Autor: Antonio Burgos
Fue precioso. Una maravilla de
rigor científico. Con su cara de pasa de uva de Almería, María Teresa Fernández
de la Vega salió a eso a lo que ahora todo el mundo sale, a la palestra, y
proclamó solemnemente:
-
Perdonen, es que
no nos habíamos dado cuenta. Pero tengo que decirles que el valenciano es
¡igualito, igualito, igualito que el catalán! Vamos, que no puede haber dos
cosas más iguales. ¡Idénticos! Dos gotas de agua son la noche y el día al lado
de lo que se parecen el valenciano y el catalán. ¿Qué digo parecerse? ¡Como que
son lo mismo!
-
No habré, pues, de ser menos que
la vicepresidenta. A cesión ante el chantaje de los republicanos separatistas o
a camisas de once varas de medir la lingüística con el oportunismo político no
hay quien me gane. Yo ya sabía que eso del valenciano es un mote que le tienen
puesto al catalán al sur de Tortosa. Yo ya sabía que Carod y la comunidad
científico-lingüística estabulada en los pesebres de la Generalidad tenían toda
la razón. Si visitan mi modesta biblioteca y miran el anaquel de literatura en
otras lenguas peninsulares, junto al galaico «Catecismo do Labrego» hallarán un
libro cuyo lomo retitulé hace mucho tiempo, etiquetándolo con un adhesivo. Se
trata del famoso «Tirant lo Blaugrana», obra cumbre de la literatura universal,
que cuatro catetos conocen equivocada e interesadamente como «Tirant lo Blanc»,
por el color de la camiseta del Valencia, claro. Cuando en la Universidad de
Princeton descubrieron ya que ese Tirant lo Blaugrana es más catalán que la
cruz de San Jorge que acaba de rechazar Albert Boadella.
Estoy muy agradecido a este
Gobierno que sabe tanto de lingüística y que mandó a los albañiles a Ferdinand
de Saussure. Su proclamación sobre la lengua valenciana ha confirmado todas mis
sospechas. Yo ya sabía que no hay nada más catalán que las Fallas. Las famosas
Fallas de Barcelona. Catalanas por los cuatro costados por los que arden en la
noche de San José. Como es completamente catalán el Tribunal de las Aguas, que
se reúne, como es sabido, en el atrio de la Catedral de Gerona y habla un
catalán, vamos, que ni Pompeu Fabra con negra blusa huertana. Menos mal que
este Gobierno hace también justicia a la paella, a la famosa paella catalana,
que cuatro chuflas de horchata de chufa habían hecho creer al mundo que era
valenciana.
Y hecho este descubrimiento
lingüístico universal, pienso que el Gobierno no debe pararse en barras, en
barras del Reino de Aragón usurpadas por la bandera catalana, ni quedarse entre
el Ebro y el Turia. El mundo entero está pendiente de sus hallazgos. El
problema energético mundial podrá solucionarse el día que Fernández de la Vega
anuncie que el gasoil y la gasolina son una y la misma cosa. Nuestras
relaciones con los Estados Unidos quedarán plenamente normalizadas cuando
proclame que la Coca Cola y la Pepsi Cola son como el valenciano y el catalán:
¡igualitas, igualitas, igualitas! El comodísimo igualitarismo debe llegar a
todos los ámbitos de la cultura, de la economía, de la sociedad. Picasso y Dalí
son lo mismo, como son lo mismo Murillo y Velázquez, BBVA y SCH, Roma y
Cartago, Julio Iglesias y Alejandro Sanz, Lutero y Torquemada, Joselito y
Belmonte, Sony y Grundig, Cánovas y Sagasta, Zara y Loewe, Sevilla y Betis,
Fanta Limón y Fanta Naranja, Vega Sicilia y Don Simón, Chinchón y Cazalla,
turista y preferente, gambas y langostinos, Enrique Ponce y El Bombero Torero.
Y, si se pone, hasta podrá este
Gobierno cambiar el lema que Rodríguez Ibarra ha escrito en las vallas
publicitarias de su Junta extremeña: «No
seas cateto. Ven a la tierra donde resulta que los valencianos hablaban
catalán, y ellos sin saberlo».
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