JUDÍOS ESPAÑOLES EN LA EDAD MEDIA
LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ
EDICIONES RIALPMADRID 1980
CAPÍTULO X
Preparación del Decreto
No cabe duda de que la idea del
destierro estaba en la mente de los consejeros de Fernando e Isabel, por lo
menos, desde 1483, aunque las dimensiones del mismo no se hubiesen decidido
todavía. Puede existir cierta relación entre la guerra de Granada y la conservación
de los judíos, cuyas aportaciones económicas para ella fueron considerables.
Pero también puede tratarse de una duda -si bastaría la expulsión parcial de
ciertos lugares- que los soberanos lógicamente debieron plantearse ante la
destrucción de una de sus fuentes de ingresos. Las cuentas fiscales que se han
conservado permiten todavía una afirmación: el número de judíos habitantes en
Castilla disminuyó lenta y progresivamente entre 1483 y 1492. Como no se
detectan importantes movimientos de conversión hemos de admitir que la
emigración fue más intensa en estos años. Se comprueba esta idea en algunas
ciudades, en donde el municipio dictó ciertas ordenanzas impidiendo la marcha u
obligando a los que permanecían a asumir la responsabilidad económica de los
ausentes.
Kriegel acepta decididamente la
existencia de dos sectores en la Corte que se disputaban la influencia cerca de
los Reyes y que se combatieron hasta 1492: el primero defendía la conservación
de los judíos -tomando, desde luego, las medidas necesarias para eliminar los
peligros religiosos- y el segundo, protagonizado por la Inquisición, que se
negaba a admitir ningún tipo de solución que no incluyese la prohibición del
judaísmo. Esto parece muy cierto. Pero la solución última, que será la que
acabe imponiéndose, reclamaba en los Reyes Católicos, tan cuidadosos de su
propia imagen, algunas condiciones previas: a) la declaración de delitos, como
la usura y la herejía, que no pudiesen ser castigados de otra manera y que
justificasen, con su maldad, la decisión; b) la concesión de un plazo durante
el cual pudiesen rectificar dicha maldad, convirtiéndose; y c) la libre
disposición, en todo momento, de sus bienes. Estas tres condiciones se
encuentran contempladas en el famoso Decreto.
Curiosamente el aspecto más
injusto de toda esta cuestión, el atentado a la esencia misma del pueblo de
Israel, su fe religiosa, no se tuvo en cuenta. Desde una óptica de máximo
religioso -summum ius, summa iniuria- la fe mosaica era el verdadero mal
que había que estirpar, invitando in extremis a los judíos a salvarse a
sí mismos mediante el reconocimiento de la verdad.
En cambio, en la documentación que
rodea al Decreto y muchos menos en el texto de éste, no existe ninguna
referencia al proceso del llamado Santo Niño de La Guardia (Toledo), a
pesar de que era muy reciente (17 de diciembre de 1490-16 de noviembre de 1491)
y de que, con las declaraciones arrancadas por persuasión o por tortura,
proporcionaba el material idóneo para la difamación de los judíos4.En esta
ocasión los investigadores no se encuentran tan sólo con noticias acerca de dos
crímenes rituales, profanación de la Hostia y asesinato ritual de un niño, sino
con pliegos de papel en que se contienen declaraciones de los acusados, la más
importante de todas la del judío Joseph Franco, vecino de Tembleque. Conviene
advertir que hubo la intención de unir en el delito a judíos y conversos,
cargando la mano en desfavor de éstos, que aparecen como principales culpables.
No me parece relevante hacer aquí el relato detallado del proceso, que Fita ya
estudió hace muchos años. Sí, en cambio, extraer unos pocos rasgos
significativos.
El proceso comenzó en junio de
1490 cuando fue preso en Astorga Benito García, converso de La Guardia, de
quien se dijo que llevaba en su equipaje una Forma ya consagrada. Puede
suponerse, por sus propias declaraciones, que tenía intención de retornar al
judaísmo. Pasaron varios meses antes de que apareciesen otros cargos que
implicaban a dos judíos, el zapatero Joseph Franco y su amigo Mosés Benami, y a
otros seis conversos. Se trataba ahora de los dos crímenes rituales: robo o
compra de una Forma y asesinato de un niño, cuyo nombre no se mencionó jamás,
para someter a su corazón a ritos mágicos. Hay otros dos detalles
significativos. En un determinado momento del proceso, cuando vieron que la
situación se estaba haciendo grave, los dos acusados judíos solicitaron que
interviniese su rabino mayor, Abraham Seneor, pero esto no se produjo e
ignoramos las causas. Por su parte el inquisidor general, Torquemada, que
estuvo minuciosamente informado del proceso, se negó a intervenir en él
alegando sus múltiples ocupaciones. Seguramente lo que importaba a los
promotores del proceso era llegar a un acto público de ejecución, como el que
tuvo lugar en Avila el 16 de noviembre de 1491. Joseph Franco, principal
testigo y hombre bastante simple si juzgamos por sus respuestas, no conoció la
sentencia hasta muy poco antes de ser quemado.
Para una sociedad tan penetrada de
fantásticos temores, tan inclinada a creer en la magia, el final del proceso
parecía poner un sello tangible a los dos crímenes que con tanta insistencia se
atribuyeran a los judíos. Mucha debió de ser la importancia otorgada por la
Inquisición a este proceso cuando se arriesgó a incurrir en el grave defecto de
apoyar la acusación en el testimonio de un judío asustado y torturado, contra
cristianos. No poseemos, sin embargo, ningún dato que permita asegurar que haya
influido en la determinación de los Reyes.
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