JOAN IGNACI CULLA
LAS PROVINCIAS
Lunes, 11 de
julio de 2005
Los esfuerzos del pueblo valenciano han quedado
destrozados al entregar nuestro presidente a los catalanistas la supremacía de
nuestra lengua
Siempre he creído que las derrotas no se celebran;
en todo caso se recuerdan. Algo distinto han debido de pensar nuestros
políticos al enviar nuestro buque insignia, el portaaviones Príncipe de
Asturias , y la fragata Blas de Lezo a la Revista Naval que el Reino Unido ha
organizado en el canal que separa la costa de Portsmouth de la isla de Wight
para conmemorar el bicentenario de la batalla de Trafalgar, en la que la flota
inglesa, capitaneada por el almirante Nelson, venció a la escuadra
hispano-francesa (21 de octubre de 1805). Y es que nuestros políticos no
aprenden de los errores. Menos mal (supongo que ideado por algún cachondo
militar, a los políticos no se les habría ocurrido) que la fragata evoca el
episodio y la figura del marinero vasco, Blas de Lezo. Silenciado por unos y
olvidado por otros, fue el protagonista en 1741 de la “guerra de la oreja de
Jenkins”, en Cartagena de Indias. Aunque el motivo real de la guerra era la
pugna comercial por el control de las rutas americanas, el conflicto estalló
tras el agravio sentido en Inglaterra cuando el capitán guardacostas Juan León
Fandiño interceptó la nave inglesa Rebeca . Al mando estaba Robert Jenkins, a
quien el español arrancó una oreja y lo mandó de regreso a su país, con el
siguiente mensaje: “Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se
atreve”. Ante este fracaso de la Invencible inglesa, el rey Jorge II prohibió
publicar informes de la humillante batalla.
Pero Trafalgar fue distinto por muchos motivos,
aunque algunos nos lo quieran presentar como una derrota gloriosa: por la
bajeza de un político miserable y servil como Godoy, primer ministro de Carlos
IV, que para complacer a Napoleón envía a la muerte a miles de hombres. Las
pretensiones de Bonaparte (que no sabía nada de mar) de desafiar el poderío británico
en los mares, para después invadir Inglaterra, quedaron frustradas por los
británicos, que no estaban dispuestos a permitir que los franceses se fugaran
una vez más.
Horacio Nelson aplastó con unos oficiales y
marinería profesional (la nuestra estaba compuesta por grandes oficiales, pero
con una tripulación reclutada en tugurios, cárceles, hospitales y hospicios) a
una flota mayor, la franco-española, al mando de un magnífico capitán de
combate que, sin embargo era un pésimo almirante, Villeneuve. Valiente en lo
personal, pero pendiente de su destitución, no tenía ni capacidad táctica ni
estrategia para la misión. Gravina, responsable español, junto a los Alcalá
Galiano y Churruca, había recibido la orden del sinvergüenza de Godoy: “Trague
todo lo que haga falta”. Y así fue. En vez de oponerse a la orden de salir de
Cádiz, que era una barbaridad, lleva a la gente a una carnicería, cuando todos
sabían del riesgo. Este gran marino, al no oponerse como responsable de la
Armada española, es uno de los culpables de las miles de pérdidas que se
produjeron. Armas Ferrero, el marino más importante de la época, dijo: “¡Esta
escuadra vestida de luto, ay del que tenga la desgracia de mandarla!”.
Era el fin de casi un siglo de esfuerzos para crear
y sostener una poderosa flota (envidia de franceses e ingleses) que asegurase
la continuidad del imperio ultramarino y de potencia internacional. La
destrucción de la flota contribuyó a la desaparición casi inmediata de las
colonias. En la miseria quedaron las viudas, huérfanos y heridos, que nos les
pagaron, además de dejarlos tirados.
Pero si los hechos ocurridos en Trafalgar, que ahora
se conmemoran en Inglaterra, son para recordar que no para celebrar, por las
consecuencias que tuvieron para España, no lo van a ser menos los producidos en
Valencia, el pasado día 1 de julio y sus posibles (seguros) efectos. El haber
aprobado la reforma del Estatut, con la inclusión y blindaje de la AVL y su
famoso dictamen, tendrá (de hecho ya tiene) resultados lamentables. Como la historia
se repite, aquí también nos encontramos los mismos personajes, pero con
distintos nombres. El de Napoleón lo encarna el megalómano Carod-Rovira, futuro
emperador de los Països, casi desérticos, catalanes. El servil Godoy, giocondo
Zapatero, pendiente exclusivamente de mantener su posición y privilegios por
encima de la lógica y el bien común. A Villeneuve, representado por Joan I.
Pla, le viene grande el cargo; no tiene táctica ni estrategia; se deja llevar
por las circunstancias; y nunca se opone a sus jefes, Zapatero/Maragall. Sabe
lo que es verse casi destituido y no quiere volver a pasar por semejante
trance. Y Gravina lo desempeña, para desgracia nuestra, Camps, quien como
responsable de la Armada valenciana tenía que haber valorado que la dignidad,
una vez más, reside en el pueblo y no en los políticos. Camps ha preferido
obedecer las órdenes superiores, aun a costa de saber que no benefician a los
valencianos.
Ha salvado el barco (el nombre de “valenciano”),
pero ha perdido la flota (al aceptar la unidad de la lengua a través del
dictamen de la AVL). Los esfuerzos del pueblo valenciano, que durante ocho
siglos ha armado una cultura, hoy han quedado destrozados, al entregar nuestro
presidente a los catalanistas la supremacía de la lengua (como si de Trafalgar
se tratase). Sus malas decisiones sirven ahora de argumentos para que los
nuevos afrancesados las conviertan en victorias.
El comisario político Regás, entre otras cosas, ha
utilizado el dictamen de la AVL para descatalogar el valenciano, a favor del
catalán. El no haber actuado con la conciencia y la razón nos va a hacer perder
(como España en el siglo XIX), nuestra lengua, y vamos a pasar de ser una
potencia cultural a una mera comparsa al servicio de los nuevos emperadores.
Es una pena que nuestro presidente, en vez del de
Gravina, no asumiese el papel de Blas de Lezo, y les dijese a los usurpadores
de lo ajeno lo que les haría si se atreviesen a destrozar la personalidad
valenciana. Porque no hay derrotas gloriosas, por más que se disimulen.
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