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La situación política española es lamentable para todo quien no se
regocije en los dictados de la progresía y lo políticamente correcto. Un PSOE
agresivo, anticlerical, enemigo de la unidad de España, se alterna en el
poder con un PP sin ideología, un partido-gestión, vacio de principios o
valores. Como terceros en discordia, una pléyade de partidos entre el
separatismo y la extrema izquierda, imponiendo en épocas de mayorías simples
sus políticas insolidarias y propias de animales de rapiña al conjunto de los
ciudadanos. El resultado: las tasas de desempleo más grandes de Europa, una
banda terrorista en activo y con representación en las instituciones, y un
enfrentamiento social con muestras de manipulación de la historia,
intolerancia religiosa y fomento del secesionismo de algunas de nuestras
regiones, y, junto a todo ello, la clase política menos preparada, mejor
retribuida, más extensa y más inmoral de occidente. La explicación del porque
de este estado político tan lamentable hay que buscarla en la historia o,
mejor dicho, en la manipulación de la historia.
A principios de los 80 España era el país más de izquierdas de Europa. La
nación que tradicionalmente se había definido por su catolicismo y su
tradicionalismo, daba una amplísima mayoría absoluta a un partido socialista
presidido por Felipe González, que hacía bandera de los ideales opuestos y
presumía que, después de gobernar ellos, a España no la conocería ni la madre
que la parió. Después de la crisis del 93, que ahora, sumidos en la actual ya
hemos olvidado, pero que en su momento causo un empobrecimiento para muchos
españoles semejante al que se vive hoy día, el Partido Popular llegó al
poder. Pero cuando el voto dejo de estar condicionado por las circunstancias
económicas, para “ideologizarse” de nuevo, tras el atentado del 11M, el PSOE
de Zapatero, ultra-capitalista en lo económico, como revelan sus rescates a
la banca, congelación de pensiones, bajadas de sueldos a los funcionarios, y
otras decisiones; pero ultraizquierdista en lo moral, como ponen de
manifiesto su manipulación de la “memoria histórica”, negociación sin límites
con los terroristas, compadreos con el separatismo, y demás; llegó al poder
dispuesto a arruinarnos de nuevo como así ha sido, sin perjuicio de la
responsabilidad compartida con el PP en determinados aspectos de la crisis,
como el despilfarro en Ayuntamientos y CCAA gobernadas por el PP o la burbuja
inmobiliaria que se inició en la era Aznar.
En todo occidente existe una ley no escrita según la cual, gobierne quien
gobierne, siempre se produce un predominio en la práctica, de la derecha a
nivel económico y de la izquierda a nivel cultural. Quizá en España esta ley
se cumple con más exactitud y fuerza que en otros lugares. Debe notarse que
cuando hablo de derecha, en este sentido, me refiero a la interpretación de
la dualidad izquierdas-derechas que hace el marxismo, según la cual la
derecha se identifica con el capital, con los intereses de los más
favorecidos. Así, gobierne quien gobierne, las políticas públicas siempre
benefician a la gran empresa y a la banca, en lo económico, a la vez que en
lo moral, siempre predominan las ideas más progresistas, las que minan los
cimientos sobre los que se asienta la civilización, las que más infravaloran
los conceptos de patria, familia, comunidad, vida, fe… las que imponen un
nihilismo vacio que huye hacia delante, carente de valores. Los partidos de
derecha, con la excusa de defender los valores tradicionales (en España, ni
eso, la excusa es la mera gestión) defienden los intereses de los
privilegiados. Los partidos de izquierdas, con la excusa de defender al
obrero y al desfavorecido, machacan dichos valores con ataques a la iglesia,
a la unidad nacional o a todo aquello que los represente. Al final nadie
defiende ni los valores tradicionales ni los intereses de los desfavorecidos,
todo es mera retórica al servicio del verdadero poder: el del dinero, que no
conoce Dios, patria ni solidaridad ninguna.
Que España, a la muerte de Franco, viviera una reforma aperturista
parecía lo más lógico y podía encajar con los deseos de la mayoría de la población,
que si bien había vivido el franquismo con normalidad, entendía que España
debía asimilarse a los países de su entorno. Pero esa transición a la
democracia se podía hacer de muchas maneras, y no todas resultarían
satisfactorias a la izquierda emergente, que, en última instancia, veía la
reforma política, no como un fin en sí misma, sino como una forma de llegar
al poder. Para que el nuevo sistema fuera creíble, en España debía gobernar
la izquierda. Solo entonces la transición estaría completa, se habría creado
una “nomenclatura” de nuevos dirigentes en la que estuvieran incluidos, tanto
quienes ejercían el poder durante el franquismo, como quienes aguardaban su
turno en la menguada y extremista oposición al régimen, aun a costa de
esquilmar a los españoles a impuestos para pagar tanto sueldo. Nadie podría
dudar entonces de la legitimidad democrática del sistema, ni negar a la clase
económica dirigente española las oportunidades de enriquecimiento que la
apertura comercial que supondría les daba. La historia de la transición que
no se cuenta, fue la de cómo incorporar a la izquierda opositora al régimen
al poder político, sin desalojar de él a la clase dirigente durante el
franquismo, multiplicando los cargos públicos. Para eso, además de para satisfacer
al separatismo, se diseño la estructura del estado autonómico, con la gran
cantidad de órganos duplicados, administraciones inservibles, etc. Por eso
tenemos un parquet de coches oficiales mayor que el de Estados Unidos, unas
televisiones públicas con 10 veces más personal que las privadas, y un largo
etcétera de abusos y enchufismos. Pero no solo había que incorporar a la
izquierda al poder: esta debía gobernar, para que nadie dudara que el nuevo
sistema no era una prolongación maquillada del franquismo. Mi tesis es que se
produjo una traición, una dimisión, un suicidio de la derecha española que le
entregó el poder y el predominio ideológico deliberadamente a la izquierda
para satisfacer los dictados de la plutocracia, de los poderes económicos,
del poder financiero que así lo quería.
Para llevar a cabo esta estrategia, completamente autodestructiva, había
que entregar a la izquierda las instituciones creadoras de opinión, la
educación, los medios de comunicación, había que aceptar las tesis de la
izquierda en la interpretación de la historia, había que difamar el
franquismo y presentar la futura democracia como una utopía. La derecha
española tenía que retirarse como fuerza cultural e ideológica dejando a la
izquierda el terreno vacío para que lo ocupara.
A partir de ahí, en el debate político cotidiano, la derecha adolece de
cierta falta de legitimidad de origen (se ha llegado a comparar en este
sentido, con cierto humor, con el vino de tetrabrik), por fundarse esta en un
franquismo demonizado, mientras que la izquierda, entendiendo sus virtudes
probadas por proceder de la lucha antifranquista (de la que también procede
ETA, por ejemplo) muestra cierta arrogancia y, en última instancia, saca como
argumentos los muertos de la guerra civil (el abuelo de Zapatero, por
ejemplo) en la suposición, históricamente falsa, de que solo hubo muertos de
un lado. Una derecha avergonzada de su pasado franquista, aunque actualmente
la representen personas que no habían nacido durante el franquismo, toma la
manta del centrismo con la que tapar sus pecados, mientras una izquierda
crecida, carente de autocrítica, en la certeza absoluta de tener razón
siempre, por definición, como dogma de fe, desarrolla la intolerancia y la
arbitrariedad como formas habituales de gobernar. El resultado: un debate
político torcido a la izquierda, no entendida como obrerismo, pues esto es a
lo primero a lo que los líderes de la izquierda renuncian, manteniéndolo ya
solo como mera retórica, sino como escusa moral (o inmoral) para manipular la
sociedad al servicio de la ingeniería social progre, en que se ataca sin
piedad a la unidad de España, a la Iglesia Católica y a los valores
tradicionales, para dejar un vacio nihilista de ciudadanos adoctrinados,
dispuestos a votar a la izquierda por muy mal que gobierne.
Gran parte de nuestros problemas políticos presentes vienen de la
asunción por la derecha “moderada” de las tesis históricas de la izquierda y
de la demonización del franquismo y de la derecha intelectual española
presente, como continuadora del mismo, justificando en el “mal recuerdo del
franquismo” todos los abusos actuales de la izquierda. Pero debe notarse que
este “mal recuerdo” no está basado en el franquismo real, sino en la
manipulación postfranquista. La actual democracia extrae su legitimidad
jurídica del franquismo, porque se llegó a ella desde reformas legales y no
desde una ruptura. Sin embargo su legitimidad moral parece provenir, a los
ojos de la izquierda, de la Segunda República, régimen que se idealiza,
prescindiendo de la historia y de sentido crítico alguno. Y esto, lejos de
ser un problema meramente histórico, está detrás de los problemas que
sufrimos ahora mismo. El anti franquismo todo lo justifica, el sistema
autonómico ruinoso porque “es de fascistas defender la unidad de España”, la
presencia de Bildu en las elecciones, porque “es de franquistas ilegalizar
partidos”, hasta el retraso de 25 años en políticas hídricas, porque la
imagen de Franco inaugurando pantanos en el nodo, hace que acometer obras
hidráulicas sea “de fachas” a los ojos de la progresía. Por supuesto
cualquiera puede tener el juicio histórico que desee sobre el franquismo,
también desde el sentido crítico, y es perfectamente legítimo, pero imponer
ese juicio por ley y utilizarlo para desprestigiar a los actuales
representantes de las fuerzas políticas más conservadoras es un sofisma. Que
ese argumento sea asumido por esos mismos representantes, que renuncien a
toda lucha ideológica, para presentarse como partidos-gestión, sin ideas, con
la economía como único tema de debate, es simplemente humillante.
Para salir de la crisis material y, sobre todo, moral, en la que estamos
inmersos, no basta con una victoria electoral del PP. Sin duda desalojar a
esta izquierda arrogante, que tanto daño ha hecho a España, será el primer
paso; pero si todo se queda en eso, si un PP desideologizado y vacio se turna
en el poder con un PSOE revanchista y agresivo, el resultado final no será
otro sino la decadencia. Encontrar una derecha sin complejos, que defienda
sus tesis con moderación, pero también con firmeza, desde el diálogo, pero
también desde la coherencia, manteniendo siempre la fe en sus convicciones,
es imprescindible para esa regeneración que España necesita. Y esa derecha,
hoy por hoy, no es el PP. La movilización de la sociedad civil más
conservadora, de la que ya vemos algunas muestras en las asociaciones de
víctimas del terrorismo o en determinados grupos de comunicación (el “tdt
party” como han dicho algunos), que sea capaz de presionar al PP para que no
pierda sus valores y, en su caso, patrocinar la creación de un nuevo partido
que los asuma, es necesaria. Si esa movilización se queda en aupar a este PP
deficitario al poder y considera con eso concluida su tarea, habrá hecho un
flaco favor al futuro de España. El verdadero trabajo de los españoles de
bien, no maleados por la manipulación izquierdista, empieza después de las
elecciones. Solo un cambio en el status quo político, y no solo un cambio del
partido en el poder, nos traerá la ansiada regeneración.
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miércoles, 18 de enero de 2012
ARROGANTE, DERECHA ACOMPLEJADA
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