Albert
HOURANI
Extraido
de Internet
La
terminología popular no acostumbra a ser fiel reflejo de la realidad del pasado
ni tampoco se le puede exigir precisiones en este sentido; a veces hasta
tergiversa la identidad de los pueblos, la cronología o el significado
correspondiente a palabras que designan hechos o costumbres fuera de vigencia:
el pueblo búlgaro (más bien habría que llamarlo ávaro), la presencia de celtas
en España (que la mayoría cree anterior a las colonizaciones mediterráneas), el
concepto de tiranía o de dictadura...
Más grave
resulta la confusión cuando es consecuencia de un uso indebido por parte de los
transmisores de la cultura heredada, especialmente los escritores, y, en este
caso, los historiadores. Unas veces se debe a intentos de readaptar al presente
la memoria del pasado, otras a errores arrastrados en una cadena de eruditos de
estrecha visión más allá del ámbito local. Y también con frecuencia se trata de
interferencias de campos distintos que se relacionen con cierta continuidad
(por lo general, el filológico, el étnico y el religioso).
En España ha
arraigado la contraposición moros/cristianos y el lenguaje popular ha
consagrado tal binomio dándole un valor diferencial de carácter religioso,
cuando es evidente que el primer término es de contenido étnico y se refiere a
los habitantes de la antigua Mauritania, hoy Marruecos, cuya cristianización
fue anterior a la de la Península Ibérica. Esa contradicción, lejos de ser
despejada por los libros de historia utilizados en la enseñanza, se agrava al
añadir como sinónimos de ''moro'' la palabra ''árabe'' (''el moro Muza'', de
origen sirio) y ''musulmán''.
En disculpa
parcial de quienes mantienen estas engañosas similitudes hay que reconocer que
existe, como pocas veces en el transcurso de la historia, un paralelismo entre
un pueblo (árabe) que habla una lengua (árabe) y del que surge un fundador
religioso, Mahoma, que crea una nueva doctrina (el Islam), cuya expansión
geográfica inicial coincide con la de las tribus árabes y con la elevación de
un idioma coloquial y ágrafo a lengua culta. Sólo el caso de los judíos
presenta una sintonía igual o mayor al utilizarse como intercambiables
expresiones como hebreo (lengua), israelita (pueblo) y judío (religión).
Cualquier
libro que venga a deslindar y clarificar, al menos, la base semántica sobre la
que más tarde se tienen que extraer conclusiones de alguna solidez, ya merece
ser recomendado y valorado como autoridad a seguir. Y más todavía si, a
continuación, despliega todo el proceso histórico derivado de ello dándole una
unidad de tratamiento que llega hasta el momento presente, cuando vuelve a
estar en primer plano una problemática que ya parecía superada, la de ...Cómo
la llamaremos, el pueblo árabe, el mundo islámico, los moros?
El título
del libro, en principio, no despeja la duda. En realidad, de acuerdo con su
contenido, es más bien una historia de los pueblos islámicos, con la única
excepción de las tierras de más allá del Indo o del Araxes, excluidas, pero con
la inclusión de Al Andalus y los Balcanes. Centrados en el componente
''árabe'', abarca más un espacio de difusión lingüística que el puramente
étnico, a la fuerza más reducido; prueba de ello es la importancia que tienen
en el conjunto temático las referencias tanto a Persia como al Imperio Otomano,
si bien no tanto a los mongoles.
Una vez
aclarados estos aspectos previos, comunes a cualquier obra que se acerque a ese
mundo diferenciado, nos encontramos con un caudal informativo de gran valor,
sobre todo si tenemos en cuenta la ambición del marco cronológico (desde el
siglo VII al XX) que exigiría una amplitud expositiva de varios volúmenes para
poder ser algo más que un elemento de divulgación somera. De ahí el mérito del
autor al sintetizar con criterios selectivos muy apropiados un material tan
propenso al desbordamiento.
Ya dentro
del plan narrativo una primera parte corresponde a la fase inicial y de enorme
vitalidad a todos los niveles de este nuevo componente de la Historia
Universal, desde el siglo VII al X. El primer capítulo, a su vez, deslinda en
sucesivos apartados los tres ingredientes arriba considerados: el componente
étnico, el lingüístico y el religioso, por este orden. En el primer caso, hay
un pueblo árabe que, en amplio sentido, desborda la península de su nombre y
parte del cual ya había entrado antes en la historia con otros nombres, como
sirios, arameos, cananeos, etc., vinculados a altas culturas de ámbito
multiétnico; no le tienta al autor la posibilidad, en este punto, de utilizar
el término ''semita'' para este conjunto de árabes ya diferenciados desde quizá
el segundo milenio antes de Cristo, y es extraño que lo ignore cuando en el
resto del relato hace un esfuerzo constante por precisar al máximo la
terminología. Luego, en el tema de la lengua árabe, destaca el bajo nivel
evolutivo y su misión de vehículo coloquial, con la salvedad de servir también
como expresión de la sensibilidad poética, aunque de un modo elemental y de
extrema sencillez; lengua ágrafa, sólo era utilizada como idioma propio por
camelleros y tribus marginales, mientras que las minorías en contacto con otros
grupos humanos, en las ciudades, tenían una lengua de cultura alógena. En
cuanto a la religión, la figura de Mahoma queda un tanto desdibujada, ya que el
autor prefiere ver en él un impulsor, un iniciador del camino, más que un
codificador. Para Hourani el Islam se fue perfilando como religión diferenciada
del resto de los credos monoteístas durante la etapa siguiente, por acumulación
de prescripciones, quedando el mismo Corán como proceso acumulativo de
recuerdos y, una vez cerrado, prolongado por los ''hadiths'' del profeta en una
serie que ya plantearía problemas de autenticidad muy pronto.
La expansión
imperial, la más rápida de la historia hasta ese momento, bajo la autoridad de
los tres califatos, permite reflexionar acerca de la debilidad de los enemigos,
de la propia fuerza (no sólo derivada de ideales religiosos) y de los enormes
retos organizativos que tal situación provocó. Se desmiente la voluntad inicial
de conversiones en la población sometida, y, muy por el contrario, se remarcan
objetivos fiscales y políticos más que religiosos; ni siquiera la lengua árabe
alcanza el carácter de lengua administrativa preponderante, al menos antes del
traslado del centro político a Bagdad.
El fin de la
unidad política (califatos de El Cairo y Córdoba, primeras invasiones turcas)
coincide no obstante con el máximo esplendor económico: un mercado amplísimo
del Atlántico al Indo donde el factor religioso servirá de pasaporte y los
desiertos servirán de caminos. La lengua se enriquecerá mediante el contacto
con las vecinas, hasta entonces superiores, y gracias a una actitud abierta
hacia los contenidos culturales de aquéllas (griego y persa especialmente)
logrará con cierta rapidez colocarse a su altura. El prestigio alcanzado, así
como la progresiva incorporación al Islam de antiguos cristianos o mazdeístas,
ampliará su impacto social convirtiendo en bilingües a los estratos más cultos
de los pueblos no árabes y proporcionando a las otras lenguas, en reciprocidad,
vocabulario de tipo religioso y, en menor medida, de la vida cotidiana. Así, la
religión sirve de impulso para la expansión lingüística por el prestigio del
Corán.
El Corán y
los demás testimonios del profeta y sus compañeros abren distintas
posibilidades de interpretación a la luz de la fe y de la razón aunque en todo
caso adquieren una dimensión más amplia en su aplicación de lo que
correspondería a su significado religioso: la ''sharia'', como la ''tora''
judaica, impregna todos los aspectos de la vida social y monopoliza el ámbito
jurídico.
Entre los
siglos XI y XV el Islam se estanca territorialmente y aún retrocede (como en la
Península Ibérica); desaparecen los califatos, sustituidos por unidades
políticas menores (sultanatos, emiratos); algunas lenguas no árabes, como el
persa y el bereber, recobran protagonismo, se acentúa la oposición campo-ciudad
con un neotribalismo en el primer caso y el mantenimiento de la vida urbana en
un nivel de equilibrio inestable (las epidemias y las contingencias políticas
hacen disminuir sus dimensiones humanas y sus actividades). Y las disensiones
internas de carácter religioso son más visibles con el renacer del chiísmo como
variante local más acentuada. Así acaba esta segunda etapa, más islámica que
árabe, en la que todavía no se percibe ningún contraste negativo con las
sociedades cristianas.
La época
otomana (siglos XV-XVIII) introduce una modificación sustancial en la trilogía
árabe-pueblo, árabe-lengua e Islam. Los turcos, esta vez los osmanlíes u
otomanos, sustituyen a los árabes como pueblo dirigente, quedando los árabes
sometidos políticamente hasta el siglo XX o volviendo a una fase tribal
semianárquica (Península Arábiga); el turco se convierte en lengua
administrativa incluso en las posesiones periféricas (Egipto, Argel), aunque
por motivos religiosos el árabe sigue teniendo vigencia oficial e influye
léxicamente en la lengua de los otomanos. La expansión turca por los Balcanes
significa una revancha tras la pérdida para el Islam de su rama más occidental
(España), pero al mismo tiempo hace al imperio menos homogéneo étnica y
lingüísticamente: el griego y el italiano son ''linguas francas'' de amplia
difusión en el mundo comercial; las tropas de élite son reclutadas de entre
renegados cristianos, los mismos sultanes son europeos por línea materna. El
nuevo imperio asume, desde la perspectiva geopolítica, los mismos objetivos que
su antecesor el Imperio Bizantino y verá en Persia no un aliado de la misma
religión, sino un enemigo y un rival por el control del Iraq, milenaria manzana
de la discordia entre partos y romanos, bizantinos y sasánidas. Marruecos, por
su parte, logra quedar fuera del dominio turco pero adolecerá de una
inestabilidad crónica por la oposición entre la minoría dirigente árabe y la
mayoría bereber, más rural y primitiva. El avance territorial del Islam en
Sudán y la India añaden complejidad a la sociedad musulmana incorporando razas
y lenguas muy distintas, fuera del circulo de los pueblos árabes. Sólo la
peregrinación fusionará en un todo tan distintos elementos.
Ya en el
siglo XVIII se perciben los síntomas de desarticulación en el espacio otomano:
problemas internos (dificultades de control directo de las provincias
periféricas, tendencias disgregadoras en la propia burocracia, ineficacia del
sistema fiscal, descontento de las minorías locales desplazadas de los cargos
importantes...) y externos (inferioridad militar frente a los imperios
europeos, retraso científico y tecnológico, pérdidas territoriales tanto en
Europa como en Iraq) obligarán a la élite funcionarial a plantearse reformas
que en ningún caso resultan eficaces.
Llegamos así
a nuestra época contemporánea, que el autor divide en dos fases: una primera
(1800-1939) titulada ''Epoca de los imperios europeos'' y una segunda
(1939-...), la ''Epoca de los Estados-Nación''. La primera es una manifestación
particular del colonialismo europeo, que tiene a su vez dos dimensiones: el
dominio directo de territorios musulmanes (Argelia, Egipto, Marruecos) por
parte de potencias europeas, y la influencia cultural en el más amplio sentido,
así como los privilegios de tipo económico para los intereses comerciales de
aquéllas. La crisis de identidad del mundo islámico (mejor ahora ese término
que el de ''árabe'') lleva a las clases dirigentes a buscar en el ejemplo
exterior la solución a su decadencia pero en casi ningún momento se evidencia
una renuncia de orden religioso: todo se reduce a considerar la mayor o menor
compatibilidad de las novedades occidentales con los valores propios; hay una
apertura a ese mundo de fuera en forma de asuntos técnicos, aprendizaje de
idiomas, enriquecimiento de la lengua y la literatura árabes en contenidos y
géneros literarios, pero también surgen reafirmaciones integristas que creen en
un nuevo dinamismo extraído de sus esencias culturales y religiosas (como el
mahdismo sudanés o los wahabitas arábigos). Parece, sin embargo, que la
sociedad en su conjunto, salvo las minorías fascinadas por las novedades
europeas o beneficiadas por los cambios sobrevenidos tras la penetración colonial,
fue poco permeable a influencias de fondo, si bien en muchas ocasiones fueron
los mismos europeos quienes establecieron las líneas divisorias no ofreciendo a
la población indígena la posibilidad de integrarse en el proceso de
modernización.
A partir de
1939, pero más exactamente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los
países islámicos recobran su independencia y se enfrentan a distintos modelos a
seguir: el primero, ya puesto en práctica en Turquía tras la Primera Guerra
Mundial, sería el de asumir plenamente los valores occidentales eliminando la
identidad político-religiosa del Estado y afirmando por el contrario el
particularismo nacional de base étnica y lingüística; este modelo sólo tendría
un claro seguidor en El Líbano, y su posterior inestabilidad le condenaría al
fracaso. La línea nacionalista, pero sin prescindir de la amalgama islámica
totalmente, tuvo dos corrientes, ambas dirigidas al conjunto árabe (en términos
idiomáticos más que étnicos): el socialismo árabe del partido Baas o Baath, con
centro en Siria e Iraq, y el nasserismo, también autodefinido como socialismo
nacional. La forma en que se desarrollaron ambas ideologías (caudillismo,
xenofobia, victimismo, oportunismo) les hace deudores, a su vez, de los
fascismos europeos, de los que los separa el componente religioso. Otro modelo
buscará en el pasado las raíces de la regeneración procurando reinterpretar los
principios islámicos para adecuarlos a las realidades presentes, pero volviendo
a poner énfasis en el factor religioso y no en los restantes: este integrismo o
fundamentalismo, mucho más ambicioso territorialmente, nació en Egipto, siendo
su organización más destacada la de los Hermanos Musulmanes. En fin, el modelo
más rupturista, de inspiración marxista, estuvo vigente en el Iraq de Abdel
Karim Kassem y en el Yemen del Sur por un corto período.
El
nacionalismo árabe fracasó al contraponerse con los particularismos de los
distintos Estados; los intentos de unión - caso de la República Arabe Unida de
Egipto, Siria y Yemen -, duraron menos de diez años; otros sólo existieron
sobre el papel (como en el Norte de Africa); no hay que minimizar la influencia
que en esta frustración tuvo tanto la repetida derrota ante Israel - principal
enemigo común -, como la interferencia de Estados Unidos y la URSS, interesados
ambos en mantener puntos de apoyo en el área.
A la
insolidaridad interárabe (riqueza petrolífera de unos, crecimiento demográfico
excesivo en otros) se agregó el fracaso de la acción del Estado, que en el
segundo de los casos optó por políticas económicas dirigistas inapropiadas para
conseguir un desarrollo adecuado. Este fracaso ha quedado matizado por el
enorme poder de control, que da una apariencia de estabilidad a los gobiernos a
pesar de su desprestigio.
La única vía
alternativa que quedaba, el integrismo, representaba el fin del nacionalismo
árabe, subsumido en el más amplio frente de países islámicos. Curiosamente la
iniciativa política en este sentido vino de un país no árabe, Irán, y además
chiíta, lo que no ha sido obstáculo para que su ejemplo haya arraigado en
países sunnitas y muy alejados geográficamente (como Argelia). La reacción no
tardó en producirse, y los mismos gobiernos árabes en su mayoría han elegido
oponerse frontalmente al fundamentalismo. Queda por saber si los valores
alternativos siguen teniendo al nacionalismo como soporte o se trata de simples
estrategias de los grupos de poder para sobrevivir. El fin de la confrontación
Este-Oeste ha eliminado, por su parte, un factor externo que pudiera servir de
pretexto a la falta de unidad; y la diversidad de actitudes ante Israel ha
incrementado los elementos internos de división.
No hay comentarios:
Publicar un comentario