Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
Y así llegamos, sin más hechos de interés histórico,
al reinado de Felipe II (1556-1598), tras de haber abdicado en él su achacoso
padre el gobierno de los Países Bajos primero y la Corona de España poco
después.
Parecía, al principio, conociendo las condiciones
del nuevo monarca y su profundo catolicismo del que se constituyó, toda una
vida, en su más denodado defensor, que el problema morisco iba a tocar a su
fin, y sin embargo no fue así. Todo su reinado transcurrió en discusiones,
reconociendo la necesidad de la expulsión para reservarla a su sucesor.
Un edicto de gracias más empezó dictando el 10 de
abril de 1558, para los moriscos de Segovia, Avila, Palencia, Valladolid,
Medina del Campo, Arévalo y Piedrahita, que, durante el plazo señalado
confesasen sus culpas. Pero en la práctica siempre se tropezaba con el mismo
obstáculo: los intereses y resistencia de los nobles.
Siguió la misma política de tolerancia oficial, y
los sucesores de Santo Tomás de Villanueva, en el Arzobispado de Valencia (don
Francisco de Navarra, don Martín de Ayala y don Fernando Loaces) continuaron
esforzándose en vano – enviando predicadores a los pueblos de nuevos
cristianos- por lograr su conversión verdadera. Estos seguían tan moros como
siempre, en secreto, aunque en
apariencia practicaban el culto católico. Pero a pesar de ello, según decía en
canónigo granadino Pedraza, “tenían buenas obras morales, mucha verdad en
tratos y contratos y gran caridad por sus pobres” y eran “todos trabajadores y
poco ociosos”.
No tomó en cuenta el Rey este testimonio favorable y
atendiendo sólo a las acusaciones, mas o menos injustas, que contra los
moriscos se formulaban, dictó, desde 1560 a 1566, una serie de resoluciones y
pragmáticas que los reducían a una situación precaria y ruinosa. Veámoslo. En
las Cortes de Toledo de 1560, Felipe II empezó por acceder a la petición de los
procuradores que solicitaron prohibiera a los moriscos tener esclavos negros de
Guinea, porque éstos les enseñaban las doctrinas de Mahoma y los convertían a
sus costumbres.
Poco después se declaró vigente una Real Cédula de
1533, por la que se les prohibía llevar armas sin autorización, ordenando la
entrega de las mismas en el plazo de 50 días, bajo la pena de seis años de
galeras. Esta prohibición se hizo extensiva a los moros valencianos, a quienes
se desarmó en 8 de febrero de 1563, recogiéndose mas de 25.000 armas. Esto,
unido a un edicto de 1 de enero de 1526, que prohibía, como vimos ya, el uso de
la lengua árabe y las costumbres mahometanas, produjo una gran agitación entre
los moriscos granadinos. “Heridos en todo cuanto el hombre tiene de más caro
–dice Boix- y condenados a la más degradante humillación, veían hollar, a un
tiempo, los recuerdos de su patria y de su culto, su lengua, sus nombres, sus
vestidos, sus usos y toda independencia, aún la del hogar doméstico. Esto era
exigir demasiado”. Se lanzaron, pues,
los moros al campo de las Alpujarras, y el 16 de abril de 1568 sonaba el
toque de rebato de la Alambra, siendo, a fines de dicho año, 182 los lugares sublevados,
tomando por caudillo a don Fernando de Valor, caballero veinticuatro de
Granada, quien cambió el nombre por el de Aben-Humeya. La insurrección fue
vencida por don Juan de Austria, cuando no contaba más de veintidos años de
edad, pero los moriscos ni se convirtieron ni se arrepintieron.
Entonces Felipe II, por real cédula, ordenó que
todos los moriscos del reino de Granada “viniesen tierra adentro para que los
que allí restasen acabaran de reducirse o perderse”. Desparramos por toda
España, siguieron siendo, durante todo el reinado, causa permanente de
disturbios e inquietudes.
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