Por
Ricardo García Moya
Las
Provincias 27 de Septiembre de 1995
Entre las publicaciones adquiridas para las bibliotecas
valencianas, hay toneladas de libros que exhiben la coletilla "nostra". No suelen defraudar a los
amantes del suspense, la ambigüedad del posesivo electrifica los nervios del
más templado: lengua, cerámica o gastronomía del Reino de Valencia son
complementadas escuetamente con el fantasmal "nostra". Así sucede con
Blasco Ibáñez, encasillado por el
barcelonés Joan Garrabou -en libro
de la colección "Gent nostra"
(?)- junto a Nuria Espert, Charlie Rivel y Pompeu Fabra. Personajes que pueblan
la indeterminada "Terra nostra",
otra colección de la misma editorial, que también alberga el "Homenatge a
València" del mismo autor. Pero hay amores que matan, Garrabou actúa como
el sibarita Gómez de la Serna,
ensalzando cualidades del corderillo que va a engullir.
La biografía de Blasco
Ibáñez requiere condimento. Para ello, las hirientes líneas sobre la
"lepra catalanista" escritas en 1907 son maquilladas por Garrabou:
"Este lenguaje incivil no era el personal de Blasco, el escritor estaba
fuera de Valencia en aquel tiempo y sólo firmó un artículo contra la
insolidaridad catalana." (p.26). Pero Garrabou no perdona; aparentando imparcialidad, erosiona el
prestigio del valenciano al enredar con juicios ajenos y propios, seccionando
aquí un párrafo, allá una frase.
Según Garrabou: "En Blasco
Ibáñez es endémica la pobreza de la lengua y el estilo; la sicología
miserable y vulgar" (p.36). La novela "En busca del Gran Kan" no la recomienda, "con frecuencia
hay párrafos francamente mal escritos". Las obras históricas son "autèntics patafis"; Blasco adolece
de "párrafos inhábilmente alargados, excesiva rapidez de la redacción;
repeticiones de palabras, rimas intempestivas; reiteraciones, giros
lingüísticos poco afortunados y recargamiento verbal" (p: 57). Es decir,
no Ilegaba a la altura de Corin Tellado.
Garrabou se escandaliza porque
"Blasco no tenía sentido del humor ni de la ironía". Que sepamos, no
es condición sine qua non de un novelista; Dostoievski
tampoco anduvo sobrado de ella. Al catalán le desconcierta que "como
visceralmente valenciano", no fuera un Bernat y Baldoví. Las críticas arrecian: "No hay meditación ni
altura de pensamiento. Cuando Blasco quiere teorizar o doctrinar, da pena. Ni
las ideas son originales, ni la exposición tiene sistema ni coherencia. La
profundidad le faltaba totalmente" (p.57).
¿Y quién es la eminencia que condena al novelista. más universal
que ha tenido España en el siglo XX?.No es un Lázaro Carreter o un Jaime
Siles, ni siquiera filólogo o escritor; se trata de un experto en Derecho
político, que confunde el Mercado
Central de Valencia con la "joya
gótica de la Lonja" en su "homenaje a Valencia" (p. 51).
Garrabou no perdona que Blasco sea autor de "La lepra
catalanista". Pero, ¿y si Cervantes
se hubiera anticipado al valenciano? Como los cervantistas saben, el escritor
creaba metáforas satíricas que escondían críticas sociales; y personajes de
nombre absurdo eran espejo de coetáneos: Pues bien, un perro llamado Barcino
aparece en el Quijote; normalmente, si no se tratara de Cervantes quien escogió
tal nombre, podría pasar como animal de pelo blanco, pardo o rojizo; pero...
Y aquí entra en escena otro artista del enredo, Josep Albaigès, autor de la catalanera
"Enciclopedia de los nombres" ( Barcelona, 1995) . En el apartado de kynosnimia (nombres de perros) meticulosamente
recoge casi todos; desde "Argos",
perro de Ulises, hasta "Diamond",
que destruyó los papeles de Isaac Newton;
tampoco faltan "Cipión" y
"Berganza", de una obra
cervantina... pero no está el perro "Barcino"
del Quijote, ¡vaya ausencia tan
cutre!
Es un olvido raro, ya que Barcino
también es el nombre antiguo de Barcelona,
primitivo núcleo urbano asentado en el
Montjuïc. Documentado en el siglo I a.C., fue usado habitualmente en textos
del Renacimiento y Barroco, por lo que Cervantes sabía perfectamente las
acepciones del vocablo. Pero hay más, Barcino
o Barzino
hace referencia a manchas blancas, pardas o rojizas; es decir, características
visuales de los primeros síntomas de la lepra. La enfermedad era llamada
bíblica por ser el libro sagrado uno de los textos donde mejor se exponía el
proceso, especialmente en el Levítico.
El sacerdote diagnosticaba sobre "las
manchas de color blanco o rojizo" y consideraba la condición de
impuro, manchado o barcino.
Con discreción y de puntillas, el etimólogo catalán Corominas (que las coge al vuelo)
discrepa de esta valoración: "Fonéticamente
es difícil que barcino sea derivado de albarraz, lepra, manchado"
(DCECH, p. 510). Pero rehuye el tema. Y es que ni él ni nadie sabe de dónde
procede este vocablo que, para desgracia del Condado de Barcelona, sugiere un
mismo origen y significado; Barcino
era el que mostraba signos externos de lepra: manchas blancas, pardas y
rojizas. Puede que las rocas de Montjuich,
donde se fundó Barcino, ofreciera
un cromatismo parecido
en aquel tiempo.
No hay duda que Cervantes
conocía la polisemia del vocablo: topónimo culto de la ciudad condal y relacionado
con los manchados por la temida, entonces, enfermedad bíblica. Siglos después -sin la ironía cervantina-, Blasco Ibáñez repetiría similar juicio. Es comprensible, tras lo
expuesto, que Garrabou odie
eternamente al autor de "Los cuatro
jinetes del Apocalipsis" y, a partir de ahora, al "Manco de Lepanto". Por cierto,
tengo unas manchitas en el brazo que no sé si...
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