MARÍA TERESA PUERTO FERRE
Para la Escuela Austriaca, por tanto, la
lengua es un fenómeno no planificado que surge como consecuencia no
intencionada de la interacción humana; no viene impuesta de arriba abajo, sino
que se expande de manera horizontal.
El Estado, tal y como ocurre con el
derecho y el dinero, no puede controlar la institución del lenguaje, sólo puede
embrutecerla y corromperla. Todo intento deliberado de planificar el uso de la
lengua está abocado a generar una cadena de errores y tensiones que sólo tendrá
dos finales posibles: o la totalización del Estado en ese ámbito concreto y,
por tanto, la desaparición de la institución, o bien un retroceso del poder
político que permita respirar a los individuos libres.
Por supuesto, el nacionalismo
izquierdista y estatista nunca ha aceptado que los individuos sean anteriores
al lenguaje, y que éste no determina la identidad de las personas. Por el
contrario, el trinomio lengua-cultura-nación estaba abocado al expansionismo
estatal: toda nación debía tener derecho a un Estado que, a través de la
coacción y la violencia, preservara su pureza de las agresiones culturales
exteriores.
Para el nacionalismo antiliberal, la
lengua es un monopolio estatal que debe ser planificado por decreto. Las
academias públicas de la lengua distinguen entre buenos y malos usos del
lenguaje para que, en última instancia, el político pueda fijar el estándar
coactivo en el sistema académico; la lengua no evoluciona hasta que los
académicos reconocen que así ha sido, ya que lo importante es conservar la
pureza identitaria y diferencial del idioma.
Los mestizajes lingüísticos no pueden ser
tolerados, ya que suponen formas de imperialismo cultural que atacan el
sustrato de la soberanía estatal. El "bien común" impone la necesidad
de impedir que la lengua oficial caiga en desuso y que otras lenguas
"foráneas" ocupen su lugar, ya que ello resultaría equivalente a una
invasión militar.
El Gobierno puede y debe obligar a los
habitantes a que utilicen la lengua y a que la utilicen de acuerdo con su
estándar. Asistimos a una degeneración igualitarista de la sociedad: todos
deben hablar una lengua, y la misma lengua.
Como afirmara con pasmosa sinceridad el
catalanista Manuel Sanchis Guarner, "quien renuncia a su lengua renuncia a
su patria, y el que reniega de su patria es como el que reniega de su
madre". El pueblo, la nación es incluso anterior a los individuos que la
componen, ya que ella los ha parido. No es pertinente preguntarse cómo
surgió y se desarrolló una determinada cultura sin individuos que la forjaran:
al nacionalismo sólo le interesa congelar y paralizar esa evolución cultural en
un momento arbitrario, que les permita establecer un culto irracional en torno
a ella.
Por eso la primera conquista que persigue
el nacionalismo es la cultural, no sólo dentro del territorio controlado por su
Estado, también en los territorios hacia los que pretenda expandirse.
El caso del catalán y el valenciano
resulta paradigmático. En un importante y novedoso libro titulado Lengua
valenciana: una lengua suplantada, la filóloga María Teresa Puerto Ferre
aporta una impresionante documentación sobre la estrategia desinformadora que
el Gobierno catalán –con la connivencia del valenciano– ha ido siguiendo desde
hace más de treinta años para homogeneizar la lengua e imponer el estándar
catalán en la Comunidad Valenciana.
El libro es una recopilación de
testimonios y documentos donde se razona por qué el valenciano –la lengua que
los habitantes del territorio valenciano han hablado y sentido como propia
durante siglos sin necesidad de coacción estatal normalizadora– tiene una
raigambre cultural e histórica mucho mayor que el catalán estándar, que según
la autora no surge hasta que en 1912 Pompeu Fabra, "un técnico industrial,
aficionado, carente de rigor lingüístico", utilizara "el dialecto
Barcelona como base lingüística para crear la lengua catalana standard".
En este sentido, por ejemplo, Tarradellas
ya denunció –en una entrevista reproducida en el libro– que él no creía
"en lo que llaman países catalanes". "No. Eso no existe".
Esto de los Países Catalanes ha sido leit
motiv de muchos partidos catalanes que me han criticado por decir lo que digo.
Jamás he pensado que pudiera dar resultado (…) yo no quiero pelearme con los
valencianos y mallorquines que quieren ser valencianos y mallorquines y no
catalanes.
Ahora bien, que Tarradellas no estuviera
dispuesto a pelearse no significa que otros le siguieran. Los posteriores
gobiernos de Cataluña tenían el propósito bien definido de lograr la
servidumbre militante de los valencianos. "Escogimos como opción política
la táctica de la unidad a toda costa, que si bien permitió catalanizar el mundo
cultural de la oposición, también consiguió una infiltración marxista en la
sociedad catalana", reconocía el mismísimo Jordi Pujol.
En esta tarea propagandística, el
Gobierno catalán ha contado en numerosas ocasiones con la activa participación
del valenciano. Así, por ejemplo, la instauración del catalán en las aulas de
los colegios públicos valencianos favoreció la expansión de un profesorado
dócil y afín al régimen que permitiera inculcar, ya desde la cuna, el esquema
lingüístico elucubrado por los políticos. Aquellos profesores que no comulgaran
con la represión estandarizadora simplemente debían ser apartados y marginados.
El Periódico de Cataluña marcaba el camino ya en 1982:
En cuanto a la enseñanza, de los 190
profesores ya contratados sólo el diez por ciento defiende las teorías blaveras [valencianistas], por lo que, o bien sus contratos
habrán de ser revisados o deberán ajustar su actitud al decreto del Consell.
Como siempre, la función
de la educación pública ha sido adoctrinar a los adolescentes para
convertirles en futuros siervos del poder estatal. En el caso de Valencia,
parte de ese adoctrinamiento pasa por su inclusión en un entramado lingüístico
oficialista que justifique su sometimiento político.
La lengua no puede incluirse en
categorías conceptuales a priori. La unidad o diversidad de la lengua es
un juicio político que carece de cualquier relevancia científica.
Podemos trazar su evolución etimológica, pero toda clasificación tiene un
irreductible componente de arbitrariedad. Ni los nombres están insertos en los
hechos, ni la historia nos proporciona el patrón objetivo de clasificación
filológica. Nos movemos entre convenciones, y las convenciones, cuando nacen en
una universidad controlada por el Estado y sus funcionarios, no pueden ser
inocentes.
Como ya explicara Miquel Adlert, el
lenguaje es un fenómeno social que surge y se desarrolla entre las gentes que
lo hablan; el estándar lingüístico no puede imponerse a través de una normativa
vertical, salvo a través de medios totalitarios.
Si el Estado se asienta sobre la ficción
–esto es, la manipulación de sus gobernados–, esperemos que tareas como la de
María Teresa Puerto sirvan para resquebrajar uno de los engaños más asentados
de los últimos treinta años.
LENGUA VALENCIANA, UNA LENGUA SUPLANTADA. Pliego Digital (Valencia), 308 páginas.
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