viernes, 21 de octubre de 2011

LA LIBERTAD DE LA LENGUA


Conferencia de Francisco Caja, Profesor de Filosofía de la Universidad de Barcelona y Presidente de “Convivencia Cívica Catalana”, organizada por AMICS DE FRAGA.-          Fecha= 15-Marzo-2.002

Ante un problema político, un problema político como el que hoy nos convoca aquí, el problema de la lengua (o como desde el comienzo les propongo que lo denominemos: el problema de la libertad de la lengua), existen dos posibilidades. La primera,  encerrarse en el fanatismo o la tradición de forma irracional o irrazonable (las cosas son así porque son así, o porque siempre han sido así) o, por el contrario, la segunda de las alternativas, tratar de analizarlo racionalmente para llegar a una comprensión más profunda y llegar a una solución que podamos, con razón, llamar justa. Es lo que nos ha enseñado esa tradición histórica que llamamos ilustrada, la que mediante ese procedimiento ha llegado a construir un sistema político que hemos dado en llamar  liberal o democrático y cuyo fundamento no es otro que la supremacía de los derechos y libertades fundamentales junto a la soberanía popular, para decirlo de forma breve: Constitución y Parlamento.
              Pero no quisiera moverme en el terreno de las abstracciones: para nosotros ciudadanos de un país, de una nación concreta, España, la regla aplicable para la solución de los problemas políticos tiene un nombre preciso: la Constitución de 1978.  Es esta norma suprema la que debe servirnos como guía para la solución de nuestros problemas políticos. Y me propongo demostrarlo. En esto consistirá hoy mi intervención. Les ruego que reflexionen un momento sobre la importancia y significación que implica en la consideración del problema que abordamos, el problema de la lengua, que lo hagamos a la luz de la Constitución. En primer lugar, significa que, de entrada, reconocemos que es un problema de orden político. ¿Cómo? me dirán: ya estamos politizando la cuestión. Y tienen, en parte, razón. La lengua no debiera ser una cuestión política. En ese terreno no debiera intervenir la política, y por política debemos entender el poder político, la Administración, la autoridad. En el terreno de la lengua debiera existir una total libertad. Estamos de acuerdo en esta última afirmación, pero esa afirmación no se sigue necesariamente de las anteriores, es más, en contradictoria con las anteriores. El negar a la lengua su dimensión política es negar el concepto de libertad de lengua, el concepto que hoy me propongo ilustrarles, e implica una concepción de la política demasiado estrecha. Pues hoy en día, en nuestras complejas y tecnificadas sociedades, la libertad no está suficientemente garantizada con la abstención del poder político en determinados campos, el denominado de las libertades y derechos fundamentales. La libertad no se garantiza adecuadamente con el “laissez faire, laissez passer”, del liberalismo clásico. Así lo entiende nuestra constitución, la Constitución española de 1978. Y esta es la primera lección que nos enseña: su art. 9 dice: “1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” Ambos dos: los ciudadanos por una lado, los poderes públicos por otro. Pero aun cuando ambos están sometidos al imperio de la Constitución, ésta reconoce la diferencia innegable entre el poder publico y los ciudadanos, la desigual posición política de ambos, asignando una obligación adicional para el poder político: así el apartado 2 del art. 9 añade: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas;   (y, aún más) remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

              Podemos ya concluir, a luz de la Constitución, que si la lengua es un asunto de libertad, entonces los poderes públicos no sólo pueden intervenir en esa materia sino que tienen la obligación de intervenir para asegurar la efectividad de esa libertad y para remover cuantos obstáculos impidan o dificulten la plenitud de esa libertad. Pues si la lengua es cuestión de libertad, entonces la lengua es una cuestión política.

              En un Estado democrático y de derecho como es el que la Constitución española configura y que propugna en el primer apartado de su artículo 1º como valor supremo del ordenamiento jurídico la libertad, el derecho de la lengua (esto es, el conjunto de normas que regulan el uso de las lenguas) no puede tener otro horizonte que el de ofrecer soluciones que garanticen para los ciudadanos el máximo de libertad lingüística. Ahora bien ¿qué hay que entender por libertad de lengua y cómo garantiza la CE el ejercicio de esa libertad o derecho de la lengua?

              La libertad de lengua es parte de la libertad de expresión reconocida en el art. 20 de la CE, pues la lengua es un código de comunicación de los pensamientos, ideas u opiniones, y existiendo la libertad para expresarlas por medio de la palabra el escrito o cualquier medio de reproducción sería impensable que esa libertad no se extendiera a la lengua en que dichas opiniones, ideas, pensamientos se expresaran. La libertad de lengua es, además, por el carácter esencial de la lengua en la especie humana –de tal manera que podemos denominar, como los hacen los filósofos, al hombre como un animal simbólico o un ser de lenguaje–, una libertad compleja, estos es, que se manifiesta en ámbitos muy diversos. Y esto significa que sin libertad de lengua  los demás derechos no serían posibles. Así la libertad de lengua se manifiesta en ámbitos como la enseñanza, la función publica, los procedimientos administrativos, etc., que afectan a derechos de muy diversa índole, combinándose con ellos y complicándose enormemente cuando existe, como es el caso que nos ocupa, más de una lengua hablada por los ciudadanos de un determinado territorio.

              ¿Como garantiza la CE esa libertad? Marco general: El art. 3 de la CE establece un modelo general de bilingüismo o de cooficialidad lingüística enormemente respetuoso con la diversidad lingüística española y que garantiza de manera muy efectiva la libertad de lengua.

Dice así el citado art.:

“1. El castellano es la lengua oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.
 2. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.
 3. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.”

              No tendríamos tiempo de glosar adecuadamente la gran riqueza de contenido de este modélico, por las razones que después veremos, artículo. Diré tan sólo que se trata de un modelo sui géneris de doble territorialidad o territorialidad conjunta que se adapta a la realidad social bilingüe de aquellos territorios que poseen una lengua territorial autóctona y ello con independencia de que los individuos concretos sean más o menos bilingües. Una fórmula pues de oficialidad territorial doble y conjunta. Una legislación modélica en su forma ponderada y equitativa de reconocer los derechos lingüísticos y primar la libertad de la lengua sobre la intervención de los poderes públicos y depositar en los ciudadanos y en la sociedad (no en los poderes públicos, desde el Presidente del Gobierno central o autonómico al director de un centro de enseñanza) el protagonismo total sobre el devenir de esa pluralidad lingüística. Y es una regulación modélica pues se orienta, tiene como finalidad garantizar la libertad de lengua, otorgando carácter oficial a todas las lenguas que se hablan en un territorio particular, en todas y cada una de las Comunidades Autónomas.

              Nadie, de este modo, puede resultar discriminado por razón de lengua, de conformidad con el art. 14 de la CE., que dice: “Todos los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, etc. o cualquier otra condición personal o social.” Y entras condiciones e halla de forma expresa la lengua. Todo español es igual ante la Ley, con independencia de la lengua, cualquiera de las diferentes lenguas españolas, que hable. Y nadie, en consecuencia, puede ser discriminado por razón de la lengua que hable. ¿Quiere esto decir que todas las lenguas, el castellano, el catalán, el aragonés, en sus diversas variantes, son iguales? Es evidente que no. Son los hablantes, porque ciudadanos,  los que son iguales ante la Ley, con independencia de que hablen una lengua minoritaria o mayoritaria. Son los ciudadanos los que tienen derechos, no las lenguas.
              Es esta una cuestión de suma importancia, por sus consecuencias políticas. Cuando se dice que el catalán, o el castellano está discriminado se está confundiendo, a veces intencionadamente, todo. Es esa una afirmación que anuncia la inmediata vulneración de los derechos lingüísticos de algún ciudadano. Las lenguas no pueden ser discriminadas, lo serán sus hablantes: como tampoco los territorios tienen lengua alguna, sí, en cambio sus habitantes, de modo que en ningún caso puede hablarse, si no queremos abandonar ipso facto los límites de la CE y la tradición que representa, de lenguas propias de un territorio o de una Comunidad Autónoma. Si me permiten la expresión ni las paredes oyen ni las piedras hablan. Tras esas paredes y esas piedras siempre existe alguna persona que es la que realmente tiene derechos…porque habla. No dejemos que los muros o las montañas aplasten a esas personas. Estamos ante una cuestión crucial. Una cuestión ejemplar pues nos enseña la regla esencial para proceder a la solución de los problemas políticos derivados de la lengua o de las lenguas. Pero, ¿por qué? Porque estamos aquí jugándonos las bases mismas del edificio político que la Constitución construye.
              Podemos, llegados hasta aquí, aprender una especie de regla del nueve para comprobar la corrección política de cualquier política lingüística, de cualquier Ley de normalización lingüística como se las ha llamado, impropiamente. Pero quizás estoy yendo demasiado deprisa, me estoy anticipando en las conclusiones. De momento, y seguro que en el debate que seguirá a mi intervención y las de los representantes de FACAO habrá tiempo para esta cuestión tan importante, les diré los siguiente: hablar de lengua de un territorio, de lengua propia, es además de una prosopopeya (esto es, una forma figurada o impropia de hablar, y el derecho poco tiene que ver con la mala literatura o la mitología), una manera de arrebatar a las personas el bien más preciado que poseen: su capacidad de lenguaje, para asignarlo a la tierra, el humus inerte, introducir en nuestra vida política una ley irracional e insensata, la ley  de los ancestros, los que se han reintegrado en el humus, la tierra sagrada, la Ley de los muertos, que, no quisiera resultarles intemperante, son desenterrados para hacer de su voz ancestral el fundamento del orden político. Pero es que ni siquiera los poetas están de acuerdo. Uds. recordarán las palabras de un poeta insigne: allá los muertos que entierren como Dios manda a sus muertos. En ningún caso la tierra o los derechos de un territorio pueden alzarse como fundamento del orden político. Ello significaría invertir los fundamentos del orden político que, como la CE establece, no son otros que la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley  y a los demás, y que, como la CE añade son el fundamento de la paz social. Invocar los derechos de los territorios, o, lo que es lo mismo, fundar una ley de lenguas en el concepto de lengua propia de una territorio es encender la hoguera de la discordia y la guerra social.

              Pero volvamos a la senda de la Constitución, a la patria que es para todos nosotros la Constitución española de 1978. La tercera de nuestras preguntas: ¿Qué se entiende por oficialidad lingüística y de qué modo la oficialidad es una garantía de la libertad lingüística?
Una lengua es oficial cuando es reconocida por los poderes públicos “como medio normal de comunicación en y entre ellos (los poderes públicos) y en relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos”. A menudo se hace un uso perverso del concepto de oficialidad de la lengua. Y así el que una lengua  sea “oficial” sirve como título para imponerla coactivamente a los ciudadanos: porque es la lengua oficial, esto es, la lengua de los poderes públicos es la lengua que deben usar los ciudadanos obligatoriamente. Pero, el sentido y función propios de la oficialidad es justamente el contrario: como los ciudadanos hablan una determinada lengua, los poderes públicos están obligados, se comprometen a otorgar plena validez y efectos jurídicos a esa lengua. Los poderes públicos, para garantizar la libertad de la lengua, están obligados a usar normalmente esa lengua y otorgarle plena validez. De otro modo, la oficialidad supondría un injerencia ilegítima del poder público en el ámbito de la libertad de la lengua. Aquí, como siempre, son los ciudadanos los que obligan a los poderes públicos y no a la inversa. La oficialidad es así una garantía público-institucional de la libertad de la lengua y no una patente de corso de los poderes públicos para la imposición de una lengua, cualquiera que ésta sea, a los ciudadanos.
              Lo mismo sucede respecto al último de los conceptos que analizaremos hoy en relación al de la libertad de la lengua: la llamada, en mi opinión impropiamente, “normalización lingüística”. La llamada normalización lingüística, las leyes de la lengua, son legítimas si y sólo si se orientan a garantizar el máximo de libertad de los ciudadanos en materia lingüística. Uds. saben que, de ordinario, normalmente, las cosas no son así. El caso de la relativamente reciente Ley de Política Lingüística aprobada por del Parlamento de Cataluña es una muestra ejemplar de ley impositiva, autoritaria, que no se propone la libertad de los hablantes, la libertad de la lengua, sino que por el contrario tiene un objetivo que hemos de calificar de anticonstitucional: lograr que más del 50% de los ciudadanos de  Cataluña, aquellos que tienen como lengua habitual el castellano, cambien su lengua de uso por el catalán. Porque de las dos lenguas que hablan los ciudadanos de Cataluña,  sólo una, el catalán, es considerada lengua “propia” de Cataluña. De esta manera se discrimina de forma incontestable a más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña. Es ésta una grave situación de injusticia que sufrimos los ciudadanos de Cataluña. Una situación que introduce en la vida pública catalana un factor de grave conflicto  y que establece unas condiciones de grave desigualdad y de ausencia de libertad. Y ello es perjudicial tanto para castellanohablantes como para catalanohablantes, porque, como hemos visto, sólo la igualdad y la libertad aseguran la paz social. En ningún caso el fomento de una lengua cuyo uso ha sido prohibido por razones histórico-políticas legitima al poder político para vulnerar la soberanía del ciudadano para decidir cuál de las lenguas cooficiales  es su lengua de uso. Y por supuesto, por lo que hace al caso de Aragón Oriental, utilizar la oficialidad para imponer una lengua ajena y eliminar aquella lengua o modalidad lingüística, que, como hemos visto, la Constitución reconoce como un “patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”, hablan efectivamente los ciudadanos de una determinada zona geográfica de España, sería pervertir de raíz el significado constitucional de ese concepto y atentar gravemente contra la libertad de lengua.
              Tienen aquí, y ya es la hora de finalizar mi intervención,  un conjunto de sencillas reglas, las establecidas en nuestra constitución, para solucionar los problemas políticos que surgen inevitablemente –y digo inevitablemente, pues la ideología que se impone en esta materia, y de cuya imposición son responsables los poderes políticos, los que gobiernos, sean éstos estatales, autonómicos o locales, no es la emanada de la Constitución, sino aquella que denominamos nacionalismo. Permítanme concluir con esta sencilla idea: el problema no es la lengua, o la diversidad lingüística, el problema político al que nos enfrentamos, tiene un nombre concreto: nacionalismo, el uso perverso que de la lengua, el instrumento más poderoso de la comunicación humana, hace el nacionalismo, que lo utiliza políticamente para dividir, para establecer fronteras, para establecer la desigualdad política entre ciudadanos.

              Espero que mis palabras les hayan sido de alguna utilidad. Muchas gracias pos su presencia y atención.
Francisco Caja, Fraga, a 15 de marzo de 2002

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