Por Ricardo García Moya
Las Provincias 13 de marzo
de 1992
¡Qué lío con los nombres! ¡El otro día, leyendo un
libro del francés Mota del año 1687, me enteré que Elcano sólo era Canuto:
“Sebastián Canuto recibió una cadena del emperador con la figura del mundo y la
inscripción Primus circumdidisti me”. Sería, quizá, un cambio eufemístico,
como el efectuado por aquel inefable personaje llamado Cipriano, Cipriá o
Cebriá. Otras veces, como veremos, la mutación nominal obedeció a motivos menos
simples.
Según una revista educativa catalana, América fue
descubierta en el “año 1000 por el islandés Leif Erikson, primer europeo que
puso sus pies en el continente americano. Es por eso, que no deja de ser
anormal la ilusión que les hace a los españoles celebrar el Quinto Centenario”.
(E.C. n.° 285, p. 4) El posterior descubrimiento de Colón seria “fruto de la expedición de tres enloquecidos
barcos tripulados por una cuadrilla de delincuentes”. La misma publicación
alerta sobre el contagio de españolismo: “La carencia de autocrítica y el
exceso de triunfalismo, tan impropio de la ideosincrasia catalana, se han de
retirar de nuestro país, antes que el contagio sea irreversible”. Así, cuando
en 1604, Jaume Rebullosa pregonaba “Para vencer mil mundos, basta un catalán
nombrarse”, no era autobombo, sino verdad incuestionable. Son, no hay duda,
pudorosos al advertir que: “Si ellos (los españoles) quieren celebrar el V
Centenario del primer viaje, que hagan ellos solos el ridículo ante el mundo”.
Hay, sin embargo, un misterio digno de Agatha
Christie. Las publicaciones catalanas se burlan de un tal Colón –genovés al
servicio de Castilla-, calificando como criminales a los conquistadores y de
fanáticos represores a los misioneros que le acompañaban. En las mismas
publicaciones, y aquí surge el enigma, aparecen noticias referentes a otro
“Colom” –sabio navegante catalán- que descubrió la “Nova Catalunya” (“El Temps”, 13-1-92, p. 51), acompañado por
honrados expedicionarios que contaron con la ayuda espiritual de equilibrados
religiosos, también catalanes. Tenemos, como en un universo paralelo de Ray
Bradbury, el mismo hecho protagonizado por dos entes: el Colón maléfico y el
“Colom” bienhechor.
¿A qué se debe el equivoco? Según Jordi Bilbeny, a
la feroz represión que permitió “esconder
500 años la verdad de un Colom catalán” y toleró que maliciosos censores
alteraran los gentilicios, anotando “Columbo, genovés”, o “Estéfano,
veneciano”, donde decía catalán, menos mal que el perspicaz Vicent Partal ha
descubierto que América fue la “Nova
Catalunya”, como prueba la pervivencia en aquellas latitudes “de la ciudad
de Barcelona”. Es cierto, en Venezuela está Barcelona y su puerto de La
Borracha, pero Partal olvida que en “América, habiendo dado los nombres de casi
todos los Reynos de España, se hallan las mismas ciudades, como en Galicia de
Nueva España está Santiago; en León, León”. (Manrique, A.: Escuela de
Príncipes. Barcelona, 1752, p.167). También el Reino de Valencia tuvo su ciudad
representativa en América, pero jamás Cataluña y si el Condado de Barcelona.
El citado Jordi brama contra la “censura terrible y
tergiversadora” que afectó a los cronistas:
“Es por eso que toda relación de Colón con Cataluña ha sido borrada de la
historia”. Por tanto, es comprensible que estén irritados y se pregunten
interiormente ¿cómo pudo extenderse el castellano en la “Nova Catalunya”? La
Generalidad trata de recobrar la gloria “sustraída”; a tal fin, ensalzan
cualquier insignificancia, como la presencia de una “compañía de voluntarios
de Cataluña” hacia 1770, pero no impresionan a nadie. Llegaron un poquito
tarde, cuando ya no existía el peligro de las belicosas naciones inca y azteca.
Y es que tenían vocación de imperio. Así, cuando los
pequeños territorios unidos a Cataluña por compromisos matrimoniales –no por
conquista- pretendían separarse de ella, la engolada Generalidad se
escandalizaba del atrevimiento y suplicaba ayuda a Madrid. Valga de ejemplo lo
sucedido en 1627, y la carta remitida por los diputados catalanes a la capital
de Castilla para que tomaran medidas sobre “la
pretensión que tienen los Condados de Rosellón y Cerdaña de desunirse y
separarse del principado de Cataluña” (Biblioteca de Cataluña; Ms. 1.008).
Es razonable pensar que tampoco habrían “emancipado” a un continente, caso de
haberlo conquistado.
Están nerviosos y no saben qué hacer. Sus escritores
obran como Francisco Umbral, aunque éste tenga el valor de reconocer que “para
puta yo, si me encargan un articulo sobre Gorbachov, pregunto ¿a favor o en
contra?”. Es decir, por interés crematístico alaban o critican a quien sea;
esto explicaría que argumenten elogiosamente la ficticia participación
catalana en el Descubrimiento y, -conscientes de sus etéreas razones-,
desprecien la celebración del V Centenario.
En esta comedia castellano-catalana no podía faltar
la figura del payaso entrometido y torpón, protagonizada por el “progresismo”
catalanero de la Generalidad valenciana, lanzado a quemar millones del
contribuyente en la extraña misión de hundir en el estiércol la historia
propia. En Alicante, por ejemplo, organizan “cursets” para todos los ciclos de
enseñanza, con “dossiers” referentes al “compromís de l’escola front el V
Centenari”. En Valencia, entre otras finezas, el anacrónico Darío Fo deleitará
al respetable con su maniquea versión de la humanidad en 1492, tratando de
enjuiciar el comportamiento de los conquistadores con las normas de la
Convención de Ginebra. En fin, estos “descolonizadores” de pacotilla debieran
recordar que los conquistadores no eran santos, ni mucho menos, pero actuaban
dentro de los parámetros morales coetáneos; y los incas y aztecas ejercieron
idéntica o superior crueldad en sus relaciones con los pueblos vecinos.
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