José García Domínguez


El
único independentista que en toda la historia del catalanismo demostrara no ser
ontológicamente español fue el diputado de la Esquerra durante la transición,
Francesc Vicensc. Lo que realmente fuese ese hombre siempre será un misterio
insondable para mí; pero, desde luego, compatriota nuestro seguro que no era.
Porque de castellano no tenía nada, pero de catalán menos. Bien es cierto algo
había en el porte distinguido de aquel sutil crítico de arte que llamaba a
tomarlo por británico, aunque la hipótesis más verosímil sea que se tratara de
un marciano. Pues la prueba del nueve de la genuina españolidad son los libros
de memorias de la tropa. De ahí que jamás se hubiese dado el caso de un íbero
auténtico confesando en las suyas ni la mitad de la verdad, una vez llegado a
ese instante postrero de la vida en el que ya sólo cabe estafar a los que aún
no han nacido. Nunca, hasta que al alienígena Vicencs le dio por narrar su
peripecia en este valle de lágrimas.
Viene
a cuento hoy el insólito enigma Vicensc porque, mientras el paisa Puigcercós anda clamando contra la represión de la cultura y la
ciencia bereber en Melilla, descubro por don Francesc los pormenores del
"genocidio cultural" en la Barcelona de 1946. "Yo era uno de los
pocos estudiantes –recuerda– que hablaba catalán. No es que la gente estuviera
reprimida; es que se hablaba en español, que era la lengua de las personas
cultas. Los catalanoparlantes o bien eran gente vieja o payeses, pero los
universitarios hablaban en castellano. Todo eso de la resistencia cultural es
pura invención". De paso, soy informado en el mismo volumen de que, desde
un año antes, es decir a partir de 1945, ya era obligatorio para los alumnos
cursar la materia de catalán en toda Facultad con estudios de Filología
Románica. Y además, gracias a un nada sospechoso entrevistador de Vicensc –el
plumilla y terrorista Oriol Malló– tomo nota con agrado de que, tan pronto como
en 1944, se podía, a petición de los interesados, obtener versiones en catalán,
valenciano, gallego o euskera en notarías y registros de cualquier documento de
fe pública, según decreto del ministro Eduardo Aunós.
Seguro que
Puigcercós, que por las patillas debe ser de ciencias, nunca se ha parado a
pensar en esto. Pero ocurre que casi todos los que ya berreábamos por aquí, por
la península, en cualquier jerigonza del sermo vulgaris distinta del
castellano durante el siglo XIV, continuamos haciéndolo igual, ahora. Casi
todos, pues falta un grupo: los que lo hacían en árabe. Y si no están es porque
cuando un Estado tiene la voluntad de acabar con una lengua, simplemente, lo
consigue. Así de simple, aunque ya sé que Puigcercós no lo admitirá jamás. Es
demasiado español para eso.

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