Ricardo García Moya
Las
Provincias 19 de agosto de 1992
En 1599, la Generalidad de Cataluña enarboló bandera de guerra
parlamentaria para impedir que se celebrara en Valencia la boda entre Felipe
III y Margarita de Austria; enlace considerado del milenio, pues también se
unirán el archiduque Alberto de Austria con Isabel Clara Eugenia, regente de
los Países Bajos. Eran, no hay duda, los poseedores del mayor poder
territorial jamás conocido, al gobernar Felipe III los imperios de España y
Portugal.
El juego catalán
Unas cartas conservadas en el archivo de la Corona de Aragón reflejan
el juego diplomático catalán para monopolizar el acontecimiento. El 15 de
febrero de 1599, los diputados rogaron a Felipe II que el enlace se celebrara
en Barcelona, pues ello supondría "engrandecernos y aventajarnos".
La Generalidad argumentaba que "llegando tan cerca de ésta su
Principado" sería imperdonable; además, "apenas hay un día de
diferencia de Valencia a Barcelona, y la comodidad de los avisos de mar es
mejor aquí, y para el desembarco de la reina, es el peligro tan evidente en
esa playa valenciana". Los catalanes intentaron aterrorizar a los reyes
inventándose un "peligro tan evidente" que amenazaba en la costa valenciana
de los Alfaques (por cierto, parece ser que en 1599 este territorio era
valenciano). Respecto a la "diferencia de un día", se referían al
tiempo de navegación desde la frontera del Reino de Valencia a la capital de
las sardanas. Las misivas alternaban veladas amenazadas con frases poco
altivas, como "suplicando humildemente" y "postrados a sus
reales pies"; todo era válido para impedir que la ceremonia tuviera lugar
en Valencia. Los catalanes sólo estarían satisfechos "celebrando en ésta
su ciudad de Barcelona, sus reales bodas". Los "consellers"
tampoco estuvieron inactivos, llegando a importunar a la misma Margarita de
Austria que se encontraba atravesando el norte de Italia -acompañada por la
duquesa de Gandía-, en su viaje al Reino de Valencia. El 13 de enero de 1599
expresaban su "mayor dolor y tristeza por verse privados del casamiento
tan deseado", rogando a Margarita para "que nos haga la merced de
interceder con su Majestad (...) y no privarnos de tanta honra y honor".
Pero Margarita no queria saber nada de Barcelona, y la flota de cuarenta naves
de escolta navegó hasta "entraren los Alfaques, lugar del Reyno de
Valencia, donde desembarcó el 28 de marzo. Aquí se vio el contento de la Reyna
por encontrarse en tierra tan suya y tan deseada por ella", según recogió
González Dávila, cronista real de Felipe III. Los catalanes esgrimían un
supuesto deseo de Felipe III por casarse en Barcelona; pero no eran los
únicos en usar tales argumentos." Las nupcias reales eran organizadas
meticulosamente y "el rey Felipe II dexaba acordado que las bodas se
celebrasen en su Corte de Madrid"; pero el Papa también quería intervenir
en acontecimiento tan fastuoso, por tanto, el Papado, Madrid y Barcelona fueron
rivales de Valencia. Sabiamente, los asesores áulicos cumplieron con el Papa,
celebrando Clemente VII los desposorios en Ferrara; pero fue un acto
descafeinado, al ser por delegación y sin la presencia de Felipe III e Isabel
Clara Eugenia (Dávila, G.: Teatro de las Grandezas, Madrid, 1623, p. 51).
Los catalanes olvidaban la absoluta libertad de los monarcas para
escoger la ciudad que les diera su real gana. El 1 de septiembre de 1598 el
moribundo Felipe II dictaba en el Escorial otro "Ordeno y mando (para)
que se haga en lo de ese desposorio lo que la emperatriz eligiera y tuviera por
mejor" (Dávila, G.: Historia de Felipe III, p. 47). En consecuencia, el
18 de abril de 1599. la reina Margarita "hizo su solemne entrada en la
rica y poderosa Valencia" (p. 65). Allí esperaba el monarca y,
posteriormente, con la catedral abarrotada de la aristocracia más encumbrada
de Europa (los Alba, Osasuna, Orange, Médicis, Andrea Doria, Almirante de
Castilla, etc.), y, en presencia de los jurados de Valencia, se celebró la
boda real oficiada por el patriarca Nuncio.
Lerma, autoridad absoluta en Madrid
En esta ocasión, los catalanes no pudieron llevarse la gloria del
acontecimiento y tampoco consiguieron que jurase el rey los fueros catalanes
antes que los valencianos. Eran otros tiempos, con un Lerma (el Duque), erigido
en autoridad absoluta en Madrid y una "rica y poderosa Valencia". En
aquella época, incluso el virrey no valenciano como Juan de Ribera tenia
agallas para exigir en las Cortes Generales de Monzón que nos guardasen el debido
protocolo y nombrasen primero al Reino de Valencia que al principado catalán.
Todo ha cambiado. En este año de acontecimientos, nos tenemos que contentar con
unos partidos de fútbol olímpico, cedidos por la "generosidad"
catalana; aunque todos sabemos el precio que suponen: el mundo, mediante el
trampolín televisivo, tendrá una idea clara de Cataluña como nación y unas
colonias limítrofes (nosotros) sin personalidad histórica ni cultura propia.
Los colaboracionistas podrán falsear a su gusto y decir que: "La corona
catalana ha vuelto, del Roselló a Valencia, para que los turistas se queden
fascinados" ("El Temps", 1-6-92, p. 65). Y Lerma continuará
sonriendo, satisfecho y mudo.
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