Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
Murió Felipe II en El Escorial, el día 13 de
septiembre de 1598, y este poderoso Monarca, adalid esforzado del Catolicismo,
al que los protestantes –sus más encarnizados enemigos- tanto se han esforzado
en denigrar, tachándole de cruel y sanguinario y llamándole el “Demonio del
Mediodía”, no se atrevió, sin embargo, a decretar la tan ansiada expulsión de
los moriscos.
“Nada logró –dice Boronat- con su política de
contemporización, y el problema quedó sin resolver al bajar aquel al sepulcro,
después de haber depositado, en las manos de su inepto hijo, el cetro de dos
mundos.
La razón de Estado se había impuesto, y Felipe, no
obstante su conciencia severa y el temor fundado de conspiraciones y
levantamientos, como el de la Alpujarra, de 1568, cedió a semejante razón”.
Capítulo IV: Felipe III y los memoriales del
Patriarca Ribera. – Consejos de Estado.
Al Rey Prudente, como por antonomasia se denomina a
Felipe II, sucedió en todos sus Estados, menos en los de Flandes, cedidos a la
Infanta Isabel, su hijo Felipe III (1598-1621), quien, en 13 de septiembre de
1598, fue reconocido como Soberano de España. Sus primeras disposiciones fueron
de ayuda al Patriarca Ribera en su emprendida obra de instrucción de los
moriscos. Pero este Rey en nada se asemejaba a su progenitor. Piadoso y
concienzudo, pero inepto y falto de carácter. Bien lo sabía su augusto padre
cuando, poco antes de morir –y lo afirman varios historiadores- exclamó,
dirigiéndose a su fiel Ministro, don Cristóbal de Moura, Marqués de Castel
Rodrigo: “¡Ay, don Cristóbal que me temo que le han de gobernar!”, Y en otra
ocasión “¡Dios que me ha dado tantos reinos –dijo- me ha negado un hijo capaz
de regirlos!”. Y los hechos vinieron, bien pronto, a confirmar tan triste
augurio, descargando todo el peso del gobierno en manos de su valido, don
Francisco de Sandoval y de Rojas, Duque de Lerma y Marqués de Denia, quien, sin
tener tampoco grandes dotes de gobernante, propuso, desde luego, en la cuestión
morisca, las más graves resoluciones, como puede verse en la consulta del
Consejo de Estadio de 2 de febrero de 1599. En ella volvió a plantearse el
problema de expulsión de los moriscos, que, de acuerdo con las Cortes, quedó ya
determinado en 1582.
La ocasión era muy propicia, al socaire de la política
personalista llevada a cabo por el privado, de la religiosidad del Monarca que
tan bien sabía explota el de Lerma y del fanatismo, cada vez más
creciente, de la época. El Consejo de
Estado había opinado, tres días antes, en otra reunión habida el 30 de enero,
que los moriscos de 15 a 60 años fueran condenados a galeras y confiscadas sus
haciendas; y para los mayores de 60 años y las mujeres, resolvió fuesen
deportados a Berbería, y en cuanto a los niños,
que quedaran en seminarios. Esta misma opinión consignó el Marqués de
Denia, según ya hemos dicho, en la otra sesión de 2 de febrero.
Una primera ocasión tuvo Felipe III de apreciar, por
sí mismo, la magnitud del problema morisco y la dificultad que entrañaba su
resolución y fue con motivo de su viaje a Denia, donde fue huésped del Duque de
Lerma, y de allí a Valencia, en la que hizo su entrada el 28 de febrero de
aquel mismo año de 1599. La causa de dicho viaje era el casamiento del Rey con
doña Margarita, hija de la Archiduquesa de Austria, que tuvo lugar en la
mencionada ciudad del Turia.
Como consecuencia de la impresión que le produjo el
examen, “de visu”, de tal problema, resolvió apelar a todos los medios antes de
llevar a la práctica el propuesto por los consejeros de Estado en 1582.
De Valencia, donde con motivo de su boda otorgó
abundantes mercedes a los valencianos y
en cuya ciudad realizó, además, el acto trascendental de prestar obediencia a
Clemente VIII, enviando embajador especial en la persona del Conde de Lemos,
pasó a Barcelona desde la que expidió al Arzobispo de aquella ciudad un
importante despacho, fechado en 23 de mayo,
que demostraba, fehacientemente, el gran interés que tenía en resolver
la cuestión morisca. En dicho documento viene a confirmar el Rey aquella su
resolución, de que antes hablábamos, pues las instrucciones concretas respecto
de cuanto tenía que hacerse para lograr la reducción de los nuevos convertidos
a la raza morisca.
Antes de ser recibida por el Patriarca Ribera esta
carta real, había convocado a los curas párrocos de sus Diócesis a una reunión
sinodal, en la que contrastando con las opiniones emitidas en los Consejos de
Estado mencionados, se acordó que, lejos
de expulsar a los moriscos, se les debía adoctrinar e instruir, haciendo cuanto
humanamente fuese posible para convertirles a la religión cristiana.
Consecuencia de esta actitud fue un nuevo edicto de
gracia, cuya solemne publicación autorizó el Monarca, desde Denia, en 6 de
agosto de 1599, acompañado de unas letras del inquisidor general y Obispo de
Cuenca, don Pedro Portocarrero, “en las cuales concedía perdón general a todos
los moriscos que, en el espacio de un año, de su grado, abrazasen la Fe
Católica, abjurasen los errores de la Secta de Mahoma, y humildemente pidiesen
perdón por ellos”.
Para el éxito de aquel jubileo no escatimó en
anciano Patriarca esfuerzos ni trabajos, empezando con la orden de publicación
y circulación del célebre “Catecismo para instrucción de los nuevos convertidos
moros” – escrito por su antecesor, don Martín de Ayala, e impresos en Valencia
por Pedro Patricio Mey, en 1599-, con
objeto de que los moriscos no pudiesen alegar excusa en la recepción de la
doctrina evangélica. Don Roque Chabás, en 1911, hizo una edición facsímil del
precioso opúsculo que contenía dicho Catecismo.
En la circular que el prelado envió a los rectores
que contaban moriscos entre sus feligreses, además de darle cuenta de la
impresión del citado catecismo les recordaba las instrucciones verbales dadas
en el Sínodo, y les recomendaba ardientemente, prestasen la máxima cooperación
a los predicadores encargados de preparar a los conversos para el citado edicto
de gracia, entre los que sobresalieron
los padres jesuitas, a quienes el Arzobispo profesaba singular estimación.
Tanto la carta circular como las instrucciones a los predicadores, llevaba la
fecha de 16 de julio de 1599.
El mismo Patriarca, que, no obstante su avanzada
edad, llevaba todo el peso de la dirección apostólica de aquel generoso
jubileo, quiso salir, durante el edicto de gracia, hacia varios lugares de su
Diócesis, acompañado de algunos varones insignes en virtud, como el bendito P.
Fray Domingo de Anadón, portero del Convento de Predicadores de Valencia, según
refieren testigos presenciales. Los frutos de aquel jubileo fueron bien
escasos, por que “aunque al principio – continúan diciendo dichos testigos-
parece que se va haziendo algún provecho, pues algunos que se temían del
Tribunal de la Santa Inquisición se reconciliaron con ella y pidieron perdón de
sus errores, pero luego se echó de ver que no era la conversión verdadera, pues
no pretendían más que asegurarse para que, acabado el edicto de gracia, no
echasen mano de ellos por las herejías que antes avían cometido”.
Resultado de este desengaño del gobierno y de los
prelados, ante tal fracaso, fueron los rigurosos acuerdos del Consejo de
Estado, celebrado el 19 de febrero de 1600, y los célebres memoriales de don
Juan de Ribera, de los que nos ocuparemos seguidamente.
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