Supongo que todo lo cervantino está
estudiado, aunque desconozco si existen ensayos sobre la obsesión de
Cervantes hacia las lenguas. En su póstumo “Los trabajos dé Persiles y
Slgismunda” (a.1617), hay quien clama por el idioma perfecto: “¡Qué
lengua podrá decir, o qué pluma escribir lo que sintió!” ; y otro, por
el contrario, oculta el suyo: “para disimular la lengua, y que por ella
no fuese conocido por extranjero, me fingí mudo y sordo”; treta quizá
autobiográfica de Cervantes en los intentos de fuga de la cárcel o
Baños de Argel. En el Persiles, novela de peregrinos que viajan a Roma,
surgen personajes que hablan francés, italiano, polaco, castellano y
valenciano; pero el novelista no específica lo de “valenciano”, al dar
por hecho que los lectores sabrían a qué lengua aplicaba estos
adjetivos laudatorios: “Cerca de Valencia...la hermosura de las mujeres
y su extremada limpieza y graciosa lengua, con quien solo la portuguesa
puede competir en ser dulce y agradable” (III, c.12). Prosiguiendo el
peregrinaje a Roma: “al salir de Villarreal, una pastora
valenciana...en su graciosa lengua” (Ibid.).
Según Cervantes, la lengua hablada por
la joven de Villarreal era, sumando adjetivos: “graciosa, dulce y
agradable”, sólo similar a la portuguesa. Pero Cervantes no tenía el
mínimo interés en defender un idioma valenciano que nadie cuestionaba;
sólo le preocupaba el ritmo narrativo y no la inclusión de gentilicios
que reafirmaran la existencia de una lengua. El novelista, con elipsis
y huyendo del pleonasmo, expone su admiración hacia el valenciano,
detalle que no prodigó a otras lenguas. En el Quijote, por ejemplo, se
muestra avaro de complementos hacia la catalana, a la que no dedica ni
una alabanza: “diciéndoles en lengua catalana (...) dijo en su lengua
gascona y catalana” (Quijote. II.1615). Estas frases pertenecientes al
encuentro con los ladrones catalanes (a los que asocia al mito del
bandido generoso andaluz) carecen de los diplomáticos epítetos sobre
las bondades de cualquier idioma. No obstante, ¿sería suficiente este
matiz diferenciador para convencer a algún catalanero de que Cervantes
distinguía entre valenciano y catalán? Temo que no. Incluso los
recolectores de frases alusivas al idioma valenciano titubean sobre
incluir o no las alabanzas del Persiles, al no especificar qué lengua
es la “dulce y agradable” (¿podríamos sustituir ambos adjetivos por
“melosa”?) Respecto al titubeo, como diría la folclórica: el titubear
se va a acabar.
En 1615, los talleres madrileños de la
viuda de Alonso Martín imprimían “La gran sultana, doña Catalina de
Oviedo”; comedia de traidores eunucos y pillastres renegados ambientada
en el serrallo de Constantinopla, donde una cautiva española que estaba
muy buena enamora al sultán. Por los 2.961 versos de la obra culebrea
la pesadilla de Cervantes sobre cautivos y lenguas, recuerdo de sus
años de soldado imperial y de puteado prisionero en africanos
calabozos, sumideros de lenguas románicas y semíticas. Así, en la
novela, cuando el renegado Roberto presume de hablar griego, le
contesta el turco Salec: “aquí todo es confusión, y todos nos
entendemos con una lengua mezclada que ignoramos y sabemos”.
Se trataba de la lingua franca, especie
de esperanto de léxico imprescindible (mezcla de árabe, valenciano,
castellano, italiano y portugués), en uso desde Orán a Estambul. Como
filigrana literaria, Cervantes caracteriza un idioma sin nombrarlo,
sólo con adjetivos o, rizando el rizo, con un sustantivo. Así, los
judíos que aparecen en “La gran sultana” increpan de este modo: “¡El
Dio te maldiga!”. Los sefarditas, de Marruecos a Bizancio, alegaban que
“Dios” era plural politeísta, siendo la grafía “Dio” la adecuada;
detalle morfemático que Cervantes utiliza para singularizarlos. Más
interesante es el diálogo entre el juez o cadí con el cautivo Madrigal,
pillo que pretende enseñar a hablar a un elefante. En pocos versos,
Cervantes ofrece un abanico de dialectos y lenguas: la jerga del hampa,
la jerigonza de ciegos, la bergamasca de Italia, la antigua de los
griegos, la turquesca o morisca, la gascona de la Galia, la española,
la vizcaína y la húngara; aunque a ninguna halaga con los adjetivos que
otorgó a la dulce lengua valenciana. Si la vizcaína adolece de ser
antigua y extraña, las demás le parecen escabrosas, graves, tristes,
etc. Y volvemos a la duda, pues resulta extraño que la lengua de
aquellos soldados valencianos que compartieron penalidades con
Cervantes en Lepanto (la tropa valenciana del capitán Diego de Urbina),
y los que sufrieron en Argel y los que le rescataron hasta llegar a
Denia y Valencia; esa lengua que hablaba su amigo Timoneda, la dulce y
agradable lengua de la joven de Villarreal ¿por qué no se conoce
ninguna cita de Cervantes que especifique claramente su admiración por
ella? No se conoce porque no interesa divulgarla, pero existe.
Tras enumerar múltiples jergas y
lenguas que no le merecen aprecio a Cervantes, aparecen estos versos
muy, pero que muy interesantes para nosotros y que conviene leer
despacio: “Y si de aquestas le pesa, / porque son escabrosas (las
lenguas), / mostraréle las melosas / valenciana y portuguesa”
(Cervantes, Miguel de: La Gran Sultana, Doña Catalina de Oviedo. Imp.
Viuda de Alonso Martín. Madrid, año 1615, v.1560). El adjetivo “melosa”,
derivado de miel, tenía en el castellano del 1600 un valor semántico
concreto: el de suave, dulce y agradable; por lo que si juntamos los
textos cervantinos del Persiles y la Gran Sultana obtenemos este juicio
idiomático difícil de igualar: “graciosa lengua, con quien sola la
portuguesa puede competir en ser dulce y agradable (...) las melosas
valenciana y portuguesa”. Cuando coma miel me acordaré de Cervantes y
el dulce adjetivo “melosa” (dulce y agradable), inusual pero existente
en la literatura medieval castellana: “aquesta mi carta muy dulce,
melosa” (Cancionero de Baena. h.1435), y valenciana: ”figues seques
meloses” (Esteve: Liber, 1472). En catalán, lo siento, se documenta
tardíamente; y también lamento que, a partir de ahora, los que negaban la
admiración de Cervantes hacia la lengua del Reino de Valencia tendrán
que agachar orejas, e irse con el rabo (con perdón) entre patas.
Inexplicablemente, el maestro Corominas
no roba el valenciano “meloses” de Esteve, aunque es primera
documentación. Sólo ofrece al tardío “melós” de un diccionario catalán
de 1805; aunque el sádico etimólogo aprovecha el comentario para
despreciar una vez más al catalanero Germá Colón, “de la Universitat de
Basilea”, arreándole otro de sus habituales hostiones: “en tot cas no
val res la cita de Germá Colom”. En fin, olvídense de Germá Colón y la
academia de Ascensión. Todos son cero al lado de los genios que
reconocían, citaban y admiraban la lengua valenciana: Cervantes y
Martorell.
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