martes, 23 de abril de 2013

EL DICCIONARIO CRÍTICO CASTELLANO E HISPÁNICO DE COROMINAS ES TENDENCIOSO Y FALSEA LA HISTORIA DE VALENCIA Y SU LENGUA



Ricardo García Moya                   Las Provincias 18 de mayo de 1992
Todos sabemos que el ser huma­no, no importa su formación cultu­ral, puede caer en execrables abis­mos morales, como el filólogo ruso que asesinó a más de cincuenta personas. Evidentemente, es un caso pato­lógico similar al del marqués de Sade, que seducía a sus sirvientas con el venenoso extracto de cantá­ridas. No obstante, hay otras mal­dades –las lingüísticas- que son más difíciles de descubrir, al ser ca­mufladas bajo el disfraz de prestigio del autor. El propio Sartre, teórico defensor de las libertades, no tuvo inconve­niente en escribir para los alemanes del III Reich una obra de teatro, “Bariona”, que denigraba al pueblo judio y fomentaba el antisemitismo.
Además de literarios inmorales, también hay libros asesinos, como el códice impregnado de arsénico que recoge Umberto Ecco en “El nombre de la rosa”, quizás, inspi­rándose en lo sucedido a Alfonso el Magnánimo de Valencia, cuando “su mayor enemigo le envió un li­bro de Tito Livio. y disuadiéndole los de palacio y los médicos que le manejase, por la sospecha de que en él venia el veneno” (Mendo, A.: El príncipe perfecto, Madrid 1656, p. 82). Actualmente, a los valencia­nos nos están destruyendo con li­bros emponzoñados, aunque el ve­neno empleado no sea ningún compuesto químico.
Un filólogo puede poseer todos los conocimientos de su ciencia y, sin embargo, hacer uso tendencioso de la misma. Veamos el caso de Joan Corominas y su Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico (DCECH), obra de obli­gada consulta para cualquier profe­sional de la filología. Nadie puede discutir a Coromi­nas su saber lingüístico; sin embar­go, aunque se escandalice la “bea­tería intelectual”, la finalidad del ci­tado DCECH fue encumbrar el ca­talán sobre el castellano y, de paso, fagotizar el idioma valenciano. Corominas comenzó en 1927 un diccionario etimológico catalán, pero observó que muchas palabras eran comunes con el castellano y que gran parte del léxico actual se documentaba por primera vez en el Reino de Valencia. En 1939, sin aclarar la causa, se decidió a escribir el diccionario eti­mológico castellano. ¿Por qué un nacionalista como Corominas –discípulo de Pompeu Fabra, miem­bro del “Institut de Estudis Catalans” y defensor de los Países Catalanes- se olvidó de su proyecto y decidió “dar prioridad” al idioma enemigo? En 1939, no podía arriesgarse a publicar una obra defensora del im­perialismo catalán; el franquismo estaba en su apogeo y no lo hubie­ra tolerado. Por tanto, aprovechan­do el material léxico recogido, fue gestando su DCECH en el que in­troduciría sus anhelos inconfesa­bles. Los cinco tomos de la obra contienen una sutil exaltación del catalán, pero –y ahí está lo censu­rable- devorando el léxico valen­ciano de los siglos XIV y XV.
La politización del DCECH se evidencia en su obsesión por ofre­cer al lector un concepto del terri­torio valenciano como colonia del “Principado”. Para Corominas, “Valencia es tierra catalana” (T. 5.°, p. 261), y, con el salvoconduc­to que le ofrece este concepto, se considera autorizado para saquear léxicamente al Reino de Valencia, que él llama “Pais Valenciano”, aunque a continuación escriba en­fáticamente “Principado de Catalu­ña” cuando se refiere a su tierra. ¡Vaya científico imparcial¡ Corominas, en su avaricia léxica, recalca plomizamente el catalanismo de los vocablos valencianos; aunque respeta la independencia entre galle­go y portugués y la singularidad del aragonés, asturiano y leonés. Corominas hurta –metafórica­mente hablando- los vocablos de origen árabe y mozárabe que pasaron a través del valenciano a otros idio­mas peninsulares. Así, el vocablo Al­bufera que deriva “del árabe buharra, diminutivo de mar, es catalán”. Corominas, al estudiar la etimo­logía de las lenguas peninsulares, observó que el valenciano aportaba una gran proporción de voces al catalán y castellano; de ahí su sis­temático expolio a los clásicos como Jaume Roig. También ignora la opinión de los gramáticos que respetaban el idioma valenciano, como Covarrubias (Tesoro de la Lengua, año 1611), que reconocía el origen valenciano de palabras castellanas (p.e., “chuleta” que de­rivaba del valenciano “chulleta”). Corominas descubrió que una gran proporción del léxico actual –en gráfica y acepción- no era usa­do en 1238, fecha de la conquista de Valencia, cuando existía un koiné lingüística romance. El léxico valenciano –que eliminó vocablos romances, arcaístimos latinos y provenzalismos- se formó lenta­mente en paridad con otros penin­sulares y, por supuesto, no fue Ca­taluña el lugar privilegiado para que surgiera una lengua culta –como insiste Corominas-, sino el Reino de Valencia en su Siglo de Oro; anticipándose también a Cas­tilla, pues incluso en el siglo XV, el gramático Nebrija se avergonzaba de la rudeza de su lengua. El filólogo catalán no perdona ni a la típica exclamación ¡che! (con­siderada todavía valenciana en la última edición del María Moliner). Corominas sabe que no tenemos defensa, pues la Universidad está en manos del taciturno Lapiedra y la Generalidad hace lo que puede para incrementar el catalanismo.
Están jugando con nosotros como hacían con los soldados heri­dos de Felipe IV en el siglo XVII: “algunos bárbaros (catalanes) no querían acabar de matarlos, porque tuviese todavía en qué cebarse el furor de los que llegaban después” (Melo, M.: Guerra de Cataluña, año 1641, p. 274).

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