Autor: José Luis Villacañas Berlanga
Universidad de Murcia
Universidad de Murcia
Extraído de Internet
3.- Humillaciones
iniciales
Pero volvamos a los que le disputaron el trono.
Fernando de Montearagón representó en la infancia del rey, y durante mucho
tiempo dirigió los intereses de la casta de los ricos hombres aragoneses. Sans
representaba la vieja nobleza señorial catalana, repartida en condados que
reconocían el de Barcelona como el primero de ellos, pero poco más. Ninguno de
ellos lo quiso y por eso Inocencio III tuvo que brindarle la protección de sus
templarios en el alto Monzón. Mientras fue niño jamás le fueron leales. Toda la
vida del rey está marcada por esta hostilidad inicial, por esta humillación. El
rey recordará que tras las cortes de Lleida, camino de Monzón, en 1214, no
tenía de qué comer. Todo el patrimonio real estaba incautado, embargado,
perdido. Pero con ser pesada, aquella no fue una humillación tan grande como la
de Zaragoza, donde el joven rey, de apenas catorce años, junto con su primera
esposa, Leonor de Castilla, fue detenido por sus más altos nobles. El joven
matrimonio tuvo que ver cómo los hombres de Ahonés pernoctaban en su misma
estancia. Allí fue sometido a una presión sin límites. Allí les fueron
retirados una vez más sus poderes. Tras aquella humillación, la vida de los
jóvenes se hizo imposible. Leonor avanzó sola hacia Las Huelgas, de donde no
volvería a salir. Jaume fue todavía durante unos años un juguete en manos de
los grandes. Nunca como entonces fue vigente aquella máxima, aquel lamento que
recorre la Edad Media: «¡Ay del reino cuyo rey es un niño!».
Las señales no fueron en todo este tiempo sino
dificultades. Pero estaban allí para que brillara con más fuerza el milagro de
un reinado que, como todo lo propiamente mítico, antes se tuvo que presentar
como improbable. Y así fue. Como Federico II de Sicilia, aquel niño llegó a rey
por la fuerza de su propia conciencia, de su propia convicción, por el
sentimiento íntimo de la realeza que le acompañaba desde el principio. No
faltaron sucesores a aquellos dos grandes nobles, ni fue menor su hostilidad al
rey. De hecho, esa batalla contra la alta nobleza aragonesa y catalana fue
continua a lo largo de su vida. Todas aquellas ingentes dificultades debieron
venirle a la conciencia el día postrero de su entrega de poderes a su hijo
Pere, en Alzira. Los obstáculos habían sido sobrehumanos, pero él los había
vencido todos. Omnis laus in fine canitur, dice el
inicio del Llibre del rey. Y añade: «Y así quiso el señor que se
verificase en nosotros, cumpliéndose lo que dice el apóstol Santiago, para que
hasta el fin de nuestros días se conformasen nuestras obras con nuestra fe».
Era, desde luego, la certeza de un triunfador, de un elegido, de un afortunado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario