Autor: Antonio Magraner Rodrigo
Valencia 1975
ARV. Signatura 1607-2498
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La rebelión valenciana tuvo algún eco, su vez, en la
región de Granada y los canónigos de esta ciudad, el Abad del Salvador del
Albaicín y otros misioneros e inquisidores, se quejaron al monarca acusando a
los moriscos de no estar, aún, al cabo de tantos años, sinceramente convertidos y de continuar,
secretamente, con sus prácticas, ritos y ceremonias mahometanas. En vista de
ello, encontrándose el rey en la capital granadina, dispuso se girase una
visita eclesiástica, para la que se comisionó, entre otros, al obispo de
Guadix, Gaspar Avalos y a Fray Antonio de Guevara.
En el informe, que, como resultado, elevaron los
visitadores al monarca, hacían constar que, mientras los moriscos usaren la
indumentaria y lengua moras, no olvidarían su condición de mahometanos y, por
tanto, no podían ser buenos cristianos. En su consecuencia, y de convenio con
el Arzobispo de Grabada, con el de Sevilla, don Alfonso Manrique, Inquisidor
General, y con varios otros prelados, dictó el Emperador, en 7 de diciembre de
1526, severísimas medidas contra los conversos granadinos prohibiéndoles, entre
otras cosas, hablar árabe (algarabía) y vestir como moros y además los baños;
se les ordenó, asimismo, tuviesen las puertas abiertas en los días de fiesta y
los viernes y sabados; les fue vedado, también, el uso de las lailas y las
zambras a la morisca; que no pusiesen alheña en los pies ni en las manos, ni en
la cabeza de las mujeres; que los
desposorios y casamientos no se celebrasen conforme a los ritos moros, sino de
acuerdo con la liturgia católica, oyendo, ese día, misa y teniendo la casa
abierta; que no tuviesen niños expósitos ni usasen apellidos moros, etc.
Pero todas estas disposiciones no
llegaron a tener efectividad durante el reinado de Carlos I.
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Después de varias vicisitudes y luchas (en 1526 se
sublevaron los moriscos de Cazorla, despojando del mando al Adelantado
Villarroel, pero el Marqués de Mondejar los redujo muy pronto) llegose, en
Monzón, en 17 de julio de 1528, a una Concordia entre el poder real y los
moriscos valencianos, con la autorización previa del Santo Oficio. Se pactó, entre
otras cosas, que la Inquisición no podía proceder contra ellos, en el espacio
de 40 años; que no se les obligaría a usar indumentaria cristiana durante un
decenio y que, en igual lapso de tiempo, no se les prohibiría la lengua arábiga
(algarabía); que pudiesen tener cementerio especial junto a sus mezquitas
convertidas en iglesias; y que los bienes de aquellos se pudiesen aplicar al
culto cristiano en las nuevas iglesias; reservado una parte para el sustento de
los alfaquies convertidos; que les fuese dispensado, también, el impedimento de
parentesco en los matrimonios consumados y en los concertados se consultase al
Papa; que pudieran usar armas, y la igualdad, en cuanto a tributos, con los cristianos viejos; que se les
autorizara para cambiar de domicilio y, finalmente, que conservasen como
universidades independientes las morerias de realengo de Valencia, Játiva,
Alcira, Castellón de la Plana y otras.
Entre estas capitulaciones y la orden de expulsión
dada por el Emperador, vemos que media un abismo. No existen documentos que
aclaren o revelen las causas de un pacto tan autonómico y tan radicalmente
opuesto a toda la política que, con ellos, se había observado durante tres
siglos. No obstante, se puede presumir
que, tampoco, esta coyuntura, dejaría de faltar a los moriscos la decidida
protección d sus señores, apoyo que seguirían dispensándoles hasta el final.
En 22 de septiembre de 1545 se dictó en Valencia una
real pragmática revocando esta concordia de 1528, por lo que, nuevamente, quedó
instaurada la política de terror ante la dureza y obstinación de los moriscos,
que hizo inútil la designación de Fray Bartolomé de los Angeles para catequizar
a los mismos.
Vacante la sede valentina por traslado a Lieja del
anterior Arzobispo, don Jorge de Austria, fue nombrado, para ocuparla, Fray
Tomás de Villanueva, tomando posesión de la misma en 22 de diciembre de 1544, y
encontrándola en tan lamentable estado
que le hizo exclamar, en 1547, que “los nuevos convertidos continuaban tan
morios como antes”. Incansable el Prelado limosnero, en la predicación de la fe
cristiana a los moriscos y prodigando por doquier, abundantes pruebas de
caridad, amor al prójimo y mansedumbre, sus buenos propósitos se estrellaron,
una ves más, ante la protección que los nobles seguían ofreciendo a sus
vasallos moriscos y de ello nos dan prueba elocuente las Cortes de Monzón, de
1552, y las constantes piraterías. Por todo ello, Carlos I, en 1551, procedió
al desarme de estos, que tuvo lugar algunos años después, adelantando muy poco
la conversión.
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