteriosamente
el Liceo de Barcelona y, al siguiente, volvían a inaugurarlo mucho más lujoso. Milá pensó que la mejor estrategia
consistiría en llamar “dialecto
occidental catalán” al idioma valenciano y a su extensa zona de influencia;
de este modo, los valencianos tendrían que aceptar las normas de Barcelona.
Gracias a su ingenio, el futuro de la Gran Cataluña
(eufemísticamente, Paisos Catalans) estaba surgiendo. No sólo Francia,
Inglaterra e Italia extenderían sus lenguas por Conchinchina, la India y
Eritrea, respectivamente; los catalanes, a partir de 1861, podrían gobernar
culturalmente en el Reino de Valencia (o, mejor aún, le quitarían el título de
Reino e impondrían el de país, como si se tratara de una colonia sin historia).
Todo iba a cambiar. Hasta entonces, los Fontanals, Pitarra y
Vallmitjana sufrían lo indecible cada vez que entraban en la horchatería de las
Ramblas. Bajo luz de gas, el traje regional de las horchateras, así como su exquisita
educación y limpieza, les creaba la sensación de hallarse en la embajada de una
nación superior; pero, desde que Milá y
Fontanals había rebajado a dialecto catalán la lengua que hablaban aquellas
bizarras mozas, era distinto; los valencianos se habían convertido en “valencianets”; pueblo dócil,
culturalmente atrasado y sin normalizar, que habría que apacentar hasta que
aprendieran la lengua culta y barcelonesa de los Pitarra y Milá.
Había nacido la “clasificación
rigurosamente científica del catalán” que ahora en 1996, enseñan a los valencianos
como dogma de fe. Las maquinaciones de Milá pudieron más que las opiniones de
Joanot Martorell o Cervantes. El romántico ideólogo, en un santiamén -mientras
los bacilos de Koch danzaban una polca en los alvéolos de la cupletista- había
ampliado Cataluña hasta la huerta de Orihuela.
Como tenía difícil rebajar el español a dialecto catalán, lo
prohibió en los Juegos Florales de Barcelona. Era un ideólogo bucanero como su
amigo Bofarull, aquel que arrambló
para Barcelona los fondos valencianos del Consejo de Aragón, ciscándose en la
orden real que obligaba a su custodia en Simancas o Valencia. Milá sabía que los catalanes,
anteponiendo lo de “rigurosamente científico”, podían merendarse lo que les
apeteciera de la antigua Corona de Aragón; incluso ¿por qué no llamar al
territorio Corona Catalano-aragonesa?
Milá i Fontanals era capaz de todo para saciar su chauvinismo expansionista. Según
las investigaciones de Jaume Rivera (catalán y filólogo, libre de blaverismo) Milá i Fontanals falsificó el “Curial e Güelfa”, obra que hizo pasar
como medieval para llenar el vacío existente en el mundo literario del ficticio
Principado. Con esta obra, vulgar e inspirada en el Lancelot, quería competir
con el Tirant lo Blanch valenciano.
Milá manejaba literatura medieval como quien lee LAS PROVINCIAS, y podía redactar con modismos
y ortografía del XV. Pero al estudiar la gran crónica catalana o “Libre de feyts d´armes de Catalunya”
-que apestaba a anacronismo de escayola y cartón- no denunció que era otra
falsificación hecha a fines del XVII, pero fechada en 1420.
Milá y Fontanals contaba con la burguesía académica, admiradora del pícaro
romántico que fulminaba la lengua valenciana, rebajándola a “dialecto
occidental catalán”. Además, Milá negaba que el catalán fuera una rama del
lemosín o provenzal; nadie en Francia -embarcados en la aventura colonial- le
iba a protestar. Aquella Oda a la Patria
compuesta por Aribau en 1834, donde
se alababa al llemosí como lengua madre, ya no quitaría el sueño al Principado
sin príncipe.
Resumiendo: todo es “científico” en la normalización, hasta que
descubrimos que los ideólogos falsificaban manuscritos, modificaban títulos e
inventaban otros que favorecían el proyecto que ahora se promociona en los
centros de enseñanza valencianos: la Gran Cataluña. Y ya saben, quien se oponga
a sus propósitos, “bon cop de falç”,
metafórico ahora; en un futuro cercano, ni se sabe.
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