lunes, 17 de mayo de 2010

LA MARCA HISPANICA (X)


LA MARCA HISPÁNICA Y LOS CONDADOS CATALANES.


II.l. La intervención carolingia.
El surgimiento de los primeros núcleos de resistencia cristianos al emirato cordobés en la zona pirenaica -reino vasco de Pamplona, condados del Pirineo central (Aragón, Sobrarbe y Ribagorza) y catalán- ofrece graves problemas para su análisis. En ellos aparece del todo imposible la fijación de una línea de evolución unitaria. A grandes rasgos podemos decir que su nacimiento es bastante más tardío que el cántabro-astur; en todo caso, nunca anterior a los últimos decenios del siglo VIII. Los estudios de ABADAL y LACARRA, fundamentalmente, han puesto de manifiesto que, para un correcto análisis de esta amplia problemática, se necesita tener muy en cuenta tres factores o series de hechos: 1, la modalidad de la ocupación musulmana de las varias zonas pirenaicas; 2, la estructura sociopolítica y económica de los valles pirenaicos y su relación con la de las tierras llanas del Ebro, y 3, las relaciones de los gobernadores islámicos del valle del Ebro y Cataluña con los emires cordobeses y con la aristocracia local de los altos valles pirenaicos, y de ambos con la corte carolingia, esta última en un claro proceso de expansión meridional.
La conquista musulmana, tras algunos años de forcejeo, debió de lograr un cierto dominio de las zonas pirenaicas, salvo posiblemente la región navarra situada al norte de Pamplona. Ahora bien, en estos territorios los musulmanes debieron de contentarse con lograr la sumisión de los principales miembros de la aristocracia local -algunos de los cuales, como el conde visigodo Casio de Borja, llegarían incluso a abrazar la nueva religión- y situar guarniciones militares en las principales ciudades, como Pamplona, Zaragoza, Huesca, Lérida, Barcelona, Gerona, y en las numerosas fortalezas situadas en los pasos de los Pirineos orientales. Es decir, la conquista musulmana no habría significado ni el trasvase de masas de población foránea ni la destrucción de la aristocracia fundiaria allí preexistente. Con relación a los altos valles pirenaicos, donde no existían núcleos urbanos, los gobernadores islámicos se contentaron con ocupar algunos lugares de particular interés estratégico y obtener la entrega anual de tributos; cosa que se canalizaría, a ciencia cierta, a través de la aristocracia indígena. Por otro lado, la estructura socioeconómica y cultural debía de variar bastante entre la propia de los altos valles y la de la zona llana pirenaica, e incluso entre las más particulares y distintas de los primeros. En las zonas más llanas, junto con la vida urbana se había desarrollado también la gran propiedad agraria trabajada por campesinos dependientes; además, la romanización cultural y cristianización era prácticamente total. Incluso en las zonas media y baja de la actual navarra, CARO BAROJA ha podido distinguir en base a la toponimia lo muy extendido de la mediana y gran propiedad fundiaria de tipo romano.
La situación en los valles pirenaicos debía ser muy distinta. Aquí, la propia geografía había facilitado la existencia de una pequeña y mediana propiedad libre preponderante, lo que no evitaba que en valles relativamente abiertos, situados al sur del Sobrarbe y Ribagorza, existiesen ya en el siglo VI muestras de la gran propiedad trabajada por campesinos dependientes. En las zonas más agrestes podían aún conservarse restos gentilicios en lo relativo a la organización social y política; la existencia de la familia extensa o linaje con lazos vinculativos especialmente relacionados con la propiedad fundiaria. Incluso podían subsistir resistencias a la romanización lingüística y a la cristianización, aún muy fuertes. Estos hechos habría que situarlos principalmente en las zonas occidentales en la alta Navarra actual y en Guipúzcoa, zonas que ya vimos que habían llevado una vida al margen, e incluso de oposición, al Estado visigodo de Toledo. Al realizarse la conquista musulmana era, pues, natural que la tradicional oposición socioeconómica y cultural entre el llano y la montaña se tradujese de inmediato en una diversa postura a adoptar frente al Estado cordobés; máxime si se piensa en la tradicional y secular autonomía y rebeldía de las poblaciones vasconas. Así, con anterioridad a la expedición de Carlomagno tenemos noticias de algunos focos de resistencia armada al gobierno cordobés en la zona pirenaica.
Pero el panorama antes descrito iba a sufrir un giro decisivo a partir de la gran expedición de Carlomagno a la península Ibérica. Los reinados de Carlos Martel y Pipino el Breve se habían caracterizado por el avance del dominio franco en la zona del mediodía de la Galia, cosa que aparecía como de todo punto necesaria para asegurar en el futuro al corazón del reino de posibles penetraciones del Islam. Pipino el Breve había encontrado dificultades en su expansión por el reino de Aquitania y en Provenza, que sólo fueron ocupadas en los años 759 (Provenza) y 760-768 (Aquitania). Las poblaciones de una y otra comarca no aceptaron de buen grado el dominio franco, y su proximidad a los dominios musulmanes y a las tribus independientes de los Pirineos supuso siempre un peligro que Carlomagno se apresuró a conjurar llevando su acción más hacia el sur. Las campañas del 778, terminadas con la derrota de Roncesvalles cantada en la Chanson de Roland, son un claro intento de someter a los vascones de Pamplona, y serán éstos los que ataquen la retaguardia franca y consigan alejar a los carolingios de los Pirineos orientales durante 30 años. Unidos a los Banu Qasi del Ebro, los pamploneses mantienen su independencia frente a Córdoba y Aquisgrán, frente a musulmanes y carolingios, hasta que Amrús, valí de Huesca, pone fin a la revuelta muladí en el 806. Pamplona, aislada, acepta la presencia franca para protegerse de los ataques cordobeses, pero sólo hasta que sus aliados naturales, los banu Qasi, logran sacudirse la tutela omeya y ayudan a los pamploneses a expulsar a los condes francos en el año 824.
La desastrosa campaña del 778 tuvo una compensación en los movimientos anticordobeses iniciados en Gerona y Urgel-Cerdaña, cuyos habitantes buscaron la alianza con los francos contra los musulmanes y aceptaron la autoridad carolingia en el 785. Si Abd al-Rahman I, ocupado en pacificar sus dominios, no pudo intervenir, su hijo Hisham I recuperó las comarcas sublevadas y saqueó los territorios francos entre Narbona y Toulouse. El peligro musulmán era demasiado grave y Carlomagno presionó militarmente sobre Urgel, donde la presencia militar carolingia fue acompañada de la renovación eclesiástica tras la deposición y condena del adopcionista Félix de Urgel en el año 798.
Simultáneamente a los avances sobre Urgel, los carolingios ocupan Aragón, Pallars-Ribagorza, Vic, Cardona y Pamplona, y, controlada la barrera pirenaica, Carlomagno intenta dominar las ciudades de Huesca, Lérida, Barcelona y Tortosa como medio de mantener sus conquistas, pero fracasó en todas las expediciones excepto en la dirigida contra Barcelona, ciudad que fue ocupada en el 801. El gobierno de los nuevos dominios carolingios fue confiado a personajes francos o a hispanovisigodos refugiados en las tierras carolingias: el gascón Velasco en Navarra, los francos Aureolo en Aragón y Guillermo en Pallars-Ribagorza, los hispanos Borrell en Urgel-Cerdaña y Bera en Barcelona..., que no tardarán en sublevarse contra los carolingios, aceptados para liberarse de los musulmanes.
II.2. La Marca Hispánica.
El uso de la expresión marca hispánica por los textos del siglo IX y la posterior unión política de los condados de la zona catalana ha llevado a los historiadores a creer que las tierras catalanas controladas por los carolingios habían sido agrupadas en una entidad administrativa y militar con mando único, que sería el precedente de Cataluña. Esta marca (frontera) en sus orígenes habría incluido las regiones de Toulouse, Septimania y la actual Cataluña; se habría fragmentado en dos hacia el 817 con motivo de la división del Imperio realizada por Luis el Piadoso: al oeste habría quedado la marca tolosana (Toulouse, Carcasona y Pallars-Ribagorza) y al este la marca Gótico-Hispánica que comprendería Urgel-Cerdaña, Gerona, Barcelona, Narbona, Rosellón y Ampurias. Esta marca habría sobrevivido hasta el año 865, fecha en la que los condados de Narbona y Rosellón formarían la marca Gótica y los demás, los condados situados al sur de los Pirineos, integrarían la Marca Hispánica propiamente dicha con lo que, de alguna forma, podría decirse que las tierras catalanas estuvieron unidas, tendrían unidad desde el siglo IX.
Frente a estas teorías, desarrolladas durante la revuelta catalana de 1640, los estudios de RAMON DE ABADAL han probado que marca hispánica sirve a los cronistas para designar una parte de los dominios carolingios, tiene un valor geográfico y no responde a una división administrativo-militar del imperio dirigida por un jefe único; la marca o el regnum hispanicum está dividida en condados no vinculados entre sí; cuando una misma persona se halla al frente de varios condados recibe el título de duque o de marqués, que realzan su poder, pero estos condados pueden ser divididos por el monarca y de hecho se disgregan y reagrupan continuamente de acuerdo con la voluntad del rey. Como norma general, cada condado tiene su conde y cada conde ejerce su autoridad sobre un solo condado, pero de esta norma se exceptúan pronto los condados sitos en zonas de peligro, donde para lograr una mayor coordinación en la defensa del territorio se acumulan, como sucederá en Castilla, los condados en una misma persona: en el 812, Bera es conde de Barcelona, y Gerona está regida por Odilón, y tres años más tarde, como consecuencia de un ataque musulmán, Barcelona y Gerona se unen en manos de Bera....
La historia política de los condados catalanes durante el siglo IX resulta ininteligible si se ignora la historia del Imperio carolingio y si no se tiene en cuenta que dentro del Imperio cada conde, tanto hispano como franco, aspira a convertir en hereditario su cargo y las posesiones recibidas en él. Teóricamente, el emperador encarna toda la autoridad y todo el poder, gobierna por medio de asambleas anuales, a través de los administradores locales -los condes- y por mediación de los missi o delegados del rey con funciones de inspección. El centro de esta organización es el conde, al que se confía la administración, la justicia, la política interior y, en caso necesario, la defensa militar del territorio; su autoridad es prácticamente absoluta, pero es delegada, depende de la voluntad del monarca y en última instancia del poder que éste tenga.
Las guerras civiles provocadas al dividir Luis el Piadoso el reino entre sus hijos obligan a los condes a tomar partido y, de acuerdo con las alternativas de la guerra, consolidan o pierden sus cargos. Al mismo tiempo, cada candidato al trono se ve forzado a hacer concesiones a sus partidarios con lo que la monarquía, sea quien sea el triunfador, sale debilitada de la lucha y no puede evitar la formación de clanes y partidos cuya fuerza puede ser superior a la de los condes oficialmente nombrados por el vencedor. En este contexto cabe interpretar la sustitución, el año 820, del hispanogodo Bera por el franco Rampón y el nombramiento posterior de Bernardo de Septimania (826-844); los condes francos, altos personajes de la corte carolingia, tienen una misión política muy concreta: poner fin a los afanes independentistas del conde de Barcelona-Gerona y de sus seguidores, que llegan a aliarse a los musulmanes contra los carolingios, sin que por ello pueda hablarse de independencia catalana sino de independencia del conde. Sometidos los rebeldes, Bernardo de Septimania recibe, en pago de sus servicios o para facilitar la defensa del territorio, el condado de Narbona y desde sus condados tomará partido contra el emperador al producirse la división del Imperio por Luis el Piadoso entre sus hijos Pipino, Luis el Joven y Carlos el Calvo. Vencidos, Bernardo y su hermano Gaucelmo, conde de Rosellón y Ampurias, perdieron sus condados a favor de Berenguer, conde de Pallars-Ribagorza y Toulouse. El nuevo conde no pudo mantener tan extensos dominios; el emperador premiaba a otro de sus fieles, Suñer, con el nombramiento de conde de Rosellón y Ampurias, y Bernardo de Septimania recuperaba los condados cedidos a Berenguer y unía a ellos el de Carcasona.
Muerto Luis el Piadoso (840), Bernardo de Septimania apoyó a Luis el Joven contra sus hermanos Lotario y Carlos y con su apoyo perdió el condado al firmarse el Tratado de Verdún (843), por el que las tierras catalanas eran concedidas a Carlos el Calvo y, por delegación, a uno de sus fieles, a Sunifredo, conde de Urgel-Cerdaña y hermano de Suñer de Ampurias y Rosellón, que mantendrán su fuerza aunque los avatares políticos les hagan perder los condados. En la segunda mitad del siglo sus descendientes Vifredo, Mirón y Suñer II serán condes de Urgel-Barcelona-Gerona y Besalú, Rosellón y Ampurias. Con ellos se inicia la dinastía catalana que perdura hasta 1410.
La tendencia a la hereditariedad de los cargos, visible en los intentos de los hijos de Bera y de Bernardo de Septimania de recuperar las funciones paternas, se observa igualmente en la política de los monarcas carolingios, que nombran condes a los hijos de Sunifredo y Suñer treinta años después de la muerte de éstos, quizá porque la función condal lleva consigo una serie de privilegios que no se extinguen con la deposición de los titulares, elegidos entre los grandes propietarios cuya riqueza y poder heredan sus descendientes. Para combatir a los rebeldes, el rey está forzado a basarse en las grandes familias, en las dinastías condales con lo que, indirectamente, contribuye a acentuar el carácter hereditario del cargo condal, tendencia que cristaliza a la muerte de Carlos el Calvo (877), al sucederse al frente del reino en un período de once años tres monarcas, ninguno de los cuales es capaz de hacer frente al peligro normando ni a los ataques musulmanes y, en consecuencia, los condes se ven obligados a actuar por su cuenta, a defender el territorio sin contar con el poder central. Uno de estos condes, Eudes, será elegido rey el año 888, y la ruptura de la continuidad dinástica proporcionará a los condes carolingios, a los catalanes entre ellos, el pretexto necesario para afianzar la independencia. El Imperio carolingio ha desaparecido, es sólo un recuerdo al que se refieren los antiguos súbditos fechando los documentos por los años del reinado del monarca franco al que, por lo demás, ignoran.
La independencia se manifiesta en el reparto y distribución de los condados entre los hijos del conde; los condados no son ya bienes públicos sino propiedad del conde que, del mismo modo que distribuye sus tierras personales, reparte los condados entre sus hijos y llega, si es preciso, a crear nuevos condados o a confiar el gobierno a varios de sus hijos conjuntamente: Vifredo, el primer conde catalán independiente muerto el año 897, dejará a su hijo Sunifredo el condado de Urgel, a Miró II los de Cerdaña y Besalú, a Vifredo Borrell y Suñer, conjuntamente, los de Barcelona-Gerona-Vic, que se mantendrán unidos y serán el núcleo de la futura Cataluña.
Como hemos podido observar, paralelamente a esta confusa evolución de los acontecimientos políticos se iría también desarrollando una ordenación del territorio en condados con límites bastante precisos que, a su vez, tenderían a agruparse en tres grandes núcleos en base a criterios de orden fundamentalmente geográficos: 1, zona pirenaica con los condados de Pallars-Ribagorza y Urgel-Cerdaña; 2, zona marítima centrada en torno a los condados de Ampurias y Rosellón, y 3, zona fronteriza centrada en torno al condado de Barcelona. En esta organización, en la que la unidad básica es el condado -susceptible en teoría de uniones personales diferentes-, no se puede en absoluto hablar, como ya ha sido indicado, de una única entidad administrativo-militar con un jefe único, pero, por otro lado, también es cierto que el carácter más fronterizo y necesitado de defensas mayores de tipo artificial y humano del condado de Barcelona, hacía a su titular ocupar con frecuencia una posición de preeminencia sobre el resto de los condados carolingios de la región.
La independencia política es insuficiente si no va acompañada del control de los eclesiásticos, y los reyes carolingios dieron el ejemplo al sustituir al clero adopcionista por el franco e imponer en los monasterios de obediencia visigoda la regla benedictina; los condes catalanes intentarán, a su vez, tener el control de los eclesiásticos de su territorio sustrayéndolos a la autoridad eclesiástica franca y procurando evitar que obispos dependientes de otro conde tengan autoridad en sus dominios. El primer intento de independizarse eclesiásticamente tiene lugar el año 888 con la creación de un arzobispado en Urgel, del que dependerían las diócesis de Barcelona, Gerona, Vic y Pallars. Esta primera tentativa fracasa debido a la rivalidad entre los condes; aunque situada en los dominios de Vifredo, la nueva sede metropolitana beneficia sobre todo a Ramón de Pallars y a Suñer de Ampurias, el primero de los cuales logra la creación de un obispado propio para no depender ni de la iglesia carolingia ni de los demás condes catalanes, y el segundo logra que el nuevo arzobispo deponga al obispo de Gerona -del que depende Ampurias- y nombre para el cargo a uno de sus fieles. La negativa de Vifredo a aceptar esta sustitución lleva al arzobispo y a los obispos nombrados por él a reconocer como rey al monarca franco Eudes, e, inseguro en sus dominios y ante el temor a un ataque franco, Vifredo reconoce a su vez al monarca y, con la ayuda del arzobispo de Narbona, logra la supresión del arzobispo urgelitano y la destitución del obispo de Gerona, aunque no pudo conseguir que desapareciera el obispado de Pallars.
La vinculación de los condados catalanes al Imperio no debe hacer olvidar la importancia del mundo islámico: por un lado, las aceifas musulmanas -que sólo se producen en los momentos más agudos de conflictividad interior y casi siempre en respuesta a la petición de ayuda de algunas de las facciones aristocráticas en lucha, como las de 826 y 827, coincidiendo con los violentos enfrentamientos entre Bernardo de Septimania y el depuesto conde Bera, o las de la mitad del siglo- hacen que la población apoye a los condes, sus jefes naturales por encima del rey, cuya lejanía e impotencia le resta importancia ante sus súbditos, especialmente cuando se producen ataques musulmanes que sólo el conde rechaza. Por otra parte, las disensiones musulmanas permiten la consolidación de los condados; gracias a ellas pudo Vifredo ocupar sin grandes dificultades la comarca de Vic, extensa tierra de nadie entre carolingios y musulmanes, y crear en ella el obispado de Osona y los monasterios de Ripoll y San Juan de las Abadesas, centros religiosos y de importante labor repobladora de las tierras ocupadas -mediante el sistema de la aprisio, similar a la presura asturiana- controladas por los hijos de Vifredo: en el primero ingresa como monje Adulfo, que aporta a Ripoll la parte que le corresponde en la herencia paterna, y la primera abadesa del segundo es Emma, hija del conde.
A la muerte de Vifredo (897) y tras ser restaurada la dinastía carolingia en la persona de Carlos el Simple, los condes catalanes reconocieron de nuevo la autoridad monárquica pero ésta ya no fue efectiva. Vifredo Borrell, hijo del primer conde independiente, fue el último de los condes de Barcelona que prestó homenaje de fidelidad a los reyes francos: para conseguir el reconocimiento oficial de los derechos heredados y, posiblemente, para buscar ayuda frente a los musulmanes del valle del Ebro, que habían dado muerte a Vifredo I y habían obligado, incluso, a la evacuación de Barcelona. Después de su muerte, en el 912, la independencia de facto de los condes catalanes será prácticamente completa; con los soberanos ultrapirenaicos tan sólo les une hilo tan débil para aquellos tiempos como era la relación de soberano-súbdito.

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