CONTRA EL REY DE ESPAÑA
ALFONSO XIII DESENMASCARADO
UNA NACIÓN AMORDAZADA
LA DICTADURA MILITAR DE ESPAÑA
EL REY ALFONSO XIII
Ya he dicho que estos Borbones españoles fueron siempre astutos y con cierto talento diabólico para sortear las complicaciones de la vida, haciendo al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más extremas y violentas las revisten hipócritamente de un forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales, ordenó estos suplicios por el bien de la patria, de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo consideraban un padre.
Alfonso XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades públicas como si le obligaran a ello los que le rodean, para después, en caso de fracaso, dejar que castiguen a los otros y declararse inocente. No creyó hasta el momento en el triunfo de los aliados, pero como era vecino de Francia, no quiso tampoco mostrarse enemigo de ellos.
Para favorecer la política germanófila buscó antes una coartada, y esta fue la oficina que montó en su palacio para el canje de prisioneros. Unas mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse aires de rey providencial y benéfico, haciendo en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja y otras sociedades benéficas de Suiza.
Mas en fin, si se hubiese limitado a esto, merecería elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron sus aduladores. Gracias a su intervención hubo prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus casas, como también los hubo alemanes y austriacos que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que el rey de España se preocupaba en público de tales canjes, favorecía del modo más descarado e insistente las operaciones navales alemanas en las costas de España.
Durante tres años, los submarinos alemanes se avituallaron en los puertos españoles del modo más cínico. En la desembocadura del Ebro, junto a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados, que sólo sirven de refugio a barcos de pescadores, fueron empleados como lugar de descanso por submarinos de Alemania. Un personaje alemán, el barón de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro de proveedor de esencia para estos buques. Además, tenía a sus órdenes una partida de malhechores para aterrorizar a los que denunciaban sus manejos. Un comisario de policía llamado Bravo Portillo, que después fue asesinado en Barcelona, se valía de su empleo oficial para averiguar la salida de los vapores aliados y denunciarla al tal barón. Éste, a su vez, daba aviso a los submarinos por medio de varias instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban con entera libertad.
Alfonso XIII se ocupó aparentemente de canjear franceses e ingleses por alemanes y austriacos, pero estos prisioneros eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo produjo centenares de muertos dejando actuar con toda libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas españolas, alguna vez a la vista de la gente agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados al comercio, y hasta vapores correo que iban a Argelia o venían de ella.
Buscaban los buques el amparo de las costas de España, fiados en las palabras de la monarquía española, creyendo que su rey defendería la neutralidad de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban en pleno peligro, pues los submarinos tenían sus bases en los puertos pequeños de la costa y contaban con numerosos agentes en las principales ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados y ayudados por bajos personajes de la policía.
Una vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus vagones, en las primeras horas de la tarde, como un submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca de la orilla, a la vista de todos.
El dulce y poético Mediterráneo arrojaba todas las semanas a sus orillas numerosos cadáveres y pedazos de buques rotos por la explosión de los torpedos. Yo tengo a orilla del mar, cerca de Valencia, una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París los cinco años de la guerra haciendo propaganda en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas veces dándome cuenta de los terribles hallazgos con que les sorprendía el mar algunas mañanas. Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres hinchados por una larga permanencia en el mar, pobres cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces o la violencia de la explosión, mujeres y niños que venían como pasajeros en buques procedentes de Argelia, tripulantes de vapores aliados que transportaban artículos de comercio o primeras materias para la guerra. Todos habían ido hacia la muerte, fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de un rey que se titulaban francófilo en compañía de "la canalla".
Al mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban materias de guerra para los aliados, tenían que desafiar los mayores peligros. Fue en Barcelona donde los industriales españoles trabajaron más para el ejército francés; unos produciendo piezas sueltas de armamento, otros calzado, tejidos, etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas en las fábricas y asesinar a sus dueños si era posible. Esto parece de una novela de Ponson du Terrall y, sin embargo, no puede ser más exacto.
La tal banda era mandada por un tal barón de Koenig. Hay que decir que así como el barón de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos, fue un personaje auténtico, este barón de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió sus crímenes atribuyéndolos a anarquistas o terroristas. Así mató al fabricante, señor Barret, profesor de la Universidad catalana, que era entusiasta de los aliados y dedicó sus talleres a la fabricación para las tropas francesas. Y si no mataron a más industriales aliadófilos fue porque estos tomaron grandes precauciones.
El comisario de policía Bravo Portillo actuaba de acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que proporcionaba a éste una completa impunidad. Además, dicho policía le facilitaba toda clase de informaciones.
ALFONSO XIII DESENMASCARADO
UNA NACIÓN AMORDAZADA
LA DICTADURA MILITAR DE ESPAÑA
EL REY ALFONSO XIII
Ya he dicho que estos Borbones españoles fueron siempre astutos y con cierto talento diabólico para sortear las complicaciones de la vida, haciendo al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más extremas y violentas las revisten hipócritamente de un forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales, ordenó estos suplicios por el bien de la patria, de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo consideraban un padre.
Alfonso XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades públicas como si le obligaran a ello los que le rodean, para después, en caso de fracaso, dejar que castiguen a los otros y declararse inocente. No creyó hasta el momento en el triunfo de los aliados, pero como era vecino de Francia, no quiso tampoco mostrarse enemigo de ellos.
Para favorecer la política germanófila buscó antes una coartada, y esta fue la oficina que montó en su palacio para el canje de prisioneros. Unas mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse aires de rey providencial y benéfico, haciendo en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja y otras sociedades benéficas de Suiza.
Mas en fin, si se hubiese limitado a esto, merecería elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron sus aduladores. Gracias a su intervención hubo prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus casas, como también los hubo alemanes y austriacos que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que el rey de España se preocupaba en público de tales canjes, favorecía del modo más descarado e insistente las operaciones navales alemanas en las costas de España.
Durante tres años, los submarinos alemanes se avituallaron en los puertos españoles del modo más cínico. En la desembocadura del Ebro, junto a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados, que sólo sirven de refugio a barcos de pescadores, fueron empleados como lugar de descanso por submarinos de Alemania. Un personaje alemán, el barón de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro de proveedor de esencia para estos buques. Además, tenía a sus órdenes una partida de malhechores para aterrorizar a los que denunciaban sus manejos. Un comisario de policía llamado Bravo Portillo, que después fue asesinado en Barcelona, se valía de su empleo oficial para averiguar la salida de los vapores aliados y denunciarla al tal barón. Éste, a su vez, daba aviso a los submarinos por medio de varias instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban con entera libertad.
Alfonso XIII se ocupó aparentemente de canjear franceses e ingleses por alemanes y austriacos, pero estos prisioneros eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo produjo centenares de muertos dejando actuar con toda libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas españolas, alguna vez a la vista de la gente agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados al comercio, y hasta vapores correo que iban a Argelia o venían de ella.
Buscaban los buques el amparo de las costas de España, fiados en las palabras de la monarquía española, creyendo que su rey defendería la neutralidad de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban en pleno peligro, pues los submarinos tenían sus bases en los puertos pequeños de la costa y contaban con numerosos agentes en las principales ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados y ayudados por bajos personajes de la policía.
Una vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus vagones, en las primeras horas de la tarde, como un submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca de la orilla, a la vista de todos.
El dulce y poético Mediterráneo arrojaba todas las semanas a sus orillas numerosos cadáveres y pedazos de buques rotos por la explosión de los torpedos. Yo tengo a orilla del mar, cerca de Valencia, una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París los cinco años de la guerra haciendo propaganda en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas veces dándome cuenta de los terribles hallazgos con que les sorprendía el mar algunas mañanas. Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres hinchados por una larga permanencia en el mar, pobres cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces o la violencia de la explosión, mujeres y niños que venían como pasajeros en buques procedentes de Argelia, tripulantes de vapores aliados que transportaban artículos de comercio o primeras materias para la guerra. Todos habían ido hacia la muerte, fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de un rey que se titulaban francófilo en compañía de "la canalla".
Al mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban materias de guerra para los aliados, tenían que desafiar los mayores peligros. Fue en Barcelona donde los industriales españoles trabajaron más para el ejército francés; unos produciendo piezas sueltas de armamento, otros calzado, tejidos, etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas en las fábricas y asesinar a sus dueños si era posible. Esto parece de una novela de Ponson du Terrall y, sin embargo, no puede ser más exacto.
La tal banda era mandada por un tal barón de Koenig. Hay que decir que así como el barón de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos, fue un personaje auténtico, este barón de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió sus crímenes atribuyéndolos a anarquistas o terroristas. Así mató al fabricante, señor Barret, profesor de la Universidad catalana, que era entusiasta de los aliados y dedicó sus talleres a la fabricación para las tropas francesas. Y si no mataron a más industriales aliadófilos fue porque estos tomaron grandes precauciones.
El comisario de policía Bravo Portillo actuaba de acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que proporcionaba a éste una completa impunidad. Además, dicho policía le facilitaba toda clase de informaciones.
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