La verdadera historia de 1640
Contados por los nacionalistas, 1640, la “revolta
dels segadors”, la “invasió castellana” o el “Corpus de sang”
son simplemente mentiras. Como lo son sus versiones de 1714, de los años 30 del
pasado siglo o de la supuesta resistencia nacionalista durante el franquismo.
El catalanismo conmemora cada 7 de noviembre la pérdida de la independencia
"nacional" (otra), en esta ocasión fechada en 1659. Aquel día España
y Francia firmaron la paz de los Pirineos, que consagraba algunas pérdidas
territoriales españolas en favor del rey francés. Pero las zonas que por
derecho de conquista pasaron a Francia, el Rosellón y parte de la Cerdaña,
habían sido cedidas previamente, junto al resto del Principado, por las propias
autoridades catalanas de la época a nuestros vecinos.
En el transcurso de la guerra de los Treinta Años las tropas francesas de
Richelieu invadieron los territorios que hoy los nacionalistas denominan
“Cataluña norte”. El conde duque de Olivares reclamó una participación activa
de las autoridades catalanas en la defensa y exigió el envío de recursos
económicos y hombres para tal fin. Las autoridades catalanas se negaron.
Las fuerzas militares del rey que finalmente llegaron a la zona en conflicto,
integradas por soldados de varios países, como era habitual en aquella época,
quedaron acantonadas durante la interminable guerra que enfrentó a España y
Francia. El comportamiento de los ejércitos en aquellos tiempos no era precisamente
ejemplar. El avituallamiento se convertía demasiadas veces en pillaje, sobre
todo si las campañas se prolongaban, y los soldados, muchos de ellos
extranjeros, podían comportarse como bandoleros. Los campesinos fueron los
principales perjudicados.
Mientras el pueblo llano sufría las consecuencias de la guerra, las élites
catalanas disputaban el poder a Olivares. Los intentos del conde duque para
modificar la administración del Estado con el fin de que sus gastos fueran
sufragados por todos los reinos, y no solo por el de Castilla, tuvieron general
aceptación. Las cortes de Aragón aprobaron los planes del conde duque y también
las de Valencia. Pero en Barcelona las cosas fueron distintas. Y no
precisamente por una cuestión de supuesta identidad nacional, como pretenden
los etnicistas, sino por dinero.
Frente al intento de Olivares de que Cataluña, como el resto de territorios,
también contribuyera con recursos económicos y humanos a la guerra, que por
cierto estaba diezmando precisamente el territorio catalán, las autoridades
catalanas ofrecieron el título de conde de Barcelona al rey francés a través de
Pau Clarís, otro de esos “héroes nacionales de Cataluña” que en realidad fueron
auténticos traidores. Es decir, no decidieron luchar por su independencia, como
pretende el nacionalismo, sino que, como en 1714 (y hasta cierto punto, como en
la transición), traicionaron sus juramentos, su compromiso de lealtad, y
cambiaron de bando poniéndose a las órdenes de quien había ya usurpado buena
parte del norte de la región.
Y así, mientras los campesinos (los segadores de la mitología étnica), hartos
de los abusos y de pagar las consecuencias de la guerra, se rebelaban, la
oligarquía que gobernaba los antiguos condados catalanes cambiaba la
pertenencia a España por la pertenencia a Francia.
Si para las élites políticas la supuesta soberanía fue en realidad mera
conservación de sus privilegios de casta, para los campesinos la lealtad a la
corona constituyó el grito de guerra. A pesar de lo que dicen los historiadores
etnicistas, y a pesar de la nauseabunda letra del himno regional catalán, los
segadores no se levantaron en nombre de ninguna independencia, sino al grito de
“Visca el rei d’Espanya y moren els traidors!”, lema este
convenientemente ocultado por la historiografía nacionalista.
La revuelta de los campesinos no tuvo el menor carácter nacional, sino todo lo
contrario. Y a semejanza de muchas otras acaecidas en el resto de España y en
Europa, mostró un claro sesgo social de revolución popular contra aristócratas
y burgueses privilegiados. Sus protagonistas pasaron por las armas a cuantos
simbolizaban el poder, al margen del origen geográfico de este.
Frente a esa revuelta contra los poderosos y los ricos, Pau Clarís y la
oligarquía barcelonesa ofreció al rey francés el territorio catalán y abrió las
puertas a sus ejércitos (algo parecido harían las élites privilegiadas
barcelonesas en 1714). Los contemporáneos de Clarís le consideraron por ello un
traidor y muchas de las principales ciudades catalanas se enfrentaron a la
invasión francesa, rechazando el cambio de soberanía. El arzobispo de París,
Pedro de Marca, que fue enviado por el rey francés a Cataluña en 1643, informó
a su monarca:
“En
Cataluña todo el mundo tiene mala voluntad para Francia e inclinación por
España.”
La historia de la revuelta de los campesinos y la guerra española contra
Francia tuvo un desenlace feliz y amargo a la vez. Los ejércitos franceses
fueron expulsados pero en el Tratado de los Pirineos Francia invocó su derecho
de conquista y se perdió una parte del territorio nacional. Precisamente
aquella que las autoridades barcelonesas no quisieron defender, el Rosellón y
parte de la Cerdaña.
En estos territorios se aplicó la ley francesa hasta sus últimas consecuencias.
Entre ellas, la prohibición expresa del uso del catalán. Aquel edicto dictado
por el rey francés constituye la única ley existente en toda la Historia que
prohíbe expresamente el catalán, algo que no se atrevió a convertir en norma
jurídica ni el general Franco (por supuesto, tampoco el decreto
de Nueva Planta, que el nacionalismo analiza desde la perspectiva de hoy
sin tener en cuenta las características de la época en toda Europa). Francia
también suprimió todas las instituciones de autogobierno en ambas comarcas. En
cuanto a España, Felipe IV no tocó los fueros y perdonó expresamente las
deslealtades cometidas:
“Todos los
excesos cometidos desde 1640 hasta el día de hoy, sin exceptuar persona, ni
delito de cualquier género, condición o calidad, aunque de crimen de lesa
majestad.”
Frente a los hechos de la Historia, en la actualidad hay dos actitudes. Por un
lado la ignorancia. Se trata de la característica más extendida de nuestros
días. En el mejor de los casos, se toman como autoridad de referencia cosas
como la Wikipedia, o se recurre a listados de copia y pega que mezclan
churras con merinas, y de esta forma se prescinde alegremente de la
comprobación de datos y del respeto a las fuentes originales. La Historia que
se enseña en los colegios españoles, sobre todo en los que dependen de regiones
nacionalistas, es simplemente mentira. Pero nadie está dispuesto en esos
lugares a cuestionar el origen de su nómina.
Por otro lado está la actitud de quienes originan esa situación de ignorancia,
los que directamente fabrican la mentira, las instituciones políticas, los
partidos, los medios de comunicación, las universidades. El movimiento nacional
todo lo empapa y se encarga de que sus invenciones pasen por verdades. Y así,
desde Rovira i Virgili a las webs de partidos como Convergència
Democràtica de Catalunya, impera la más descarada de las manipulaciones.
Los nacionalistas proponen todos los años por estas fechas campañas en recuerdo
de la supuesta entrega de una parte de la región a Francia. En el digital
catalanista Criteri la presentan de este modo:
“Los años
1659 se produjo el primer cuarteamiento de nuestro país; el 7 de noviembre se
firmaba el tratado de los Pirineos por el cual las comarcas del norte pasaron a
formar parte de la corona francesa. Más de 300 años más tarde, los catalanes
todavía conmemoramos aquella pérdida con actos reivindicativos para no olvidar
que sufrimos una frontera impuesta que nos impide nuestro reencuentro.”
(Publicado en Criteri. Leído el 29.10.07)
Contados por los nacionalistas, 1640, la “revolta dels segadors”, la “invasió
castellana” o el “Corpus de sang” son simplemente mentiras. Como
lo son sus versiones de 1714, de los años 30 del pasado siglo o de la supuesta
resistencia nacionalista durante el franquismo. Pero gran parte de la sociedad
catalana, precisamente aquella que se tiene por modélica, por progresista,
crítica y culta, se niega a tomar las riendas de su propia existencia, de su historia
y de su cultura, y da por bueno cuanto le ordena pensar el nacionalismo, esa
nueva forma de movimiento nacional que la ha tomado como rehén de sus
ambiciones, que tan poco tienen que ver con la identidad
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