lunes, 5 de noviembre de 2012

MISTERIOS DE LA HISTORIA-XIII



Por: Ricardo de la Cierva
Editorial  Planeta

Segunda edición: febrero 1991

 Y el resto del siglo XIX fue digno de tal siembra. Nunca había participado tan profundamente Cataluña, desde fines del siglo XV, en la vida pública española. Cuando el General O´Donnell quiso apuntalar el reinado de Isabel II con su gran aventura africana de 1859 –la guerra de Africa, que terminó con la victoria de Tetuán y la del camino de Tanger en Wad-Ras-, los voluntarios catalanes se distinguieron entre todas las unidades, y el general de Reus, don Juan Prim, los arengaba en catalán y en nombre de Cataluña. Todavía hoy queda en el barrio madrileño de Tetuán de las Victorias una calle a ellos dedicada que conmemora su gesta. Aunque los manipuladores de la historia se empeñen en presentarnos el siglo XIX exclusivamente como caldo de cultivo para el catalanismo naciente, la verdad es que hasta el común general desastre de  1898 nunca se había desbordado tanto el patriotismo español en Cataluña.

EL NACIMIENTO CONTEMPORANEO DEL NACIONALISMO CATALAN.

Insisto: durante el siglo XIX, y después de tan gloriosos principios, Cataluña vivió intensamente el patriotismo es­pañol dentro de la nación española. Nunca había sido tan amplia ni tan intensa la participación de los catalanes en la vida pública española. Catalanes fueron el ídolo popu­lar y militar del progresismo, general Prim, y el gran teó­rico conciliador del moderantismo, Jaime Balmes. Tan ca­talanes eran algunos prohombres intelectuales y políticos de la revolución liberal de 1868 y la primera República española (tres de sus cuatro presidentes), como el santo confesor de Isabel II y adversario implacable del liberalis­mo exaltado y petrolero, Antonio María Claret, catalán de origen y ejercicio en su gran aventura española. Pero tam­bién es cierto -ahora sí- que, mientras avanzaba el siglo XIX hacia su final, y España veía cada vez más amenazado su último horizonte americano, se iba configurando el na­cionalismo catalán, dentro de la segunda gran oleada de nacionalismos europeos que brotan en la Europa central y mediterránea como una fase política del movimiento ro­mántico, sobre todo desde la creación de las naciones-Es­tado en Alemania y en Italia en el siglo XIX hasta la des­composición nacionalista del Imperio austrohúngaro y el turco tras la primera guerra mundial de 1914-1918. Sobre patrones anteriores, Mazzini había anunciado, como ban­dera prefabricada para la unidad de Italia, y con la vibrante música de Verdi, el famoso principio de las nacionalida­des, que puede interpretarse así: todo pueblo cualificado por una cultura específica -en torno a una lengua propia­ es una nación con derecho a autodeterminarse en la pleni­tud política de un Estado. En esta segunda oleada de na­cionalidades europeas, transmitida en pleno siglo XX, con enorme fuerza, a los nuevos impulsos nacionales del Ter­cer Mundo al deshelarse la colonización imperialista, la nacionalidad no se consigue sin autodeterminación. La na­ción sin vocación de Estado es o bien una entelequia o bien un pueblo oprimido. Y la nacionalidad abstracta de nuestra Constitución de 1978 -adelantémoslo- no signifi­ca nación; no es una aplicación subrepticia del principio de las nacionalidades.

Hasta fines del siglo XIX el pueblo catalán -creo ha­berlo mostrado va claramente- había afirmado varias ve­ces su personalidad en los grandes momentos de su histo­ria, que es también la historia de España, integrándose en una entidad no sólo estatal, sino también nacional de ámbito más amplio, de orden superior, el Estado español v la nación española, en gestación o en plenitud. Ahora no. Ahora el nacionalismo catalán que florece a fines del siglo XIX y estalla en el siglo XX pretende marcar sus dife­rencias con España mucho más que las afinidades de Ca­taluña dentro de España. No es, como había sido toda la historia de Cataluña, un movimiento centrípeto sino cen­trífugo. Y -perdón, pero es cierto- no es simplemente un movimiento natural sino, en parte, artificial, aunque fundado en profundos datos naturales... y en una voluntad estratégica de dispersión y disociación. El nacionalismo catalán contemporáneo nace de un origen múltiple en ese contexto impulsor de las nuevas nacionalidades europeas:

1. El renacimiento cultural de la maravillosa lengua catalana, dormida literariamente durante varios siglos, en el siglo XIX, cuando rebrota en la Renaixença, con las cum­bres de Verdaguer y Guimerá, toda una recuperación espi­ritual y cultural que florece directamente de las raíces po­pulares y será fuente principal del catalanismo político, aunque algunos no lo entiendan desde Madrid.

2. E1 tradicionalismo -culto, cultivo- de la tradición religiosa, jurídica, social y hasta política -incluido el po­deroso carlismo catalán-, que enlazará muy pronto, por la derecha, con el Renacimiento cultural; y recibirá el alien­to profundo de la Iglesia catalana -los obispos Torras y Bages, Morgades-, entre dos polos de espiritualidad his­tórica: la diócesis de Vich, el monasterio de Montserrat. La Iglesia catalana es una clave histórica del nacionalismo catalán, y como tal se mantiene hasta hoy, con el apoyo absoluto de esa Iglesia a la Convergencia nacionalista de Jordi Pujol y con el empeño expresado varias veces por los obispos de Cataluña de que los demás españoles com­prendamos las exigencias del nacionalismo. Incluso las in­comprensibles.

3. El federalismo político, entre las figuras de Pi y Mar­gall, teórico y presidente de la primera República; y Va­lentí Almirall, motor del catalanismo. Es el único, aunque muy importante, factor original republicano e izquierdista del catalanismo, que en su gran mayoría es un movimien­to conservador de derechas.

4. El proteccionismo económico conservador de la bur­guesía catalana frente a la imposición librecambista. E1 proteccionismo se institucionalizó en 1889 en el Fomento del Trabajo Nacional, que entonces se interpretaba como Nacional de España, desde luego. El Fomento, que todavía subsiste pujante, está hoy integrado en la patronal CEOE y junto con ella ha conseguido convertir a los órganos de la prensa moderada en Madrid -el monárquico ABC y el ex católico YA- en órganos del catalanismo actual, en al­tavoces del señor Pujol en la capital de España. Es un fe­nómeno significativo de nuestros días, en el que nadie parece fijarse, pese a sus evidentes y no siempre claras
 consecuencias.

Más o menos éste es el lúcido esquema del profesor Jesús Pabón, en su gran biografía de Cambó, prócer del catalanismo político; un movimiento que evolucionó rápi­damente, durante las primeras décadas del siglo actual, desde la afirmación regionalista al nacionalismo rampan­te e incluso, aunque nunca por completo, al separatismo, cuando se hundió el horizonte imperial de España desde el que había fraguado, a fines del siglo XV, la unidad. En­tonces quiebra -como había anunciado el catalanismo naciente- la eficacia del Estado español y el horizonte de España; cuando España se quedó sin pulso; cuando el De­sastre de Ultramar compromete mortalmente a la econo­mía catalana, que pierde algunos de sus mercados más ren­tables y seguros. «La crisis del 98 -rubrica Pabón- ­acentúa o suscita en Cataluña un auténtico separatismo.» E1 nacionalismo catalán no llegó nunca a despeñarse por completo en el separatismo; pero vaciló más de una vez al borde del abismo. Y no rechazó, desde después del De­sastre hasta hoy, el horizonte separatista, sobre todo en lo cultural. Fue la derecha catalana quien abanderó, gra­cias a políticos como Prat de la Riba y Cambó, sus prime­ras etapas. Y quien formuló, a veces desde el chantaje, sus más peligrosos equívocos.

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