Autor: Desconocido
Compromiso de Caspe
El rey don Martín fué el último de una dinastía que
se había sucedido por línea de varón desde 1134 a 1410 en el reino de Aragón, y
en Cataluña desde Vifredo el Velloso, a principios del siglo X: es la dinastía
llamada catalana, si bien Vifredo era por su abuelo aragonés.
Muerto don Martín, halláronse los Estados de la
Corona sin un rey que los mantuviera en paz y en justicia, frase de la época,
por carecer de sucesor cierto, y por esta razón, según ellos, en situación
aflictiva.
Afortunadamente no había en la sociedad aquella
ninguna clase preponderante y el gobierno era, más que monárquico, social, y la
sociedad se regía por costumbres y no por leyes: bien inmenso en aquellas
circunstancias, porque directores y pueblos se hallaron libres de trabas
legales y sin más obligación que la engendrada por la moral.
El gobernador de Cataluña reunió el parlamento del
Principado y a su ejemplo se congregaron los de Aragón y Valencia, creándose
así un poder que ahogó ambiciones y evitó luchas, poder que al paso que
representaba los pueblos representaba también el buen sentido.
No era, sin embargo, fácil aunar tantas voluntades
ni traer los tres reinos a una concordia que diese la fórmula de elección o
determinación de quien había de ser sucesor del rey don Martín en una época de
comunicaciones difíciles y en la que tantos habían de intervenir en el arreglo.
Los espíritus inquietos o turbulentos, buscando satisfacer sus pasiones con
ocasión de aquel estado inestable de la cosa pública, intentaron aprovecharse
de él; hubo algunos hechos sangrientos, que sin el buen sentido imperante
hubieran estorbado la solución pacifica que se buscaba y deseaba: el más digno
de nota, por lo atroz, fué el asesinato del arzobispo de Zaragoza por don Antón
de Luna cerca de la villa de Alpartir, dícese que por defender cada uno a
distinto aspirante al trono.
Después de dos años de interregno, en los que
menudearon incidentes y se celebraron numerosos conciliábulos y se enviaron unos
a otros no menos numerosas embajadas, se convino en que se juntaran en Caspe
tres aragoneses, tres catalanes y tres valencianos, y que aquel que designara
la mayoría, con condición precisa de que en ésta hubiese por lo menos un voto
de cada uno de los tres Estados, aquél fuese rey.
Reuniéronse en Caspe estos nueve, entre los cuales
había varones de santidad y ciencia, el arzobispo de Tarragona, el obispo de
Huesca, Fray Bonifacio Ferrer, Prior de la Cartuja, Francisco de Aranda,
también religioso, y los más afamados jurisconsultos de los tres Estados, y en
15 de Junio de 1412 declararon por rey de Aragón al infante de Castilla don
Fernando llamado el de Antequera por haber tomado esta plaza a los moros.
Lo desusado del procedimiento en materias de esta índole,
siempre vidriosas y pocas veces resueltas como ahora en paz, ha hecho célebre
el acontecimiento. Pasiones políticas posteriores han tratado de desacreditarlo
y han acusado a los jueces de parcialidad; un estudio sereno del tiempo debe
rechazar todas las imputaciones, así al suceso como a los compromisarios.
Estos fueron elegidos libremente y libremente
acyuaron: no hubo presiones ni coacciones en su nombramiento ¿Quién negará que
no hubo unanimidad en nombrarlos? Sería el primer caso en que una reunión de
hombres conviniera en absoluto en una idea; ni puede negarse que de un
parlamento a otro mediaron excitaciones y recomendaciones; pero esto ¿puede
tacharse de coacción?
Libremente actuaron en Caspe los compromisarios,
pues aunque Caspe era de Aragón pertenecia a la Orden del Hospital y su alcaide
hizo homenaje de seguridad a los que entrasen en ella.
Los compromisarios no fueron electores, sino jueces:
si en vez de tratarse de una herencia indivisible, una Corona, se hubiera
tratado de una privada y divisible, habrían heredado los descendientes del
último poseedor, unos in capite y otros in stirpe, eliminandose
de este modo los descendientes de Jaime II: quedaban como herederos presuntos
un nieto de Juan I, Fernando de Antequera, sobrino de don Martín, hijo de su
hermana Leonor, y otra hermana de don Martín, llamada Isabel, casada con el
conde de Urgel. Este era pariente más lejano del último rey que Fernando de
Antequera, por ser éste sobrino carnal, y aquél hijo de un primo hermano:
considerada la sucesión como negocio privado, don Jaime de Urgel carecía de
derecho a suceder en el trono.
Caso distinto es el de su mujer, hermana de Juan I,
Martín y Leonor, como hija de Pedro IV: ella estaba más próxima que nadie al
poster rey de su familia y, sin embargo, nadie pensó en ella; pero la razón es
obvia: esta infeliz señora, mucho más desgraciada que su marido por más
inocente y sin culpa, era hija de Pedro IV, pero habida por éste en doña Sibila
de Fortiá, cuando vivía la consorte legítima del rey; era, por lo tanto,
adulterina, y este origen no lo legitimó el subsiguiente matrimonio de los
padres: sobre ella siguió pesando ese estigma.
Es idéntico su caso al de don Federico de Sicilia,
conde de Luna, que también se coloca en los árboles genealógicos de los
aspirantes al trono como nieto directo por línea de varón del rey don Martín,
pero era bastardo y adulterino y, aunque fué legitimado, la legitimación surtió
efectos en cuanto a la herencia privada de su abuela, doña María de Luna, mas
no de la real de su abuelo don Martín. Los compromisarios se atuvieron a las
prescripciones del Derecho civil romano y, siendo una la herencia e
indivisible, la adjudicaron al hijo mayor del hermano mayor del último rey sin
reparar en el sexo de este ascendiente.
Política peninsular de Aragón
La nueva dinastía trajo a la vida interior de Aragón
un espíritu más centralizador y aspiraciones a una realeza más rica en
atributos y prerrogativas. Sus cuatro reyes se consideraron en su reino como
desterrados de su patria y todo afán consistió en restituirse a ésta, en mandar
en ella, si no como reyes, como directores de los reyes.
Fernando, que cuando vino a reinar en Aragón era
regente de Castilla por la menor edad de su sobrino Juan II, no pudo ejercer la
soberanía derivada de este cargo, porque los acontecimientos de la sucesión y
la necesidad de tomar posesión de los Estados que heredaba, la rebelión del
conde de Urgel y la extinción del cisma lo retuvieron acá los cinco años
próximamente que ocupó el trono.
Hubo de ser un rey trashumante por consecuencia de
la obligación que le imponía el ser soberano de tres Estados, de ir
personalmente a cada uno a jurar sus fueros y privilegios.
La rebelión del conde de Urgel fué otra causa de
detención del regente de Castilla en tierras aragonesas y de grave preocupación
para él mismo.
Indudablemente se ha exagerado posteriormente el
sentimiento de los catalanes por haber negado la corona de don Martín a don
Jaime de Aragón, entregándosela a don Fernando de Antequera los Compromisarios de
Caspe; que el fallo no satisfizo a todos debe ser tenido por verdad, pero
también que las discusiones se acallaron pronto; la historia dice que nadie
protestó con las armas y el conde que se alzó no fué secundado, y en cambio
todos acudieron a ponerse bajo la bandera real cuando Fernando publicó el Usatge
Princeps namque, o convocatoria militar de las gentes del Principado.
El conde de Urgel, hombre bueno, pero sin voluntad,
se sublevó sugestionado por dos voluntades poderosísimas: la de su madre doña Margarita
de Montferrato y la del noble aragonés don Antón de Luna, que desde la muerte
del arzobispo de Zaragoza andaba fuera de la ley y para rehabilitarse
necesitaba nada menos que el destronamiento de la dinastía entronizada por lo
de Caspe y la entronización del repudiado conde; don Antón y doña Margarita
fueron los verdaderos factores de la revuelta. Don Jaime se encerró en su villa
de Balaguer y allí esperó a que fuera a sitiarle su rival. Sin dar ninguna
batalla ni atreverse a salir de su fortaleza hubo de ponerse en manos del rey,
entregándose a su misericordia.
Pasiones políticas no extinguidas aún han rodeado
los destinos de este infeliz personaje de aureola de leyendas; Fernando lo hizo
conducir al castillo de Castrotorafe en tierra castellana; muerto Fernando y
por temor a que el rey castellano en guerra con el de Aragón intentara ponerlo
en libertad y alentarlo en sus pretensiones al trono, Alfonso V lo hizo traer a
sus Estados y lo encerro en el castillo de Játiba; aquí murió en 1432 a consecuencia
de una enterocolitis. Mas pareciéndoles a sus partidarios del siglo XVII que la
vida de un hombre nacido para rey y despojado, según ellos, injustamente de su
corona no podía desarrollarse de modo tan vulgar, imaginaron un porción de
hechos dentro de Balaguer durante el sitio y una escena sangrienta en la
prisión de Játiba para que la muerte de aquel personaje fuese trágica.
Terminado este asunto, Fernando hubiera vuelto a
Castilla, tanto por no perder la regencia como por la esperanza de que los aires
patrios le devolverían la salud, pero el negocio del cisma le estorbó el viaje.
No le estorbó, sin embargo, rodear a la Corona
castellana de un cerco absoluto: su hermano Enrique había dejado un hijo niño y
dos hijas: Juan, María y Catalina; los tres los hizo casar Fernando con hijos
suyos: Juan con María, María con Alfonso el primogénito y Catalina con Enrique,
el tercero; cualquiera que fuera la suerte de la familia del Doliente, un hijo
del rey de Aragón debía sucederle; la unión de Aragón y Castilla pendía de la
vida de una criatura, que si era digno hijo de su padre en lo físico sería
enfermizo y no había de llegar a viejo.
El hijo segundo, Juan, lo casó con la viuda de don
Martín el de Sicilia, heredera del reino de Navarra.
La historia de Aragón se confunde durante medio
siglo con la de Castilla, porque la de ésta se reduce a cuestiones interiores,
casi siempre convertidas en luchas armadas, en las cuales toman parte Alfonso V
y sus hermanos, los famosos infantes de Aragón de Jorge Manrique, rivales del
favorito don Alvaro de Luna.
Caso extraño es éste de un noble de abolengo
aragonés que gobierna Castilla y es defensor de la independencia castellana
enfrente de un rey y de unos infantes de Aragón nacidos en Castilla y casados
con infantas castellanas; y caso al parecer también extraño que la nobleza y el
pueblo de este reino obedezcan al oriundo de Aragón en contra de los príncipes
naturales de su misma patria. La extrañeza desaparece y el hecho se hace
natural, teniendo en cuenta que nobles y pueblo en este momento no veían ni a
don Alvaro ni a los infantes, sino Castilla, en cuyos asuntos se entrometía un
rey y unos príncipes de hecho extranjeros. Esta era la gran fuerza de don
Alvaro; con ella venció las intromisiones de los infantes en el reino de Juan
II y al rey de Aragón en la guerra que le hizo; el espíritu de independencia de
Castilla fué el mayor enemigo de la casa de Antequera.
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