Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
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Después del Consejo de Estado celebrado el 3 de
enero de 1602 –tan adverso, según acabamos de decir, para la causa de los
moriscos- continuaron éstos durante unos años trabajando sus tierras,
practicando sus ceremonias y leyes, conspirando y desafiando, con inaudita
insolencia, la hidalguía de los cristianos viejos. Entre tanto, fallecido el Conde de Benavente, don Juan
Alfonso de Pimentel y de Herrera, fue nombrado Virrey de Valencia su Arzobispo,
don Juan de Ribera, quien juró el cargo el 3 de diciembre de 1602, día de San
Mauro, mártir, y patrón del Colegio de Hábeas Christi. Comenzó a desempeñarlo
restableciendo la tranquilidad pública, tan alarmada por las actividades y
conspiraciones de los moriscos, publicando bandos y prendiendo a diez de los
traidores. Pero en vista de las dificultades que le creaban los señores de
vasallos, no tardó en presentar la renuncia del nuevo cargo, que le fue admitida a mediados de enero de
1604. Las Cortes generales celebradas en Valencia, en este año, en el R.
Convento de Predicadores, y que fueron recibidas con general alegría, ya que
desde las de Monzón, en 1585, no había disfrutado este Reino de este
privilegio, adoptaron varias medidas defensivas y no faltó teólogo que presentó
un voluminoso informe abogando por la aplicación de medios más suaves para la conversión. Pero
esto resultaba ya inútil, después del fracaso experimentado en los repetidos plazos
de gracia, y principalmente por haberse descubierto una nueva y formidable
conspiración morisca –apoyada por Francia e Inglaterra, que motivó un proceso y
una sentencia del Marqués de Villamizar, a 23 de junio del mismo año- y de la
que se tratará mas adelante.
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El descubrimiento de todos estos planes,
afortunadamente frustrados, que tramaba aquella proterva raza, aumentaba el
número de los partidarios del rigor, y prelados y comisarios regios, prohombres
y humildes religiosos, universidades y personas doctas en general, comenzaron a
preocuparse de la resolución que debía darse a este acuciante problema morisco
y a meditar los remedios para conjurar tan gravísimo peligro. Pero... pasaba el
tiempo, menudeaban las consultas,
volvíase sobre los precedentes, congregábase, con frecuencia, la Junta de los
Tres, que entendía directamente de dicho asunto, y no se adelantaba ni un paso
en la puesta en práctica de los medios adecuados.
Hemos nombrado la Junta de los Tres, y creemos
interesante dar una somera referencia acerca de lo que era dicho organismo. El
Monarca español, además del Consejo de Estado, tenía a su lado, para
asesorarle, en graves negocios de la gobernación del país, otro más reducido e
íntimo cuerpo consultivo, compuesto del Confesor real (a la sazón el Cardenal
Fray Jerónimo Xavierre); del Comendador Mayor de León y del Conde de Miranda.
Este pequeño organismo asesor, compuesto por los mencionados prohombres de
Estado, se denominaba Junta de los Tres. Estudiaban dichos consejeros todos los
informes, contrastaban todas las
opiniones y, en más de una ocasión, obedecían las advertencias de regiones más
elevadas.
En las sesiones que le referida Junta celebró, en
los días 1 de enero y 29 de octubre de 1607, se tomaron acuerdos inspirados en
la conmiseración para con los cristianos nuevos. De ello resulta que el Padre
confesor hizo constar que, aunque el Arzobispo Ribera sostenía la opinión ya
conocida de desconfianza en la conversión de aquella gente, creía conveniente
insistir en ella, escribiendo cartas al Patriarca, Virrey y Obispos. Idéntico
parecer manifestaron el Conde de Miranda y el Comendador Mayor de León. Así
debió ordenarse, mandando instrucciones al Patriarca, y, nuevamente, el
problema volvía por los cauces de la benevolencia, mas que por fe en el
remedio, como justificación de la posible adopción de medios coercitivos cuando
la instrucción no aprovechase. La actitud en que se habían colocado tres altos
consejeros, que parecía inspirada por el Obispo de Segorbe, don Feliciano de
Figueroa –tan acérrimo defensor de los moriscos-, no podía ser más noble y
prudente, y si éstos hubieran sacado el debido provecho de ella, deponiendo su
tenaz fanatismo o no hubiesen confiado en la protección descabellada de sus señores, se hubiera dado un gran paso
en la solución del problema morisco en el terreno de la paz y conciliación de
todos los intereses.
Volvía a reunirse la Junta de los Tres, en 29 de
octubre, y examinadas todas las consultas recibidas desde 4 de diciembre de
1581, y reconociendo la ineficacia del nuevo edicto de gracia y la gravedad del
caso, el Confesor Real empezó adhiriéndose, ahora, a la opinión de don Juan de
Ribera, partidario de la expulsión; pero ante la opuesta, defendida por el
Cardenal Guevara, acabó optando por la misericordia en lugar del terror, y de nuevo volvieron a conformarse con esta
actitud del Comendador y el Conde de Miranda.
Tan continuadas vacilaciones y contraproducente
política de dar largas al asunto, con deliberaciones que se eternizaban, acabaron
por envalentonar a los moriscos, quienes, entre tanto, cobraban más confianza,
a cubierto de la cual proseguían sus conspiraciones y se arrojaban a mil
absurdas intentonas; elegían reyezuelos de su raza; mantenían correspondencia
con los hugonotes del Bearne, y mandaban emisario al Gran Sultán, ofreciéndole
500.000 guerreros si quería apoderarse de España y sacarlos de la servidumbre.
¿Qué mella, se pregunta Martínez Pelayo, habían de hacer en gentes de tan dura
cerviz los edictos, ni los perdones, ni los esfuerzo del Patriarca, don Juan de
Ribera, enviando misioneros y fundando escuelas?.
No ignoraban todo estos los hombres de gobierno que
rodeaban al Monarca, y prueba palmaria de ello fue el sentir general y
predominante en el memorable Consejo de Estado, en pleno, reunido en 30 de
enero de 1608, de cuyos acuerdos se puede afirmar, sin vacilación, sirvieron de
base a la solución radical que, por fin, tuvo el problema morisco.
En dicha comentadísima sesión, el Condestable de
Castilla, el Comendador Mayor de León, el Cardenal de Toledo, el Duque del
Infantado, el Conde de Chinchón, el Confesor de su Majestad, el Conde de Alba
de Liste y el Duque de Lerma, plantearon el remedio que constituía ya un clamor
general, esto es, la expulsión de la raza muslímica del territorio español. La
conveniencia y necesidad de esta radical medida fue reconocida por todos, si
bien el Duque de Lerma propuso una sagaz moción, que no se había presentado en
anteriores Consejos, tendente a ganarse las simpatías y apoyo de los señores de
moriscos de Valencia, a saber: darles las haciendas a sus vasallos, como
indemnización y recompensa de las pérdidas que sufrirían con la ejecución del
destierro propuesto por aquel Consejo.
Después de tan trascendental acuerdo, la suerte
estaba echada y la expulsión era ya un hecho.
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