Ricardo García Moya
Diario de Valencia 30 de Junio de 2002
Con sólo ocho páginas, “El
café” (Valencia, 1816) era un sainete que retrataba la fauna habitual de
estos locales: el poeta sin inspiración, un infame “novelero”, dos majos
desvergonzados, un pedante abate (neologismo que aludía al eclesiástico menor;
p.ej., un deán, no al abad de convento), el chulesco currutaco, etc. La
imprenta de Orga publicó esta y otras piezas castellanas que, a bajo precio, se
podían adquirir en la librería Navarro de la calle de la Lonja de Valencia.
Entre 1813 y 1816 salieron del taller de Orga multitud de comedias y dramas de
Lope de Vega, Moreto, Matos Fragoso, etc.; aunque su especialidad fueron los
sainetes: El alcalde toreador, El almacén de criadas, etc. El ambiente que
refleja “El café” retrotrae a fines del XVIII, anterior al de los locales
parisinos donde Verlaine destilaba en alcohol sus estrofas; o donde Gómez de
la Serna reducía todo a greguerías, hasta las camareras, “guardias civiles de
gala que defienden el café”. El autor de “El café” parece ser el madrileño
Ramón de la Cruz, prolífico creador de centenares de sainetes que cumplían la
humilde función de entretener mientras se cambiaba el decorado. Los cerca de
quinientos que se le atribuyen son acordes con la cultura unificadora
borbónica, despreciadora de lo que no fuera castellano, desde costumbres a
idiomas.
En el breve sainete, el dramaturgo
busca la sonrisa con las miserias del “currutaco Don Sebastián”, un esnob que
pide las gacetas de Leyden y Lugano. El dueño del café, sorprendido, pregunta:
“Señor, si usted no sabe esas lenguas, para qué las quiere?”. A lo que el
currutaco responde: “Pero conozco las letras, y es fuerza para citarlas haber
leído siquiera los títulos” (p. 1). Tras pedir “café y un vaso de agua”, los
tertulianos abordan la cuestión de los proyectos literarios del abate Don
Julián. Usando el mordaz diminutivo, inquieren: “Abatito, cómo vamos de tareas
literarias? Circunspecto, el aludido contesta: “Ahora escribo una obrilla que
me adquirirá gran fama.., una Gramática cuadralingue (sic) o precepto de las
lenguas andaluza, valenciana, catalana y aun gallega” (p. 1). Se supone que el
público reaccionaría con carcajadas al ridículo intento de estructurar
gramaticalmente lo que el castellano consideraba jergas ridículas. En la época
en que fue escrito “El café”, entre 1760 y 1790 (algún personaje lleva peluca
y espada), el progresismo borbónico convertía al castellano en la única lengua
culta de España, rebajando a dialectos rústicos las lenguas periféricas.
Observen que Ramón de la Cruz usa la misma artimaña “científica” contra el
valenciano, catalán y gallego que ahora esgrime García de la Concha, el rector
Tomás y los académicos de Ascensión: rebajar el valenciano al nivel del
andaluz; dialecto que carecía de producción literaria, diccionarios, siglo
áureo, etc.
Bajo el absolutismo borbónico,
los rectores y académicos de pelucón y casaca eran conscientes del genocidio
idiomático que estaban cometiendo. Ejemplo de esta ruindad son los argumentos
del doctor Cevallos (Gramática, apénd. doc. Madrid, 1771), defensor de la
existencia de una sola lengua en España: la castellana, siendo las demás un
“vicio sucio”. El supuesto racionalista considera vulgares dialectos del
lemosín al valenciano y catalán (por este orden), pero su mayor desprecio es
hacia el gallego: “los gallegos retienen solo entre los vulgares (labradores,
marineros... ) un dialecto que tiene gusto de rancio y viejo”. Respecto al
vascuence, nuestro gramático no quiere ni opinar: “el vascuence Dios sabe lo
que es”. Los razonamientos del cafre erudito convierten en poco más que
ladridos a la bella lengua vasca, y reduce a primitivos dialectos los demás
idiomas.
Ante la evidencia de que, en
el XVIII, nadie respetaba a los valencianos y su lengua, habría que sopesar la
teoría del ensayista Jean d’Ormesson: la eclosión cultural de los pueblos está
asociada a la potencia militar de los mismos. En tiempos de Ramón de la Cruz
era nula la autonomía castrense del Reino, aunque todavía en 1599 Lope de Vega
admiraba sus marciales compañías: “Se descubría un esquadrón formado / de
valenciana y fuerte soldadesca /, más bizarra que esquizara o tudesca”
(Lope de Vega: Fiestas en Denia, Valencia 1599, p. 11). El poeta no exageraba
al alabar a la infantería valenciana como superior a la turca y alemana (en
1651, en la guerra contra Cataluña, el general prefiere “tercios del Reyno de
Valencia a los alemanes que van viniendo de Flandes”. ACA, Leg. 262, 1651)
Tampoco es casual que, en 1611, el etimólogo Covarrubias tratara por igual al
idioma valenciano que al francés y castellano en su Tesoro de la lengua (p.
ej., al analizar la voz “belitre” supone que es algo de poco valor “en lengua valenciana”).
Sigamos con el tema del café, pues el éxito de los establecimientos donde se
consumía acarreó la necesidad de neologismos. En idioma valenciano surgió
“cafens” con el característico morfema “ns”, pluralización analógica de los
clásicos vergens, homens, etc. La proliferación de estos locales en Valencia
hace que el sustantivo sea frecuente en los sainetes: “atres comparses dels
cafens” (La tertulia de Colau, 1866); “en u deIs teatros cafens” (Balader:
Miseria, 1872). El pueblo valenciano creó variables morfológicas para matizar
entre el local elegante, el tabernario y “cafeti” de barrio -que generalmente
se conocía con el nombre del propietario-, donde el matalafer, el sastre y el
botiguer criticaban a los políticos: “el cafeti de So Toni” (Llómbart:
Abelles, 1878); “un got en lo cafetí” (Escalante: Matasiete, 1884). Al derivado
valenciano “cafeter” (este chic cafeter) se oponía el catalán “cafetaire”
(aquest noi cafetaire). Por cierto, el IEC está rechazando voces catalanas como
“cafetaire” (documentadas por Corominas), sustituyéndolas por las valencianas
en el Dicc. de la Llengua Catalana (lEC, 1995). Son estrategias para devorar
el idioma valenciano.
Para sainete literario el del
otro día en la ya casi catalana Castellón. Bajo la autoridad de Joseph Vicent
Felip -papero tentáculo de San Zaplana para labores de innovación catalanera
y camuflaje-, y un changlot de blandos politicos valencianos se otorgó el
título de ídem del año al presidente del Institut d’Estudis Catalans. Este
individuo, un tal Manel Castellet, reprendió y arengó a los políticos
colaboracionistas presentes para que siguieran con la penetración catalanera
sin desmayo, mientras aguantara la víctima.
Es lo que está haciendo el
citado Joseph Vicent Felip desde su cargo de fallera mayor de Innovación de
Política Lingüística de la Generalidad. Tras ponerse las manos más rojas que un
tomate de tanto aplaudir al gurú del lEC, Felip pensaría que ha cumplido; la
“innovación educativa” prosigue, con el CEFIRE de los huevos dando catalán a
los maestros; y la sardanera “XXVII Escola d’estiu del País Valencia”
(exhibiendo, como en tiempos del Cipriano, lo de país y cuatro barras del
estado catalán), lista para seguir este verano su pestilente labor
catalanizadora con la colaboración ¿de quién? Está claro, de la Generalidad de
San Zaplana y su peana. Me viene a la mente la pitonisa Lola, aquella que
dice: “¡Bazura, que zois bazura!”
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