miércoles, 14 de diciembre de 2011

DON JAIME I EL REY QUE FORJO LA ESPAÑA PLURAL (II)


Autor: José Luis Villacañas Berlanga
Universidad de Murcia
Extraído de Internet
2.- Señales
Muchos detalles acreditaron ese carisma y todos ellos quedan contados en su autobiografía. Pero no siempre él con su relato verbal, o quien ultimara la historia con algunos detalles cultos, era consciente de hasta qué punto se daban en Don Jaume los esquemas de los tiempos heroicos. Sin duda, quien contó la extraordinaria forma de su concepción ignoraba que una aventura semejante a la que vivieron sus padres aparece en la vieja saga de Tristán e Isolda, cuando, para cegar el amor de Tristán hacia la protagonista, se le suministra un filtro que le permitirá engendrar un hijo con una mujer interpuesta y no amada, Brunigilda. La forma de ser recibido en el templo, bajo cantos corales que anuncian su gloria, tiene mucho de escena mesiánica y un anuncio de llegar a ser el caballero cristiano perfecto nos lo ofrece el detalle de su bautizo bajo la advocación del apóstol Santiago, el hermano guerrero de Cristo, el caballero blanco de Dios, la reencarnación del mito de los Dioscuros, los dioses Castor y Pólux. Una muestra de las pretensiones carismáticas de Jaume, inigualadas en la historia medieval hispánica, nos lo ofrece el sencillo hecho de que ningún otro rey se atreviera a llevar el nombre del apóstol. Que esta pretensión fue aceptada por Dios, y querida, lo demostró con creces el hecho de que permitiera morir al gran rey el 26 de julio. ¿Se precisaba un signo ulterior de que su vida había sido perfecta? Él había comenzado su existencia cristiana asumiendo el nombre de Jaume y moría, por una discreción bien comprensible de la providencia, el día siguiente de la fiesta del apóstol. Era, sin duda, una muerte bendita, protegida por el hábito cisterciense, en paz con Dios y los hombres, gozando de la dicha suprema de padre y de rey, que transmitía el poder y el consejo final con la temblorosa voz de la última fuerza ante los ojos emocionados de su hijo y heredero. En aquel día, en Alzira, sin duda pasaron por la mente del rey muchas acciones por las que un hombre normal habría sido juzgado y condenado. Al fin y al cabo, un hijo de su carne había quedado ahogado en el Cinca, por orden suya. Adulterios sin número jalonaban su existencia y no siempre había dado a la iglesia lo pactado. Pero de todo ello un Papa lo había dispensado en la solemnidad de un concilio ecuménico, en Lyon, un par de años antes. La hora y el día de la muerte, la fortuna de la victoria que le traía Pere, su hijo, sugería con fuerza la última benevolencia divina y la sentencia de perdón.
Entre este alfa y esta omega, su vida estuvo cargada de señales. Una, que ha pasado desapercibida a los intérpretes, nos la ofrece esa historia, tan extraña, de la piedra dejada caer sobre su cuna. Oigamos al propio rey en su biografía: «Sucedió al cabo de poco tiempo, que por una trampilla que daba encima de la cuna donde Nos estábamos, nos tiraron una piedra que cayó al lado de la cuna, pero no fue la voluntad de Dios que entonces muriésemos». (&5) Es desde luego un extraño suceso, que muestra la existencia de una mano anónima asesina. Sin duda, quien lo narró quizá se acordaba de una vieja historia del libro del Daniel en la que el protagonismo también lo tiene una piedra. Sería una piedra lanzada por mano no humana. Ella destruiría la estatua de oro y de plata, pero con pies de hierro y barro, que simbolizaba el falso poder de los babilonios que oprimían el pueblo de Dios. El sueño de Daniel es uno de los relatos más relevantes de la escatología cristiana medieval y fuente de inspiración de las corrientes apocalípticas, tan frecuentes en la época. La redacción de la Crónica de Jaume deja bien claro que aquella piedra, que alguien había dejado caer sobre su cuna, no era lanzada por la voluntad de Dios. Por eso había sido desviada de su curso y había quedado sin efecto. El niño Jaume no iba a tener los pies de barros ni iba a oprimir a su pueblo. Eso quería decir el que introdujo ese extraño suceso en biografía. Aunque el relato no le pone nombre al autor de este hecho, todo el inicio de Llibre dels feyts nos ha dejado pistas sobre quién estaba detrás. La profecía de Daniel identificaba esa piedra con el nuevo rey-Mesías «cuyo reino no sería dado a ningún otro». En el parágrafo 11 de la Crónica se nos relatan la cortes iniciales de Lérida, de 1214, con un niño-rey de apenas 6 años. Allí se reunieron todos los nobles de la corona, «menos don Ferran y el conde Sans, que esperaban usurparnos el reino». Eran este don Fernando, abad de Montearagón, el hermano de Pere II el Católico, el padre del rey. Sans, por entonces conde de Roselló y Provenza, era hermano de Alfons II el Casto, y el candidato más fuerte a ocupar un trono que iba a quedar en manos de un niño de seis años. Sin embargo, el reino no sería dado a ningún otro que a este hijo no deseado, indefenso, cuya cabeza había quedado milagrosamente a salvo, porque alguien había desviado la trayectoria de la piedra lanzada sobre él.
¿Resulta excesiva esta vinculación entre el rey Jaume y el rey-Mesías de un Israel que, según el libro de Daniel, habría de liberar a su pueblo oprimido y dejarle regresar a su tierra? Veamos lo que dice el arzobispo Espàrrec de Tarragona, cuando se alza en medio de las cortes de Barcelona en que se acordó la conquista de las Baleares: «Viderunt oculi mei salutare tuum: estas son las palabras de Simeón al recibir al Señor en sus brazos, las cuales significan: Han visto mis ojos tu salud.... y así los míos ven la vuestra». (Llibre, &52). Simeón es el equivalente a Espàrrec, como Cristo es análogo a don Jaume. Pero todavía más explícito en la comparación fue Berenguer de Palou, el obispo de Barcelona. «A nadie mejor que a vos, señor, puede aplicarse aquella visión que el Padre envió a nuestro señor Jesucristo, hijo de Dios, y que se llamaba excelsis; y en la que aparecieron nuestro Señor, hijo de Dios, Moisés y Elías al apóstol San Pedro (...) y vieron que bajaba del cielo una nube y se dirigía contra ellos, dejándose percibir estas palabras: ¡Ecce filius meus dilectus qui in corde meo placuit! Tal es la semejanza que podemos aplicaros a vos mirándoos como hijo de nuestro Señor...». Palou no hacía de don Jaume un rey-Mesías, pero lo pensaba en analogía con él y le atribuía un poder semejante al mesiánico, derivado directamente de Dios como «hijo de nuestro Señor».

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