Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
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Vemos pues, a través de todas estas pruebas
históricas la traición y el constante peligro –especie de “quinta columna”- que
para nuestra nación representaba aquella hostil raza, crímenes de lesa patria,
que nuestra legislación, vigente a la sazón, castigaba, también, con las penas de confiscación de bienes,
destierro y muerte.
Razones, en fin, de Estado todas las que acabamos de
exponer, y de carácter eminentemente político, fueron las que, en realidad,
inclinaron la balanza de la justicia del lado de la expulsión, y si las cuales no se hubiera resuelto aquel
gravísimo problema, no obstante las peticiones de los prelados, teólogos y
canonistas que daban la preferencia a las de carácter religiosos.
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En documento de fecha 2 de junio de 1608, el Marqués
de Caracena da cuenta al rey Felipe III que de los tres cabecillas de famosos
bandoleros moriscos que aun merodeaban por el Reino, con fecha 1 de junio de
1608, llegaron presos a la capital dos de aquellos, uno de Olocau llamado
Alonso Mudo, quien opuso desesperada resistencia a su captura por el Comisario
Pérez; y otro, Alejandro Asán; detenido por el Comisario Ferrer, oriundo de la
baronía de Ayodar, que salteaba e inquietaba toda la zona de Castellón de la
Plana y del rio Mijares.
Para ambos reos el virrey asegura a S.M. que hará la
ejemplar justicia que se acostumbra en estos casos, si bien expresa sus temores
de que puedan “estorbarlo los Inquisidores con su lenidad y procedimientos
dilatorios “que estima son tan perjudiciales para el Reino”.
Otro testimonio que refleja “la pasividad de la
Inquisición” con los moriscos nos la ofrece una carta fechada en 17 de mayo de
1608, en que el Marqués de Caracena se queja, una vez más, ante el Monarca por los continuos
“entorpecimientos del Santo Oficio para la acción de la justicia” y ofrece como
botones de muestra dos casos: el de un morisco de Masalavés llamado Nicolás
Rubén, para quien se impidió por los Inquisidores el cumplimiento de la pena de
muerte que se le había impuesto; y el otro salteador apodado Chabalot que había
robado en el camino un correo real.
Estos y otros casos, -como el de los moriscos
condenados por tránsfugas y que retienen aquellos en sus cárceles desde hace
mas de tres meses-, vienen a confirmar los temores del virrey de que los
delincuentes moriscos “se valían de la Inquisición que les quitaba de la horca
y alargaba sus vidas”.
Al lado de estas razones que pudiéramos llamar
jurídicas, existían otras que, si bien no caen estrictamente en el campo del
Derecho, si, empero, llevaban el sello de lo marcadamente popular. Nos
referimos a la aversión y odio que, la mayoría de la población cristiana,
sentían hacia los moriscos por causa de su avaricia constante y ansia de
acaparamiento de riquezas. Este sentir de la opinión general, transcendió
incluso a la literatura, y todos los historiadores españoles, para probar que
esta acusación de codicia, de la que el Patriarca Ribera no fue sino un reo,
era compartida, tanto entre las clases bajas de la población cuanto entre los
hombres mas ilustres, citan, a manera de justificativo, cierto pasaje del inmortal Manco de Lepanto.
Dice, en efecto, de ellos, Cervantes, en él “Por maravilla se hallará, entre
tantos, uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana; “todo su intento
es acuñar y guardar dinero acuñado”, y, para conseguirlo, trabajan y no comen;
en entrando el real en su poder, como no sea sencillo, le condenan a cárcel
perpetua y oscuridad eterna; de modo que ganando siempre, y gastando nunca,
llegan a amontonar la mayor cantidad de dinero que hay en España; “ellos son su
hucha, su polilla, sus picazas y sus comadrejas...; entre ellos no hay caridad
ni entran en religión ellos y ellas: todos se casan, todos multiplican, porque
el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación: no los consume la
guerra, ni ejercicio que demasiadamente los trabajes: robannos a pie quedo, y
con las frutas de nuestras heredades, que nos revenden, se hacen ricos...”.
Claro es que hay que tener en cuenta, observa don Luis Ulloa, que Cervantes,
aunque acertado frecuentemente en sus juicios, no era un economista ni un sociólogo,
y que en esta ocasión pudo obrar, como alguien ya lo ha dicho, por halago al
Duque de Lerma, o, mas en particular el Conde de Lemos, yerno del Duque y gran
Protector, como se sabe, del insigne novelista. Y en efecto, agrega Cervantes,
a sus acusaciones, estas palabras: “Buscado se ha remedio para todos los daños
que has apuntado... (responde el perro Cipión a su colega Berganza), pero
celadores prudentísimos tiene nuestra república, que, considerando que España
cría y tiene en su seno, tantas víboras como moriscos, ayudados de Dios
hallarán en tanto daño, cierta, presta y segura salida.” Con esta frase en la
que alude claramente al Duque, prueba que ´él fue el principal autor de la
expulsión.
No queremos omitir, por lo curioso, otro testimonio
de cuanto venimos diciendo, Es su autor don Francisco de Quevedo, quien, en “El
Gran Tacaño”, refiriéndose a cierta
hospedería, dice: “Era el dueño y huésped de los que creen en Dios por cortesía
o sobre falso, moriscos los llaman en el pueblo, que aun hay muy grande cosecha
de esta gente y de la que tienen sobradas narices y solo les faltan para oler
tocino; digo esto, confesando la mucha nobleza que hay entre la gente
principal, que cierto es muchas. Recibiome, pues, el huésped, que si yo fuera
cura y le pidiera la cédula de confesión; no se si lo hizo poprque le
comenzábamos respeto o por ser natural suyo d eellos, que no es mucho tenga
mala condiciñon quien no tiene buena ley”.
Comprobamos, por consiguiente, después de los
ejemplos citados, y como una de las razones
de la expulsión, el general desagrado con que el pueblo los veía, “porque se
han apoderado poco a poco, decían, de todos los estados, de todos los oficios,
pues se contentan con salarios menores que los de los cristianos, y sus
beneficios quedan acumulados en sus manos”.
“Esto era cierto –dice Boix-, porque no teniendo ya los moriscos, en
parte alguna, patria segura, no se adherían jamás al suelo comprando fincas ni
ligando sus intereses a los intereses del país”.
Por todo ello no es exagerado el mote de que, ellos
eran “la esponja de España”. Y conste que al juzgárseles de esta manera, no se
les recriminaba su innato instinto de ahorro, sino el abuso y el exceso de tal
instinto.
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