Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
Capítulo II. Consecuencias económicas de la
expulsión.
Relatadas las incidencias a que dio lugar la
ejecución del bando de expulsión, es lógico condenemos, seguidamente, las
consecuencias dimanantes de tan trascendental medida. Pasemos por alto las que
se deducen desde el punto de vista político y religioso, con ser tan
importantísimas, si, como sabemos, con la expulsión desapareció un gravísimo
peligro para la seguridad de la patria, consolidándose la unidad nacional, y
afianzándose, por otra parte, la religión. No debemos olvidar, en efecto, que
la Reconquista, comenzada allá por Covadonga por don Pelayo y completada por
los Reyes Católicos con la toma de Granada, fue, esencialmente, una guerra de
religión, que vino a finalizar –consumándose, definitivamente, la unidad
religiosa- en 1609, con la expulsión de los moriscos. Y concretándonos al
presente, diremos que no fueron de menor importancia, bajo este otro aspecto, las consecuencias de la expulsión de los
moriscos españoles. Si beneficios para la patria reportó, en el orden
religioso, fue en cambio, muy funesta en el económico. No vamos a negarlo, sin
que por ello le atribuyamos mayor volumen del que en realidad tuvo. Volveremos,
luego, sobre esta materia.
La despoblación fue, en primer lugar, uno de los peores efectos del destierro, ya
que la merma de más de 500.000 hombres en una nación había de repercutir,
forzosa e inmediatamente con grandes pérdidas en la producción y riqueza públicas,
en la vida social y en la población general.
El más perjudicado, con la expulsión, fue el real
patrimonio. Siguió la Inquisición de Valencia. Y, a continuación, los Barones y
Señores de vasallos moriscos, quienes no pudieron repoblar los lugares por
éstos abandonados, y vieronse obligados a aceptar la concordia de 1614, en que
se detallaban los perjuicios sufridos, como veremos.
Por lo que respecta a la inquisición valenciana, El
receptor don Sebastián de Mendoza confiesa que la precaria situación económica
que por aquellas fechas –1607- venía ya atravesando el Santo Oficio se veía
agravada por la determinación del rey Felipe III de expulsar a los moriscos de
este Reino de Valencia, con lo que perdería en cada año dos mil quinientas
libras que solían pagar las aljamas por la concordia para que no se les
confiscaran sus haciendas.
A estas pérdidas había que añadir las quinientas
libras anuales procedentes de las penas y penitencias que se imponían a los
nuevos cristianos.
Finalmente, otro capítulo importante que las mermas
que la inquisición preveía para sus esquilmadas arcas lo constituían las rentas
que venían recibiendo por los censos cargados sobre las diferentes villas
habitadas por moriscos evaluadas en setecientas cuatro libras, que se creían de
difícil cobranza, particularmente en los primeros años subsiguientes a la
expulsión, hasta que se reprodujera su repoblación.
Por todos ello y para poder afrontar el pago de
salarios del personal que estaba a su servicio y demás gastos ordinarios y extraordinarios,
se solicitaba la ayuda del Consejo General del Santo Oficio.
En otro documento, el inquisidor de Valencia, con
fecha 8 de febrero de 1611, comunicaba a dicho consejo el alcance de la quiebra
que el extrañamiento de los moriscos había supuesto para el Santo Tribunal, y
que calculaban sería del orden de los mil quinientos ducados de renta, y así lo
había hecho saber el regente Fontanet, quien con su colega Sabater, luego
fallecido, fueron enviados a nuestra ciudad –como veremos después- por Felipe
III, para solucionar las cuestiones derivadas de la repoblación del Reino de
Valencia y el pago de los censos.
El regente dio seguridades al citado Inquisidor,
quien a la sazón lo era don Gabriel Picazzo, de que el rey se preocupaba por
resarcir a las Inquisiciones de Zaragoza y Valencia del grave quebranto
económico que habían padecido, para lo que había escrito al marqués de Caracena
consultándole acerca de que con que bienes abandonados por los moriscos se
podrían rehacer dichas pérdidas, según había revelado el consultor del Santo
Oficio, don Francisco de Castellví, que poseía una copia de la aludida carta
regia.
El norteamericano Hamilton, uno de los más
destacados especialistas en la historia económica hispana de los siglos XVI y
XVII ha opinado sobre esta cuestión lo siguiente, en su obra “El florecimiento
del capitalismo y otros ensayos de historia económica” Madrid 1948, pág. 124:
“Los autores que han escrito desde el siglo XVII han considerado, con casi completa unanimidad, la expulsión de
los moriscos como la causa fundamental de la decadencia española. Es difícil
comprender como una razón excluida en gran parte de oportunidades educativas,
privilegios sociales, libertadores civiles e igualdad ante la ley, pudo haber
sido la porción más ilustrada de la
nación española” Y tomando como base la estabilidad de precios en el decenio
anterior a la expulsión, niega que la expulsión de los moriscos fuera la causa
principal de la decadencia económica; y concluye afirmando que dicha expulsión
no arruinó los campos de arroz de Valencia, la industria azucarera granadina,
los viñedos españoles ni los sistemas de irrigación artificial.
Por otra parte Reglá -en “Estudios sobre los
moriscos, pág. 80- escribe que, “sin negar la acusada laboriosidad de los moriscos,
jamás puede aceptarse que solo éstos constituyeran las clases productoras del
país. En definitiva, las tierras que quedaron yermas e improductivas volvieron
a ser cultivadas en un plazo más o menos largo, las heridas se restañaron”.
“Ahora bien –continua- las tesis optimistas de
Hamilton, que constituye el reverso de las afirmaciones de la historiografía
decimonona, no puede ser interpretada en el sentido de negar importancia a la
cuestión, cuyas lógicas repercusiones en el conjunto de la economía española,
cuando ésta viose sometida a la dura prueba de la guerra en particular, desde
1635, es obvio ponderar.”
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