Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
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Una nueva y última dilación, sin embargo, había de
sufrir, todavía, la ejecución de esta medida. Consultado, con anterioridad, y
sobre el particular, el Pontífice Paulo V, pareció escuchas las observaciones
de los que combatían –entre ellos figuraban también ciertos eclesiásticos, mas
tolerantes, de los que la figura más destacada era, como se ha dicho, el Obispo
de Segorbe, quienes argüían que la mayor parte de los moriscos no pecaban
contra la fe cristiana, sino por ignorancia, de la que eran responsables los
mismos que tenían el deber de instruirlos en el Dogma y en la práctica de los
Sacramentos-, y por Breves al Metropolitano y Obispos valencianos, expedidos en
11 de mayo de 1606, les exhortaba se reuniesen para estudiar los medios más
expeditivos a la sólida catequización de los acusados. Lo mismo pidió el Papa a
Felipe III. Se congregó, pues, en el Palacio Real de Valencia, en 22 de
noviembre de 1608, una Junta eclesiástica compuesta por cuatro prelados (el
Arzobispo de Valencia y los Obispos de Segorbe, Tortosa y Orihuela), a quienes
de acuerdo con el Rey se agregaron el Inquisidor más antiguo de Valencia (don
Bartolomé Sánchez), nueve teólogos y consultores, y el Virrey y Capitán
General, Marqués de Caracena, actuando de secretario el cronista don Gaspar de
Escolano.
Pero mientras se prolongaban las deliberaciones de
esta Junta, cuyo informe enviado a Madrid, en 1609, en nada había de alterar la
sustancia de lo resuelto por el Consejo de Estado, al Duque de Lerma, alarmado
por nuevas noticias de conjuras y mensajes dirigidos a Constantinopla y
Marruecos, no sólo ya por los moriscos de Valencia, si que también los de
Aragón y Murcia y hasta los de Castilla, decidió expulsarlos, con toda urgencia
y en masa, tratando de convencer al Rey. Aprovechó, en consecuencia, una nueva
reunión del Consejo de Estado, celebrado el 4 de abril de 1609, para
ratificarse en el anunciado parecer, que los consejeros aprobaron en todas sus
partes, y al dar cuenta al Rey del nuevo e irrevocable acuerdo de expulsión, en
cuya adopción tan decisivamente pesara su opinión y su voto de calidad, el
débil monarca, ansioso también de resolver el problema por medio del destierro
de los moriscos, acabó por ceder, diciéndole: “¡Grande resolución! Hacedlo vos,
Duque”.
Así se cumplió, dice Lafuente, la profecía de un
humilde fraile, el P. Vargas, que predicando en Riela, el mismo día del
nacimiento de Felipe III, conminaba a los moriscos aragoneses con las
siguientes palabras: “Pues que os negáis, absolutamente, a venir a Cristo,
sabed que hoy ha nacido, en España, el que os habrá de arrojar del Reino.” Y en
efecto, el 22 de septiembre de 1609 se promulgaba el bando real por el que se
ordenaba la salida de España de los moriscos, empezando –según luego veremos-
por los del Reino de Valencia.
Y el Duque de Lerma no tardó en hacer aquella
resolución y ya no se pensó en otra cosa que en los preparativos para la
ejecución de esta radical medida. Cortó así –como dice Vicente Escrivá- “de un
tajo vigoroso el nudo gordiano de la cuestión”.
“(En Francia, el Obispo Richelieu, enemigo
implacable de España, comentó con frases despectivas el consejo leal del
Privado. Todavía el Pontífice no ha pronunciado contra él las terribles
palabras: “¡Si hay un Dios, el Cardenal Richelieu tendrá bastante de que darle
cuenta!” No las ha pronunciado, pero están temblando en el mismo dintel de la
historia.)”
Capítulo V: Razones jurídicas que aconsejaron la
expulsión de los moriscos.
Acabamos de asistir a la génesis del edicto de
expulsión, a través de tantas y tan variadas vicisitudes que se han
descrito. Pero antes de proceder al
relato de su material promulgación y ejecución,
con las importantísimas consecuencias que acarreara, debemos considerar, siquiera sea de manera sucinta, los motivos y
razones políticas que lo hicieron posible. ¿Y donde mejor que en los célebres y
discutidos memoriales del Patriarca Ribera podremos hallar esa doctrina?.
Avalados por su saber y experiencia y ratificados sus consejos por sentencias
que admitían sin reparo algunos legistas de su época, fueron examinados ya, con
su proverbial madurez, por la Sagrada Congregación de Ritos, antes de fallar,
en el proceso de beatificación, acerca de las virtudes del Patriarca. San Juan
de Ribera fue beatificado por el Papa Pío Vi, en 18 de septiembre de 1796. Los
moriscos, denunciaba en ellos el Arzobispo de Valencia a Felipe III, “son reos
del doble delito de oponerse a la religión de la patria y de traicionar al país
que les sirvió de albergue”.
Nada hay de insólito ni de extraño en estas
acusaciones que constituyen los motivos fundamentales por los que dicho prelado
pedía la expulsión de los moriscos, puesto que nada en ello dejó de ser
estudiado y aconsejado por los prohombres que rodeaban a Felipe III, y,
singularmente, por la Junta de Lisboa, en 1582; por la de Valencia, en 1565 y
1566; por las de Valencia y Madrid, en 1567, y por los Consejos de Estado a
últimos del siglo XVI.
Decía Ribera que los moriscos, como ya vimos al
tratar del primer memorial, que “su ánimo y obstinación contra la fe católica,
es uno en todos”, Es decir, que los moriscos cristianos nuevos eran herejes
pertinaces y por lo tanto reos del delito “léase religionis”, y como de la notoriedad de este delito
atestiguaban su pertinaz conducta y sus sacrílegas obras, de todos conocidas, no cabe duda que dicha notoriedad de hecho
“notoriedad facti).
Ahora bien; presupuesto el delito de herejía, el
Patriarca consigna en su informe el derecho del monarca a desterrarles o
condenarles a la pena impuesta por el legislador (la imposición de graves
tributos, confiscación de bienes, envío de galeras y hasta incluso la muerte.
No nos incumbe ahora juzgar la crueldad de la ley.
Era justa además de ser legal aquella pena,
y el Rey y su gobierno podían y debían aplicarla. El propio Ribera
defiende este medio como legal, en el terreno canónico y en el civil, y a
ningún legista medianamente instruido ha de extrañarle la licitud de aquel
medio, teniendo en cuenta la pragmática
contra los judíos de 1492.
La religión católica era, como hoy, la de la mayoría
de los españoles y la unidad católica era una necesidad en la España de antaño,
pero una necesidad legal, de hecho y de derecho. Por tanto era lógico que la
justicia y el derecho a favor de la parte mayor y más sana del país excluyesen
la tolerancia del error en la más exigua y enemiga del derecho de los demás.
Así, al menos, lo reconocían los legistas y así entendían el espíritu de la ley
los jurisconsultos de aquella época, y de ahí en que se tuvieran en poco todas
las pérdidas materiales con tal de alcanzar el fin primordial. Respecto de este
punto jurídico había criterio fijo en los gobernantes y en los vasallos.
La transigencia en el error no tenía el nombre de
prudencia y de ahí la serenidad con que aconseja el Patriarca al Rey la
ejecución de las leyes justas. Pero es que la justicia y el derecho promulgado
no excluyen la clemencia, y Ribera, espirita hidalgo y noble, al apuntar tales
medios coercitivos, aconseja la pena menor (destierro), inclinándose del lado
de la misericordia y mayor suavidad mientras pudiese esperarse corrección en el
delincuente.
La mayoría de autores, tanto nacionales como
extranjeros, atribuyen esta expulsión al fanatismo de Felipe III y sus
consejeros y de la Inquisición, sacrificando a su intolerancia religiosa la riqueza
de España. Pero el motivo religioso, con
ser tan importante, no fue el fundamental, Aparte de que la iglesia y los
prelados hicieran todo cuanto les fuera posible por conseguir la conversión de
aquella raza. El móvil de la expulsión –y con ello están ya de acuerdo
escritores antiguos y modernos- fue altamente político. Los moriscos eran
traidores a su Rey y reos del crimen de “lease patriae”.
Los moriscos alpujarreños, después de la rebelión
armada contra Felipe II, eran reos convictos de lesa patria, pues para ellos
habían recabado la protección de los corsarios turcos y berberiscos que
infestaban el litoral con sus piraterías, con objeto de asegurar el éxito de la
insurrección, invitándoles a que invadieran España y ofreciéndoles, a tal fin,
su ayuda. Pero es que aun había más, y en su odio ciego mortal hacia sus
gobernantes cristianos habíase concentrado aquella raza heterogénea e
irreductible, elemento siempre hostil dentro de la comunidad española, con los
franceses del Rosellón y del Bearne y hasta con los protestantes ingleses,
cuando unos y otros hacían la guerra a Felipe II. Y el mismo Patriarca Ribera
lo confirmaba al decir que, el temor era
“no solo respecto a los moros y turcos,
sino también del francés y del inglés y de cualquier otro enemigo de la
Religión Católica y de la Corona de España.
Algún escritor contemporáneo atribuye y no sin
fundamento, el motivo de estas conspiraciones moriscas en las Cortes de Francia
e Inglaterra a la intervención de Antonio Pérez. En efecto, este hombre funesto
y traidor a su patria que como secretario de Felipe II tuvo el triste don de
engañar por muchos años la confianza de su soberano, huido de España al amparo
de los amortizados aragoneses pudo atravesar la frontera francesa y presentarse
en el Bearne, donde la princesa Catalina le dispensó muy buena acogida, lo
mismo que, después en París, su hermano Enrique IV, ansioso de eclipsar la
gloria de los Austrias.
Allí descubrió al monarca francés los puntos flacos
y los secretos del estado español, siendo no pequeña parte de nuestras
posteriores desdichas. De París marchó Pérez a L0ndres, y en 1593 se presentó,
igualmente a la Reina Isabel, enemiga irreconciliable del monarca español,
exponiéndole análogos secretos y proyectos.
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