viernes, 30 de diciembre de 2016

ORIGENES DEL REINO DE VALENCIA



Antonio Ubieto Arteta
La Edad Media fue, en su momento, el nacimiento de la Civilización Occidental, al menos para nuestro ámbito europeo, pero hoy en día protagoniza con sorprendente fuerza los argumentos más habituales que sirven de base a las posturas nacionalistas. Que esta referencia se produjese ampliamente durante el siglo pasado, en pleno Romanticismo, y sobre todo en el romanticismo tardío de finales de siglo, es comprensible: la descomposición del mapa de Europa con el retroceso del Imperio Otomano y la pérdida del concepto de ''reino'' como aglutinante de elementos heterogéneos permitieron que algunos intelectuales volvieran al Medievo para extraer de ese tiempo las bases que justificasen sus particularismos políticos. Estos intelectuales, por lo general, lejos de seguir criterios rigurosos como los de sus homólogos del siglo XVIII, se esfuerzan en dar legitimidad histórica a leyendas y mitos; sitúan el origen de sus pueblos sobre fundamentos casi místicos, de fe, más que sobre realidades comprobadas. No es de extrañar, pues muchos de ellos son hombres de iglesia, eruditos desligados de la trayectoria ilustrada. Por otro lado el siglo XIX es el gran siglo de la filología, y debemos congratularnos de vivir ahora de la genial intuición que llevó a muchos lingüistas a establecer pautas válidas en la historia de los idiomas; pero lo que fue un gran avance en ese espacio concreto se convirtió en algo menos positivo cuando los filólogos, solos en un campo de investigación inmenso, penetraron en el terreno de la historia general y se autoproclamaron sus máximas autoridades; como ejemplo de lo peligroso de tal confusión podemos resanar el paso de conceptos puramente lingüísticos como ''indoeuropeo'', ''semita'' o ''camita'' a conceptos antropológicos y étnicos, raíz de lo que hoy llamamos pureza étnica, y, a veces, se denomina racismo. Que se admitan paralelismos evidentes entre lo lingüístico y lo étnico no debe llevarnos a entender el fenómeno idiomático como el fundamento explicativo de la identidades históricas pasadas y, menos aún, a establecerlas en el presente.

En lo que se refiere a la historia de España todo el mundo sabe que fue Ramón Menéndez Pidal, filólogo ante todo, el investigador que creó toda una interpretación de la Edad Media, con destacada tendencia a poner en práctica una óptica nacionalista castellana que no oscurece su enorme aportación, pues sin él el camino a recorrer hubiese sido mucho más largo. Su impulso llevó a otros investigadores a participar en el reencuentro con nuestro pasado medieval, ya desde perspectivas más amplias desde el punto de vista histórico, o, al menos, tomando referencias distintas pero de gran peso, como es el caso de Hinojosa y, sobre todo, de Claudio Sánchez Albornoz. La famosa polémica posterior entre éste y Américo Castro, seguidor de Menéndez Pidal, no es otra cosa que el choque entre las conclusiones de un historiador integral y un historiador de la cultura proveniente del campo filológico, y es evidente que no hay combate serio entre quien observa el pasado como un todo interrrelacionado (especialmente con ''el pasado del pasado'' y quien corta, prescindiendo del continuo devenir de la historia humana, y aísla una época como espontánea generadora del futuro. Mucho le costó, sin embargo, a Sánchez Albornoz mantener sus tesis, incluso entre los historiadores, ante la brillantez y el oportunismo ideológico de su objetor, y aún hoy se prefiere una recreación de la Edad Media como encuentro fértil de culturas, génesis de nuestra identidad actual, que por el contrario una etapa no más decisiva que otras anteriores o posteriores, y que, a mayor abundamiento, se canceló con la desaparición física y cultural de dos de sus tres ingredientes (musulmanes y judíos). Cualquier referencia presente a nuestras raíces islámico-hebreas es ridícula y sólo tiene justificación como propaganda de Estado.
En Valencia el problema es mucho mayor. Ha habido filólogos de uno y otro signo que desde el siglo pasado han dado interpretaciones varias del origen de la lengua, o de las lenguas, y hasta del origen del reino y de la personalidad valenciana; pero no ha habido ni un solo historiador que haya realizado la lenta labor de dar respuestas, documentos en mano, a las cuestiones planteadas. Por ello han sido los filólogos - muchos de ellos, además, aficionados - los que han invadido el campo de Clío y se han autorizado a sí mismos a dictaminar sobre todos estos temas. La bibliografía, en este punto, reúne obras de Sanchis Guarner, Fuster y pocos más, del mismo modo que si a nivel peninsular se aceptara como máximos exponentes de la historia medieval a Lapesa, Alarcos o Carreter.

Una pura casualidad hizo que, a principios de los años sesenta llegara a Valencia como catedrático de historia medieval el aragonés Antonio Ubieto. Este venía precedido de justa fama tanto por sus investigaciones, extraordinariamente críticas, acerca del pasado de Navarra y Aragón, como por su polémica con Menéndez Pidal sobre la autoría y cronología del Poema de Mío Cid. Era, con Lacarra, el único medievalista conocido a nivel internacional. Y al llegar a Valencia se encuentra con que no hay nada sólido de lo que partir para contribuir al conocimiento de la Edad Media valenciana. Sólo hay dos grupos de publicistas: uno que se apoya en historiadores locales del siglo XVI y XVII (Beuter, Escolano, Viciana) bastante propensos a emular a Herodoto o a Tito Livio en lo menos laudable de éstos; y otro que sigue presupuestos político-filológicos, en la cresta de la ola por su homologación antifranquista.

Una especie de ''santa indignación'' sacudió al tenaz aragonés, que se puso a bucear en archivos y a formar un grupo de investigadores que pudieran acompañarle en la aventura. Así, fue publicando, en su propia y pobre editorial, los resultados de sus pesquisas, con honradez suficiente como para reconocer errores, fruto de la excesiva rapidez que quiso darle a su trabajo. Quienes fueron sus alumnos pronto se contagiaron de sus técnicas de investigación, de su obsesión por la exactitud cronológica y la exégesis rigurosa de cualquier texto; su mismo lenguaje oral tenía la precisión cortante de sus artículos; era, en definitiva, un gran ''desfacedor de entuertos'' históricos desde su enfática labor heurística.

Por desgracia, la síntesis, la claridad de exposición, el lenguaje de la interpretación brillante le estaban vedados. Es muy probable que, de haber tenido las cualidades de un Reglá, cuya habilidad para las visiones de conjunto era pasmosa, su impacto hubiera sido tremendo, pues es lo que le pide el profano al historiador y finalmente hubiera obtenido el reconocimiento general y su labor hubiera fructificado, aunque tenía enfrente a un verdadero ejército dispuesto a luchar a muerte por defender tesis contrarias.

La obra de la que nos ocupamos ahora, ''Orígenes del reino de Valencia'', adolece por ello de tener una estructura fragmentada, pues se trata de la yuxtaposición de estudios parciales, y a veces es reiterativa, como consecuencia de replanteamientos obligados por los nuevos documentos encontrados. Para un lector medio no es, desde luego, recomendable, pero para un historiador es imprescindible, más que por sus conclusiones por sus enfoques. Después de leerlo no se puede hablar ya en serio de un nacimiento de la personalidad valenciana en el siglo XIII sin lazos con períodos anteriores (como tampoco sucede en ninguna otra parte, salvo en los Estados Unidos), ni se puede afirmar que hay una sustitución demográfica con preeminencia catalana, ni se puede establecer el origen catalán o aragonés de los romances hablados en Valencia.

No hay mejor prueba de lo antedicho que la forma en que Ubieto y sus colaboradores abordan el análisis del llamado (aunque escrito en latín) ''Llibre del Repartiment''. Frente a la tesis de Bofarull (publicista catalán de mediados del siglo XIX que editó por primera vez el libro), según la cual el registro notarial distingue a una mayoría de inmigrantes catalanes que ocuparon los bienes ofrecidos por el rey y cuyos nombres permanecen sin ninguna marca, de una minoría de inmigrantes de otras procedencias (especialmente aragoneses y navarros) con muchos de sus nombres tachados lo que evidenciaría que no llegaran a tomar posesión de sus tierras o casas en gran parte, Ubieto opina que, por el contrario, son los nombres tachados en aspa los que corresponden a quienes realmente se convirtieron en vecinos de Valencia y recibieron los correspondientes títulos de propiedad después de la conquista y ocupación de la ciudad y territorios dependientes, mientras que el resto quedaría sin confirmar, y entre ellos muchos correspondían a personas registradas mucho antes del asedio y que no tomaron parte en él. Además, Ubieto no se conforma con este argumento, sino que recurre a los libros de avecinamiento para comprobar, a cierta distancia temporal, que existe una estrecha relación entre los nombres tachados (pero legibles) y los habitantes posteriores.

Esa técnica de comprobación de fuentes, tan habitual hoy en el periodismo de investigación, le lleva a Ubieto a procurar, siempre que le es posible, apoyar sus razones en más de un documento, y aún así, a veces, duda de la contundencia de sus conclusiones y las deja abiertas a posibles reinterpretaciones en función de nuevas fuentes más fiables.

También aquí es un esforzado perseguidor de mitos. Demuestra lo absurdo de la leyenda sobre la llegada de trescientas mujeres de Lérida, leyenda fabricada por los mismos eruditos que acostumbraban a presentar etimologías pueriles de nombres de ciudades (Leyda: ''Da ley''; Barbastro: ''astro con barba''...); niega el vacío demográfico (sólo aludido por la Crónica de Jaime I, donde se supone un éxodo de 50.000 personas días antes de la toma de la ciudad, cifra a todas luces fabulosa y en discordancia con la población real, inferior, y con los pactos suscritos antes con el rey moro Zayyan); establece en un 5 % la aportación de inmigrantes (con los cuales y con cuya evolución vegetativa no se explica la población de 1340, previa a la Peste Negra); considera como grupo inmigrante mayoritario a los navarros, luego a los aragoneses y, por último, a los catalanes, dando mucha mayor importancia a la inmigración interna del reino, como también sucedió - y nadie lo pone en duda - tras la expulsión de los moriscos en 1609.

El desinterés catalán por la reconquista de Valencia se evidencia por los resultados de los llamamientos del rey para las sucesivas expediciones, pero tiene una justificación: los catalanes no podían ver a Valencia como una prolongación de su propio territorio porque hasta el siglo XIV las tierras al sur del Ebro (desde Gandesa a Amposta) formaron parte del reino de Aragón, no del condado de Barcelona ni de ningún otro condado catalán. Por otro lado fueron los díscolos nobles aragoneses, tales como Pedro de Azagra o Blasco de Aragón, quienes con sus iniciativas personales comenzaron a señorear parte del territorio valenciano y el rey, inquieto por esta tendencia particularista, asumiría el proyecto muy tardíamente

Si hay un argumento generalizado y aceptado sin discusión como lapidario para justificar el dualismo lingüístico de Valencia es el que basa la distribución idiomática en función de la ''nacionalidad'' del conquistador: así, donde la reconquista la llevó a cabo un aragonés éste impondría la lengua y el derecho propios, y lo mismo sucedería en el caso de tratarse de un catalán. Pues bien, los datos aportados por los documentos, y hasta la misma Crónica, tan manipulada un siglo después, dan un mapa que, superpuesto al que corresponde a la división lingüística posterior no coincide en absoluto, con casos tan espectaculares como Burriana y Morella, repobladas a fuero de Aragón.

Tampoco Ubieto asume un argumento contrario a las tesis catalanistas según el cual habría en Valencia una fuerte minoría mozárabe que ya habría diversificado sus variantes romances y que, al permanecer tras la conquista, sería la verdadera causante del mapa lingüístico. El análisis de las fuentes le lleva a afirmar que la minoría había prácticamente desaparecido tras la presencia almorávide y aunque existían lugares de culto cristiano (como la iglesia de San Vicente), no tenían sino un valor a lo sumo testimonial.

Pero como Ubieto niega la procedencia foránea de los romances valencianos, sólo queda una posibilidad que justifique la persistencia de éstos: que fuesen creados y hablados por la misma población musulmana. Este razonamiento deshace otro tópico muy arraigado, la correspondencia que se suele establecer entre raza, lengua y religión; según esto, la llegada de los musulmanes a Valencia en el siglo VIII significaría también una sustitución étnica y lingüística con gentes de procedencia asiática o africana, como si la conversión cristiana en el siglo III hubiera traído consigo un predominio aplastante de judíos o la desaparición de los habitantes anteriores. Está claro para el autor que hay continuidad étnica en Valencia desde la Prehistoria hasta ahora, que hay la apropiación de una lengua importada cuando por razones de prestigio o de uso parece más útil, y que el casi total trasvase religioso a partir del siglo VIII (de cristianos a muladíes) se debe a razones económicas, y, sobre todo, tributarias. Durante la época musulmana habría un plurilingüismo donde coexistirían el árabe oficial (como en la España cristiana el latín cancilleresco y de la minoría culta), el bereber de los moros y las lenguas romances, que serían incluso las únicas conocidas por gran parte de la población muladí (como se ve en el caso del Libro de los Jueces de Córdoba). Ni los nombres propios ni los topónimos arabizados pueden invalidar esta realidad y con más motivo cuando existen múltiples ejemplos de pervivencia de topónimos premusulmanes (Valencia, Torrente, Morella, Poliñá...) o de nombres propios solo arabizados aparentemente (Lope ben Mardanix: Lope Martínez, el famoso rey Lobo de Valencia y Murcia).

Por desgracia, la salida precipitada de Ubieto de Valencia por motivos execrables (se propiciaba su asesinato en pintadas) y su muerte en plena madurez creativa ha roto la continuidad en la labor por él emprendida. Sus discípulos han tenido que buscar otros lugares para proseguir su magisterio o se han visto marginados, ridiculizados y señalados como réprobos no tanto por los historiadores como por los ideólogos, hoy convertidos en pontífices del pasado. Pocas veces las funciones del historiador se han visto usurpadas de un modo más innoble y absurdo, y parece que el futuro no se presenta con mejor aspecto. Alguien dijo que la historia hay que reescribirla constantemente, pues tiene que responder a las preguntas que cada generación le hace al pasado. En este caso, a pesar de los esfuerzos de Ubieto, la historia se inventa, y para que conste que no hay el menor intento de justificar tal impostura, se sigue considerando la investigación puramente histórica como superflua y peligrosa y se reviste con la autoridad de un Aristarco a ''dilettantes'' venidos de los prestigiosos campos del cine, la poesía o el periodismo.


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