Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
En este momento histórico (1568), y hallándose
vacante el Arzobispado de Valencia, por fallecimiento de don Fernando de
Loaces, el Rey nombró para sustituirle al Obispo de Badajoz, don Juan de
Ribera, alcanzando, poco antes del Papa Pío V, le concediera la dignidad de Patriarca
de Antioquia. Don Juan de Ribera era nacido en Sevilla, en 20 de marzo de 1532,
hijo de don Preafán de Ribera, Virrey de Cataluña y de Nápoles, primer Duque de
Alcalá de los Gazules y de Cañete, 2ª Marqués de Tarifa y 6º Conde de los Molares, fallecido en Valencia el 16
de enero de 1611, fue canonizado por S.S. Juan XXIII en 12 de junio de 1860.
El estado de la diócesis valentina era de verdadera
prueba y para ayudarle y asesorarle en tan difícil trance nombró a Fray Domingo
de Soto y al Doctor D. Gómez de Carvajal. La expulsión que se acababa de llevar
a cabo en Granada era el sentir general de todos los españoles. Pero el
patriarca quiso antes tantear todos los medios que inspira la prudencia y
aconseja un buen propósito para atraer a la religión católica a los que la
escarnecían.
Del fervor y entusiasmo con que se dedicó a esta
evangelizadora tarea, citaremos, como prueba bien elocuente, algunos datos.
Con los Alfaquíes de los moriscos se pasaba horas y
horas para reducirles, exponiendo, incluso, en más de una ocasión su vida con
la esperanza de convertirles. Para la instrucción y educación de los moriscos
no regateaba medios, llegando a fundas, de sus propias rentas, colegios y
asilos; enviones misioneros seculares y regulares, de dos en dos, para
perpetuar su apostolado, en sus forzadas ausencias, entre ellos a San Luis
Bertrán, Beato Gaspar Bono, hermano Francisco del Niño Jesús, y su maestro en
lengua arábiga, P. Jerónimo Mur, S.J. Pero todo en vano. Casi más temían que
luchar estos santos varones con la indiferencia de los señores que con la
supina ignorancia de sus vasallos.
Un nuevo período de tolerancia para con ellos se
inició con la Concordia publicada por Real Cédula de 12 de octubre de 1571, que
se puede calificar como un triunfo de la política morisca, a cambio de 50.000
sueldos valencianos que las aljamas se comprometieron a pagar, todos los años,
para atender a los cuantiosos gastos del Santo Oficio. Mas no correspondieron
el espíritu de benignidad y olvido que informaba dicha Concordia y continuaron
tan díscolos y rebeldes como antes, llegando hasta publicar pasquines
calumniosos y difamadores contra la conducta intachable del Santo Patriarca,
que sufría aquella injusta persecución,
y cuando más arreciaba, “como pastor y prelado de ovejas las más roñosas que en
nuestra España se pueda hallar”.
Sabemos por el testimonio del Santo Ribera que él
mismo intervino de buena fe para que Felipe II se inclinase a aprobar estos
capítulos, cosa que hizo por la real cédula antes citada, iniciándose, con
ello, un paréntesis para la pacífica evangelización de los agarenos.
* * *
Esta actividad subversiva y antipatriótica de los
moriscos obligó al Gobierno a adoptar enérgicas medidas contra ellos, En 28 de
junio de 1575 publicose un bando ordenando, de nuevo, la recogida de armas. Poco después, el
Consejo de Estado, en sesión de 6 de marzo de 1577, aconsejó declarar al país
en estado de guerra, ante los informes del Santo Oficio de Valencia,
reveladores de una nueva conspiración morisca tramada, en connivencia con
Francia y el Gran Turco. La situación llegó a revestir caracteres tan
peligrosos y alarmantes que obligó a que se reuniesen en Lisboa, en 4 de
diciembre de 1581,tres prohombres de Estado, Fray Diego de Chaves, Diego
Vazquez y el Secretaria Delegado, para estudiar y resolver el problema morisco.
En esta importantísima junta se acordó pedir la expulsión de los moriscos,
opinión también compartida por los Inquisidores de Valencia y por el santo dominico valenciano Fray Luis
Bertrán, habiéndose afirmado de él que fue uno de los principales promovedores
de la expulsión, hasta el extremo de haber considerado como patrono de la
misma, al decir de su biógrafo, el padre Vidal Micó.
A esta Junta de Lisboa, siguió otra, no menos
interesante reunión, con idéntico objeto. En Consejo de Estado, celebrado en 19
y 23 de septiembre de 1582, los principales consejeros se pronunciaron,
asimismo, por la expulsión de los moriscos valencianos. Pero,,, aquella
resolución anhelada por el Rey, sus consejeros y la mayoría de los prelados, y
que constituía, también, el deseo de la mayor y más sana parte de la nación, no
había de tener, tampoco, en esta ocasión, adecuado cumplimiento. Graves razones
de Estado, de carácter internacional, lo impidieron. En efecto, cualquier
radical medida que se adoptase contra ellas era, a la sazón, muy peligrosa y el
prudente monarca español hubo que refrenar sus anhelos de expulsión, el
corsario Drake, los protestantes holandeses, Enrique III de Francia, decidida
protector de su hermano, el rey Antonio, en sus pretensiones a la Corona de
Portugal, etc., y ser por ello mas necesarias, aún, en nuestra Patria, las
energías de los moros.
Siguió, pues, a estos severos acuerdos, que, por los
motivos apuntados no llegaron a ser puestos en práctica, un nuevo período de gracia e instrucción de
los moriscos, concedido por Felipe II, en ese mismo año de 1582, atendiendo las
peticiones del Arzobispo Ribera. Y en las Cortes de Monzón, de 1585, también
logró el Santo Patriarca, del Monarca, se respetasen los privilegios de la
nobleza valenciana –a pesar de haberle combatido tanto, en Valencia,
postergados por los señores de otros reinos- y que los moriscos obtuviesen
mayor consideración y tolerancia, a lo que, con la consabida ingratitud, respondieron
con nuevas perfidias y traiciones.
Consecuente con esta trayectoria marcada por las
Cortes de Monzón, nuevamente el rey convocó, en Madrid, el 17 de junio de 1587, otra magna Junta,
bajo la presidencia del Arzobispo de Toledo, Inquisidor Supremo, Cardenal
Quiroga, tras conocer un informe del Patriarca Ribera, de fecha 12 del mismo
mes, en que se mostraba partidario de instruir a los moriscos en la fe
cristiana. El mismo Prelado había presidido, poco antes, en Valencia, otra
junta que adoptó parecidos acuerdos, aconsejando persistir en la instrucción y
misericordia, sin dejar de castigas a los verdaderos culpables. Se redobló, en
consecuencia, y con mayor actividad, la dura y difícil tarea de aquel
apostolado, llegando hasta agotar todos sus recursos y al extremo de vender,
por tercera vez, la vajilla de plata de su palacio. Todo inútil, Felipe II, que
estaba informado de los ímprobos trabajos apostólicos del Santo, le escribió
una carta que decía, entre otras cosas: “He visto que son tales y tantos (los
trabajos), que si en ellos (los moriscos) hubiera buena intención pudieran
estar muy aprovechados; y que teneis introducidas muchas cosas, que si las
estuvieran en las otras Diócesis, fuera más fácil la instrucción y podrán ser
ejemplo para las demás; lo cual se debe a vuestro celo y grande cuidado de
cumplir con vuestra obligación”.
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