Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
Parte Segunda
Capítulo I: El bando de expulsión y sus incidencias.
Aún había otro apartado en el mismo bando, en
prevención de posibles atropellos a los expulsos, que decía” Y para que
entiendan los moriscos que la intención de S.M. es solo echarles de sus Reinos,
y que no se les haze vexación en el viaje, y que se les pone en tierra en la
costa de Berbería, permitimos que diez
de los dichos moriscos que se embarcaren en el primer viaje, en el primero viaje, vuelvan para que den
noticia de ello a los demás. Y que en
cada embarcación se haga lo mismo: Que se escribirá a los capitanes generales
de las galeras y armada de navío lo ordenen así, y que no permitan que ningún
soldado ni marino los trate mal de obra, ni de palabra”.
A pesar de tan paternales preocupaciones y de la
amable actividad de algunos próceres, como el Duque de Gandia, el de Maqueda,
el Marqués de Albaida y los Condes de Buñol, Cocentaina y Alacuás, que
quisieron protegerles acompañándoles, junto con la escolta de soldados, hasta
los puertos de embarque, no se pudieron evitar algunos lamentables desmanes y
robos que, algunos mal aconsejados cristianos viejos, cometieron con los
expulsados, quienes, además, fueron, al desembarcar en África, víctimas de
nuevos atropellos.
Con la promulgación del célebre bando, la cuestión
morisca quedaba resuelta. La sociedad cristiana –y el pueblo valenciano en
particular- aplaudió la resolución real, celebrando con general alegría, el
triunfo de su fe, de su unidad religiosa y la salvación de su patria. También
los nobles, generalmente hablando, dieron irrecusables pruebas de fidelidad al
Rey, con tal motivo. No faltaron, sin embargo, excepciones. Y ello era natural
en quienes podía mas el interés material y crematístico que el ideal religioso
y patriótico. No hay que olvidar que la opulencia en que vivían muchos de ellos
y esplendor en que mantenían sus casas, eran producto de las pingüe y saneadas
rentas –los azofres, las almagras, alfardas y otras gabelas- que les
proporcionaban sus vasallos moriscos; y que jmuchas comunidades, tanto
eclesiásticas como municipales, habían prestado sus riquezas a los señores y a
las aljamas a cambio de las pensiones que los moriscos pagaban a los
censalistas. No era, pues, de extrañar, en vista de ello, aquella oposición de
algunos de los citados nobles al destierro de sus vasallos.
* *
*
Publicado el bando de expulsión por el Marqués de
Caracena, en 22 de septiembre, no tardaron los bajeles en llenarse de moriscos.
La primera expedición acompañada del Marqués de Santacruz, partió, el 28 de
igual mes, del puerto de Gandia, rumbo a Orán, constituyéndola, 5000 vasallos
del Duque de Gandia, en cuyos estados se publicó el bando del destierro el día
25, y a ésta siguieran todas las demás. El día de San Miguel llegaron al Grao
de Valencia los vasallos del señor de Bellreguart, Don Gaspar Tapia, y los de
Cristóbal Zanoguera, señor de Alcácer. En compañía de éstos, y el 3 de octubre,
embarcaron, asimismo, los moriscos de Picasent, vasallos del Duque de Mandas,
yendo con ellos don Sebastián Frías “para que –como dice Bleda- diesse razón
donde los avian desembarcado y el tratamiento que les avian hecho los soldados
y patronos que los condujeron”.
A los citados siguieron los de Mirambell, Serra,
Alacuás, Mislata, Benimodo, Carlet, Bétera, Buñol, Benisanó, Macastre, Alfara,
Algimia, Algar, etc., quienes embarcaron en el puerto de Valencia los días 5 y
7 de octubre.
A pesar dela tranquilidad con que se desarrollaba el
embarque, las autoridades temían algunos desórdenes, no ya por parte de los
mencionados censalistas, temerosos de una probable ruina en sus rentas –no
obstante la disposición del bando en que se hacía merced de las haciendas y
bienes raíces de los condenados al extrañamiento, a sus respectivos señores-,
sino por parte de los respectivos moriscos, de los que, si bien la mayoría se resignaron a su triste
suerte y malvendiendo como pudieron parte de sus respectivos bienes muebles,
sus caballerías, etc. El abuso de esta facultad de vender obligó al Marqués de
Caracena a dictar órdenes para regularla, se dirigieron a los puertos de
embarque, otros alentados por las arengas de los alfaquíes, exarcebados y
ciegos por la desesperación opusieron la más furiosa resistencia que les fue
posible en algunos lugares escabrosos del Reino.
Pese a los indultos publicados por el capitán
general de Valencia, de acuerdo con el Patriarca Ribera. En 13 de octubre de
1609 había mandado publicar un bando el mencionado marqués en el que perdonaba
los desmanes de algunos moriscos que merodeaban por las sierras, robando y
asesinando a cuantos encontraban, creyendo que asó cooperararían al embarque de
todos los forajidos, los moriscos de Alberique intentaron sublevar a los
vecinos de Algemesí, intentona que quedó frustrada ante la presencia de 10.000
hombres de las milicias de Alcira, que no llegaron a intervenir.
Mayor importancia revistió la actividad de los
resistentes en las fragosidades de la región. Nos refiere Escolano que el
“martes 20 de octubre, se juntaron muchos moriscos de la Vall de Ayora, en el
de Teresa y habiendo nombrado cinco capitanes de los más prácticos en armas, resolvieron de subirse a la Muela
de Cortes y fortificarse en ella; y en esta conformidad marchaban en escuadrón cerrado, a cinco hombres por hilera con dos
vanderas, llevando delante las mugeres, ganados, bagajes y ropa, y por caudillo
a Pablillo Ubecar”.
Este fue el primer brote de rebelión armada con que
los moriscos respondieron al decreto de expulsión. El Virrey, al dar cuenta de
la insurrección a Felipe III, le propuso dejar sin efecto el bando en la parte
que toleraba dejar seis casas de moriscos (o cabezas de familia de moriscos
labradores) por cada ciento de los que existían.
Al anterior núcleo de rebeldes se unieron los de
otros lugares, entre ellos los cristianos nuevos de la Canal de Navarrés, y
nombraron jefe o régulo, primero a un alfaquí de Cortes, el llamado Amira, y
posteriormente a un acaudalado morisco de Catadau, de nombre Turigi, contra
quienes se organizó la ofensiva de las tropas reales.
Con esta rebelión concedió la de los valle de Laguar
(situado en Javea, Benisa y Teulada, pueblos de la Marina de Alicante) y
Guadalest, frente a la montaña de Serrella, donde se congregaron unos 20.000
moriscos capitaneados por uno de Guadalest, llamado Millimi; que fue rápida y
sangrientamente reprimida por don Asgustín Mejía, el cual obtuvo, además de los
plácemes del Monarca, el nombramiento de maestre de campo, general de los
ejércitos.
No menos encarnizada resistencia opusieron los
insurrectos de la Muela de Cortes a quienes se incorporaron los de Castellá,
Benedix y otros lugares, exigua aunque aguerrida hueste de cerca de un millar,
capitaneados por el citado Turigi, de Játiva, sin aceptar el ofrecimiento que,
con el mismo fin, le hicieron don Sancho de Luna, el conde de Castellá y otros
nobles valencianos. Pero noticioso del
desastre de Laguar y abrumados por el número y superioridad de las armas
reales, tuvieron, al fin, que rendirse el 20 de noviembre de 1609.
Turigi continuó, sin embargo, la resistencia,
haciendo la guerra de emboscadas, hasta que lo traicionó y entregó uno de los
suyos (7 de diciembre), siendo conducido a Carlet y de allí a Valencia, donde
fue paseado sobre un asno, atenaceado, ahorcado y descuartizado, al igual que
un en siglo anterior Aben Aboo, en Granada; y su cabeza colocada en la antigua
puerta de San Vicente. Pero quiso morir como cristiano, y se confesó muchas
veces con fray Jerónimo Alcocer, Prior de Predicadores de Valencia, según nos
refieren en sus “Apuntamientos” el P. Drago, pág. 282 y atestiguan no solo
Escolano, sino otros eclesiásticos coetáneos.
Así terminó aquella rebelión, que tan formidable
parecía al principio. Habían salido de los puertos del Reino de Valencia, desde
el 28 de septiembre de 1609 hasta marzo de 1610, unos 150.000 moriscos y 453
pueblos del mismo quedaron deshabitados. Aún quedaron muchos errantes por las
sierras, pero sin formar núcleo serio de resistencia.
El Marqués de Caracena publicó dos bandos, el 5 de
diciembre, con los que a la fuerza venía a sustituir la clemencia. Prevenía, en
uno, no fuesen tenidos como esclavos los moriscos detenidos con armas en las
manos, y prohibía, en el otro, la venta de los refugiados en las montañas.
Finalmente, se practicó una severa requisa de todos
los ocultos o prófugos, con quienes se procedió a una segunda remesa al Africa.
Un delicado problema quedaba, sin embargo, por resolver después de la expulsión: el
destierro de los niños moriscos. Al Patriarca Ribera –a quien tanto como al
Rey, preocupaba este asunto- había escrito ya a Felipe III, en 4 de agosto de
aquel mismo año, de la expulsión,
encomendando a su exquisita prudencia la solución de aquel grave negocio. Existían,
en efecto, en la Diócesis de Valencia, mas de 2.000 niños, cerca de 4.000 en el
Reino y 818 en la capital del mismo, de los cuales unos habían sido robados,
recogidos otros, en número de 900 a 1.000, y bastantes de los que quedaban en
las atarazanas del Grao de Valencia al embarque, quedarían bajo la caritativa
tutela de doña Isabel de Velasco, Marquesa de Caracena y esposa del Capitán
General. El clero se interesó, igualmente, por la suerte de estos inocentes: el
Obispo de Orihuela, se comprometió a cuidar de la educación y sustento de los
de su Diócesis; Pero ante la inflexible severidad del Consejo de Estado, el
Arzobispo de Valencia se vio obligado a promulgar su famoso edicto de 3 de
agosto de 1610, mandando rebautizarles para asegurar la salud espiritual de
aquellos desgraciados huérfanos.
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