Ricardo García Moya
Las Provincias 18 de mayo
de 1992
Todos sabemos que el ser humano, no importa su
formación cultural, puede caer en execrables abismos morales, como el
filólogo ruso que asesinó a más de cincuenta personas. Evidentemente, es un
caso patológico similar al del marqués de Sade, que seducía a sus sirvientas
con el venenoso extracto de cantáridas. No obstante, hay otras maldades –las
lingüísticas- que son más difíciles de descubrir, al ser camufladas bajo el
disfraz de prestigio del autor. El propio Sartre, teórico defensor de las
libertades, no tuvo inconveniente en escribir para los alemanes del III Reich
una obra de teatro, “Bariona”, que denigraba al pueblo judio y fomentaba el
antisemitismo.
Además de literarios inmorales, también hay libros
asesinos, como el códice impregnado de arsénico que recoge Umberto Ecco en “El
nombre de la rosa”, quizás, inspirándose en lo sucedido a Alfonso el Magnánimo
de Valencia, cuando “su mayor enemigo le
envió un libro de Tito Livio. y disuadiéndole los de palacio y los médicos que
le manejase, por la sospecha de que en él venia el veneno” (Mendo, A.: El
príncipe perfecto, Madrid 1656, p. 82). Actualmente, a los valencianos nos
están destruyendo con libros emponzoñados, aunque el veneno empleado no sea
ningún compuesto químico.
Un filólogo puede poseer todos los conocimientos de
su ciencia y, sin embargo, hacer uso tendencioso de la misma. Veamos el caso de
Joan Corominas y su Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico
(DCECH), obra de obligada consulta para cualquier profesional de la
filología. Nadie puede discutir a Corominas su saber lingüístico; sin embargo,
aunque se escandalice la “beatería intelectual”, la finalidad del citado
DCECH fue encumbrar el catalán sobre el castellano y, de paso, fagotizar el
idioma valenciano. Corominas comenzó en 1927 un diccionario etimológico
catalán, pero observó que muchas palabras eran comunes con el castellano y que
gran parte del léxico actual se documentaba por primera vez en el Reino de
Valencia. En 1939, sin aclarar la causa, se decidió a escribir el diccionario
etimológico castellano. ¿Por qué un nacionalista como Corominas –discípulo de
Pompeu Fabra, miembro del “Institut de Estudis Catalans” y defensor de los
Países Catalanes- se olvidó de su proyecto y decidió “dar prioridad” al idioma
enemigo? En 1939, no podía arriesgarse a publicar una obra defensora del imperialismo
catalán; el franquismo estaba en su apogeo y no lo hubiera tolerado. Por
tanto, aprovechando el material léxico recogido, fue gestando su DCECH en el
que introduciría sus anhelos inconfesables. Los cinco tomos de la obra
contienen una sutil exaltación del catalán, pero –y ahí está lo censurable-
devorando el léxico valenciano de los siglos XIV y XV.
La politización del DCECH se evidencia en su
obsesión por ofrecer al lector un concepto del territorio valenciano como
colonia del “Principado”. Para Corominas, “Valencia es tierra catalana” (T.
5.°, p. 261), y, con el salvoconducto que le ofrece este concepto, se
considera autorizado para saquear léxicamente al Reino de Valencia, que él
llama “Pais Valenciano”, aunque a continuación escriba enfáticamente
“Principado de Cataluña” cuando se refiere a su tierra. ¡Vaya científico
imparcial¡ Corominas, en su avaricia léxica, recalca plomizamente el
catalanismo de los vocablos valencianos; aunque respeta la independencia entre
gallego y portugués y la singularidad del aragonés, asturiano y leonés.
Corominas hurta –metafóricamente hablando- los vocablos de origen árabe y
mozárabe que pasaron a través del valenciano a otros idiomas peninsulares.
Así, el vocablo Albufera que deriva “del
árabe buharra, diminutivo de mar, es catalán”. Corominas, al estudiar la
etimología de las lenguas peninsulares, observó que el valenciano aportaba una
gran proporción de voces al catalán y castellano; de ahí su sistemático
expolio a los clásicos como Jaume Roig. También ignora la opinión de los
gramáticos que respetaban el idioma valenciano, como Covarrubias (Tesoro de la
Lengua, año 1611), que reconocía el origen valenciano de palabras castellanas
(p.e., “chuleta” que derivaba del valenciano “chulleta”). Corominas descubrió
que una gran proporción del léxico actual –en gráfica y acepción- no era usado
en 1238, fecha de la conquista de Valencia, cuando existía un koiné lingüística
romance. El léxico valenciano –que eliminó vocablos romances, arcaístimos
latinos y provenzalismos- se formó lentamente en paridad con otros
peninsulares y, por supuesto, no fue Cataluña el lugar privilegiado para que
surgiera una lengua culta –como insiste Corominas-, sino el Reino de Valencia
en su Siglo de Oro; anticipándose también a Castilla, pues incluso en el siglo
XV, el gramático Nebrija se avergonzaba de la rudeza de su lengua. El filólogo
catalán no perdona ni a la típica exclamación ¡che! (considerada todavía
valenciana en la última edición del María Moliner). Corominas sabe que no
tenemos defensa, pues la Universidad está en manos del taciturno Lapiedra y la
Generalidad hace lo que puede para incrementar el catalanismo.
Están jugando con nosotros como hacían con los
soldados heridos de Felipe IV en el siglo XVII: “algunos bárbaros (catalanes)
no querían acabar de matarlos, porque tuviese todavía en qué cebarse el furor
de los que llegaban después” (Melo, M.: Guerra de Cataluña, año 1641, p. 274).
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