Lunes 7 de mayo
Miguel Vidal Santos
07.05.07 |
00:15. Archivado en Columnas
Las convocatorias de la
plataforma etnicista que el tripartito catalán patrocina en la Comunidad
Valenciana no logran despertar nunca la curiosidad. Ni siquiera son demasiado
originales. Banderas republicanas, catalanas e independentistas se mezclan con
el usual listado de tópicos en que vive instalada la izquierda desde que,
perdida la identidad ideológica entre los cascotes del muro berlinés, tuvo que
sustituir las ideas por los eslóganes.
El pasado sábado, la
comparsa de Acció Cultural recorrió las calles de siempre trocando la razón por
el sentimiento (como siempre), tras habernos obsequiado con la anual campaña de
manipulación histórica (como siempre), hogaño tomando como excusa la batalla de
Almansa. Uno de los más conspicuos guardianes de la ficción etnicista, el
mediocre ensayista Joan Francesc Mira, se entregó a la fabulación (como
siempre) y depuso afirmaciones de este jaez: “Almansa fue una batalla que
aniquiló a los valencianos como entidad nacional y que supuso el primer gran
genocidio de Europa”.
La aseveración digamos
‘histórica’ de tan evanescente analista refleja perfectamente el nivel
intelectual y el rigor argumental de los que el sábado alborotaron el centro de
Valencia proporcionando trabajo extra a los empleados municipales responsables
de la recogida de residuos.
El día después toca otro
tipo de limpieza. No la del cordón sanitario, que tal medida es, como la
Historia ha demostrado, propia de izquierdistas y nacionalistas, sino la
limpieza intelectual y aun ética. Porque el aire de Valencia queda hecho unos
zorros al paso de cada una de las marchas de esta Acció tan dudosamente
cultural, y las calles se manchan a fuerza de trotar sobre ellas tanto
mentiroso generosamente subvencionado por el tripartito étnico que gobierna la
región vecina. Y ni atmósfera ni aceras se limpian con escoba y manguera, sino
con el respeto a los hechos y con la libertad de pensamiento.
El catalanismo utiliza el
episodio de Almansa, como utiliza el 11 de septiembre de 1714, para pasear su
victimismo y para asimilar la España de principios del siglo XVIII a los hechos
que vivimos en nuestros días. Para tragar tan burda operación hay que imitar a
los famosos monos del templo de Toshogu, que cubren sus ojos, sus oídos y sus
bocas. Porque los hechos demuestran exactamente lo contrario y no coinciden en
nada con la versión que el etnicismo catalanista ofrece de ellos.
Solo un mico con la boca,
los ojos y los oídos tapados negaría la evidencia de que jamás se había hablado
y escrito tanto en valenciano (y en vasco, y en gallego y en catalán) como en
la actualidad. Cuando los organizadores de los alborotos del sábado, ensayista
y medios de comunicación incluidos, hablan de genocidios, o de persecuciones
lingüísticas, o de represión salvaje, estableciendo un paralelismo entre 1707 y
2007, ponen en pública evidencia su ignorancia y delatan la intención última
del tinglado que tienen montado: su finalidad política partidista.
En ningún momento de la
Historia las lenguas regionales españolas, todas ellas poco menos que al borde
de la extinción y socialmente desprestigiadas (y no precisamente por culpa del
franquismo, pues el proceso viene de muy lejos), habían gozado de tanta salud
como desde la promulgación de la actual Constitución. Aunque es ahora
precisamente cuando quienes las utilizan como instrumentos de agresión y de división
dicen que están siendo maltratadas.
En lugar de enredar con
memorias históricas y con sandeces a cuenta de la dignidad (otro nombre que
tendremos que rehabilitar, como el de paz y el de diálogo), lo que toca hoy,
tras el paso de los alborotadores etnicistas, es baldear las calles.
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